Sentirse
decepcionado se asemeja a un final, a la conclusión que tiene aquello
por lo que se apostó y se perdió. Una conclusión es la consecuencia de
un proceso de reflexión que exige tiempo y espacio en cantidades
variables. En términos facilistas, podría decirse que la reflexión está
atada al pasado y la conclusión al presente. Se da por obvio que cuando
se concluye algo se está mejor preparado para afrontar el futuro. Lo
cierto es que toda conclusión llega tarde.
Se
asume entonces que la decepción es una conclusión, la respuesta a una
pregunta realizada sobre algo o alguien. El desenlace lógico, uno de los
tantos finales posibles que tiene un proceso. La decepción, no
obstante, alberga una serie de características que la alejan de
cualquier reflexión.
La base de la decepción es
la esperanza. La esperanza se nutre de suposiciones y deseos, no de
razón y objetividad. Sentirse decepcionado no es más que la consecuencia
natural que siente aquel que intentó sentar la base de su futuro sobre
un piso de cristal. Cualquier noción respaldada por la esperanza es
inútil, porque la esperanza es lo último que se encargará de
decepcionarte.
Saber esto no sirve de nada. El
ser humano ha creado mitos y religiones con base en el poder de la
esperanza, por lo que es entendible que el mundo adquiera forma a partir
de algo destinado a decepcionar. La decepción, más que una
consecuencia, es un castigo, algo que la gente merece por creer -a pesar
de los datos objetivos- que puede haber futuro donde solo hay vacío.
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