Hace 48 años, por el tiempo en que yo nací, José María Arguedas visitaba a su hermano Arístides, viajaba a Chimbote a tomar apuntes para la novela que pensaba escribir. Grabadora en mano, Arguedas entrevistaba personas y recorría lugares de ese puerto, personas y lugares que años más tarde, de la mano de mi abuela materna, yo iría descubriendo, y que ella, con un idioma dulcísimo hecho de calor y ternura (mitad quechua, mitad castellano) insertaría en mi imaginación para siempre.
Veinte años antes de que yo naciera, en el mismo mes de marzo, nació en Chimbote el poeta Juan Ojeda. Nació en el barrio de Miramar, en el mismo lugar donde quedaba la casa de mi abuela y en donde yo vine al mundo. Estudió en la misma escuelita fiscal donde yo llegué a estudiar, y recorrió las mismas calles, los mismos mercados y parques que yo después recorrería incansablemente. Ojeda, sobre todo, pasó innumerables tardes sentado en el muelle de madera que quedaba frente al Hotel de Turistas, contemplando el mar, las islas, el firmamento. En el mismo muelle donde, de niño, yo solía esperar a que mi padre saliera de las reuniones del Sindicato de Choferes, y donde pasaba incontables tardes, interminables horas percibiendo el hechizo de aquel mar, de aquellas islas, de aquel cielo infinito.
A principios del año 1982, vine a vivir a Lima y me afinqué en el cuarto de un viejo edificio ubicado en la cuadra 19 de la avenida Arequipa. Entonces no lo sabía y todavía no me interesaban las coincidencias que enrumbaban mi vida, pero cuando me enteré que en aquella esquina de mi nuevo barrio, donde todas las mañanas tomaba el bus, había muerto Juan Ojeda arrollado por un vehículo, sufrí una conmoción. ¿De qué estoy hecho?, pensé, ¿soy hijo de las coincidencias o tengo una determinación, un designio más fuerte que el azar?
En los años 1984 y 1985, casi sin proponérmelo, fui a parar a Ayacucho, Puquio, Lucanas, Huamanga, Huanta, La Mar y San Francisco, también estuve en Apurímac, Abancay, Andahuaylas, y pude recorrer los mismos lugares que en su infancia y juventud recorriera José María Arguedas. Y sin que yo pudiera darme cuenta, caí en un remolino de historias vertiginosas, pude ver y oír infinidad de historias, sentir en carne propia terribles relatos de gentes desconocidas. Entonces me convencí de que dichas coincidencias no podían ser casualidad, que algún día debía escribir esas historias, que estaba obligado a ser escritor en el Perú, que estaba comprometido a pensar y a escribir en peruano.
Años más tarde, cuando empezaba a escribir mi primera novela, nuevamente llegaron a mí una serie de acontecimientos inesperados. Conocí a Jaime Guzmán -hombre alucinado y temerario como el Quijote- quien fue el primero en creer que yo podía ser un escritor y el que de hecho acabó publicando aquel primer libro. Conocí a Oswaldo Reynoso -filósofo de la calle, poeta de la noche y maestro de juventudes- de quien recibí como un legado imperecedero, a través de su voz cincelada, de su poesía sutil, el fuego vivo de una nación milenaria. Y un día, de pronto, me encontré rodeado, abrigado por mis mayores (Washington Delgado, Carlos Eduardo Zavaleta, Alejandro Romualdo), de todos ellos, como de un manantial, fui bebiendo el agua a veces prístina y mansa -a veces bronca y turbia- de la peruanidad.
Hace tres años, después de incubarla veinticinco años en mi mente, comencé a escribir la novela "Ese camino existe". Me propuse escribir un libro donde no estuviera solamente retratado mi puerto y sus personajes paralógicos, sino sobre todo donde estuviera reflejado el Perú y todas las caras que componen su nacionalidad variopinta. Queda decirles a los jóvenes de mi país, que en una nación -una comunidad proyectada hacia el futuro- no puede haber lugar para el desaliento. Que por más que delante de nuestros ojos desfilen las caravanas de la barbarie, de la destrucción y la muerte, detrás de ellas siempre estará abierto el vasto camino de la esperanza.
Ahora, después de tanto tiempo transcurrido, con el paso y el peso de los años, obviamente ya no pienso que soy hijo de la casualidad, más bien estoy convencido de que todo lo que me ha ocurrido corresponde exactamente a mi condición de ser peruano. Estoy seguro que tengo una herencia, un encargo que recae sobre mis hombres por el solo hecho de haber nacido en esta tierra. Pero no me considero un elegido, al contrario, estoy obligado a escribir como el más simple y común de los peruanos, alejado de toda banalidad. Y con eso tengo bastante. Porque ser peruano, señores, es un compromiso muy, serio, gravísimo, una condición humana alimentada por una cultura forjada cinco mil años antes de Cristo, un mandato que nos llega desde las primeras auroras de la civilización. Y con eso me basta para estar vivo, para vivir dignamente, para seguir escribiendo hasta el fin de mis días. Muchas gracias.
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