Augusto Rubio Acosta
A mis oídos llega el
ruido ensordecedor e insoportable que producen decenas de estudiantes de varios
colegios del sur de la ciudad, los mismos que -organizados en ‘bandas de
música’ o en ‘bandas de guerra’- interpretan una serie de inefables marchas
militares, mientras sus compañeros de los ‘batallones’ ensayan, ‘desfilan’, ‘levantan
la pierna hasta el pecho’, bajo la atenta y escrutadora mirada de ‘instructores
premilitares’ rigurosos e irascibles, intolerantes y exigentes. El ruido llega -desde
hace una semana- todas las mañanas, puntual, se inicia a las 8:30 am y no cesa
hasta pasada la una de la tarde. Pero ahora que lo recuerdo, el problema se
repite todos los años cada mes de julio y cada mes de mayo (aniversario del
distrito), poniendo al suscrito de muy mal carácter, no sólo porque se atenta
contra la tranquilidad del vecindario, contra la paz y quietud de quienes
leemos o escribimos en Casuarinas, sino porque sobre todo me recuerda mis
épocas de estudiante de secundaria, el nefasto rol que cumplí en la ‘banda de
guerra’ de Raimondi (mi ex colegio durante once años), lo imbécil que fui.
En el Perú, por alguna
extraña y estúpida razón, el amor a la patria ha sido entregado hace muchos
años (es patrimonio), de las Fuerzas Armadas; si bien es cierto, las mismas han
desempeñado un rol destacado en nuestra historia, ya es tiempo de que lo
militar y sus símbolos (el ridículo fusil de madera que cargan los integrantes
de las escoltas, por ejemplo) dejen de ingresar de manera exacerbada al
imaginario de los jóvenes estudiantes de colegio, como si con ello se les
impregnara un mayor (y mejor) sentimiento de cariño a la tierra donde hemos
nacido.
Definitivamente, un cachaco (un soldado) no representa más amor a
la patria que un maestro de escuela rural, que un artista plástico, un
campesino, un escritor o un obrero. Los desfiles escolares militarizados, que
son considerados (por nuestras tristes autoridades educativas) ‘testimonio de
expresión patriótica’, deberían ser erradicados, reemplazados por pasacalles
donde sea posible mostrar la auténtica riqueza cultural del país, por campañas
de solidaridad y ayuda comunitaria o -en todo caso- por debates estudiantiles
sobre si somos o no realmente libres como reza la letra de nuestro himno
nacional. El cuartel y su ‘marcialidad’, la ‘gallardía’ de sus integrantes,
tampoco representa amor a la patria; qué necesidad de exponer la salud física y
mental de los escolares bajo el calcinante sol de los desfiles militarizados
que, para colmo, tienen varias fechas o ‘fases’ eliminatorias en las que los
colegios se inscriben “entusiastas”. Y todo por un ridículo gallardete.
Un poco de memoria
Hay cosas de las que
uno se arrepiente en la vida, cosas que uno rechaza hoy porque en su momento
carecíamos de la suficiente mirada crítica como para darnos cuenta de lo que
estábamos haciendo o formando parte. El suscrito dirigió la ‘banda de guerra’
de su colegio los dos últimos años de la secundaria, los tres primeros fui un
modesto integrante, pero jamás me quejé ni me pronuncié al respecto. Hoy lo
hago, considero no tardíamente, porque este texto llegará a muchos hogares,
familias donde hay adolescentes víctimas de del orden militarizado que aún
impera en la mayoría de colegios cuyos directores piensan que el uso de la
violencia o el miedo, con la disciplina y la educación van de la mano.
Fue en 1988. En aras de
la ‘disciplina’, el director del colegio Raimondi contrató a dos militares,
excombatientes del conflicto armado interno, que por esos años se desarrollaba
básicamente en la Sierra del Perú, como responsables del curso de Pre Militar,
así como del orden del plantel en su conjunto. Así, la vida se alteró para
todos. De pronto dejamos de ser estudiantes y nos convertimos en una especie de
reservistas, la clásica formación escolar durante las mañanas se multiplicó a
tres veces cada día, una formación distinta, de cuartel, en la que proliferaban
los golpes, las patadas y los gritos si es que se desalineaba el dedo de la
costura del pantalón adonde debía ir pegado o se dejaba de mirar al pabellón
nacional que teníamos al frente, por ejemplo. Habíamos regresado a las
cavernas.
Durante 1988 y 1989,
mis últimos años de vida escolar, los dos sujetos (los militares y
excombatientes del conflicto armado interno), transformaron la vida apacible
del plantel. Arengas, marchas de campaña, entrenamientos, canciones que
destilaban odio hacia Chile y Ecuador, hacia el terrorismo, fueron pan de cada
día. Quizá no lo sufrí como la mayoría de mis compañeros, debido a ciertos
privilegios y consideraciones que tenía, pero me apenó e indignó siempre que a
algunos estudiantes se les estruje y sumerja con violencia en el mar durante las
‘marchas de campaña’, que se desnude aulas enteras de estudiantes en nombre de
la ‘disciplina’, que se pisotee las espaldas de los párvulos con las botas
militares durante los repetidos ‘cuerpo a tierra’ que se ordenaban. Fueron años
ominosos. Los ‘batallones’ ensayaban a diario (sobre todo en época de
desfiles), se priorizó el ejercicio militar al libro, la meta era vencer,
obtener el gallardete en los desfiles de San Pedrito, 28 de julio y 8 de
octubre, disposición que sólo gente abyecta y cacasena pudo haber concebido.
Erradicarlos,
no hay otra
Si la obsesión por el ‘porte
marcial’ y la ‘gallardía’ generan que los niños más gordos, bajos de estatura,
discapacitados o con problemas de coordinación sean percibidos como un problema,
he ahí una buena razón para erradicar los desfiles escolares. Si el tiempo que
se invierte en los ensayos (150 horas según estudios del Minedu), podría ser empleado
en actividades más productivas (la lectura, por ejemplo), tenemos una segunda
razón entre manos. Si los atributos físicos y el color de la piel determinan
quienes desfilan primero o portan la bandera, estamos hablando de
discriminación por donde se le mire. Y todo ello es condenable.
Los desfiles escolares en sí mismos
adolecen de varias concepciones cuestionables, aquí sólo mencionamos unas
cuantas. Ser buen ciudadano no significa desfilar con ‘gallardía’, hacerlo
tampoco quiere decir que seamos ‘disciplinados’. En países como el nuestro,
donde las principales víctimas de los ejércitos hemos sido nosotros los ciudadanos,
no me llena de orgullo ni me hace gracia que se imite a los militares en los
desfiles. La verdadera devoción por la patria consiste en procurar ser mejores
ciudadanos; lamentablemente, desde el Estado siempre habrá quienes se opongan
(ya saben ustedes el Presidente que tenemos), pero hay que continuar insistiendo.
Por lo pronto, uno empieza por casa, por conversar y debatir este asunto que a
todos no les parece o cae en gracia desde el primer momento (todos tenemos una
foto en un desfile). Pero tampoco podemos quedarnos callados.