Los libros, una vez escritos, editados, salidos de
imprenta a librerías, tienen un destino. Los libros tienen también una fatalidad,
una predestinación. Tarde o temprano, cada libro encuentra su lector, que no
necesariamente es su dueño. Así, los volúmenes se pierden, se le olvidan a uno
en el taxi, se extravían en el tiempo, y sólo aquellos -con el fatum al cual
nos hemos referido- regresan, vuelven a las manos de sus legítimos lectores de
extrañas y diversas formas, no sé sabe cómo pero vuelven y aquello constituye siempre
una alegría.
La semana pasada, en Chiclayo, mientras ‘expropiaba’
un par de libros de la nutrida biblioteca en el lobby del hotel donde me encontraba
hospedado, recordé la vez en que mi propio libro regresó a mis manos después de
varios años de circular por el mundo.
Fue en el jirón Kilka, calle libresca, primera
arteria liberada del centro histórico de Lima, la más inmunda ciudad que yo
conozca. Fue en las librerías de viejo, mientras hurgaba entre el ‘hueso’ y los
títulos añejos apilados en irrevisables rumas, cuando hallé un ejemplar de
‘Avenida indiferencia’, libro de narrativa breve que publiqué hace casi una
década, y que volvía a mí (con sus anotaciones al margen) después de mucho. ¿Quiénes
habían sido sus dueños?, ¿quién lo sustrajo en su momento de mi biblioteca?, ¿quién
lo dejó olvidado en algún taxi?, ¿quién lo regaló y lo cachineó por ahí?
Un libro es como un hijo para quién lo ha escrito.
Pero una vez vendido, salido de una librería, le pertenece a quien lo lee, así
sea transitorio y fugaz el acto supremo (de la lectura). La posesión
bibliográfica es un derecho que legitima la forma en que se obtiene. En eso
pensaba precisamente cuando decidí ‘expropiar’ el libro de Carson McCullers (edición
inglesa) y una novelita en español de autora latinoamericana (edición de
bolsillo). Si los ‘expropié’ fue para leerlos, para darle un uso intelectual, ‘en
eso reside la diferencia entre un vulgar ladrón y un ladrón de libros’ (así
dicen, así leí alguna vez por ahí y me conviene sostenerlo ahora, citarlo).
Los libros tienen un destino. Como el amor, los
libros son también una necesidad, una relación directa e inequívoca (académica
e intelectual, emocional y sentimental) entre dos imanes que se atraen, que se
encuentran, que se llaman la atención y se quieren, que se aman con locura, sin
tiempo y sin espacio, con desenfreno (aunque a veces se les diga, se les traiga
abajo la vida con un rotundo ‘hasta nunca’).
Los libros tienen un destino. Nunca ‘expropies’ uno
por encargo, tampoco te hagas de un segundo título si no has acabado de leer el
que tienes entre manos. Primero lee (lo demás es floro), después existe.
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