Augusto Rubio Acosta
Hace casi veinte años (en 1995), Roberto Ángeles, director, dramaturgo y maestro del teatro peruano, me preguntó a quemarropa -a la mitad de una de las sesiones del taller de formación actoral que él dictaba y del cual este cimarrón formaba parte- si mi difunto padre era o había sido militar, si en mi familia había policías o si a lo largo de mi infancia había vivido en una atmósfera vertical, dura, férreamente dominante. Ángeles terminó añadiendo que las fotografías que solía tomar a sus alumnos durante los ensayos no mentían: ahí estaba yo todo serio y tieso sobre las tablas, caracterizando a personajes de los cuales nunca pude zafarme: comisario de policía, soldado desconocido, guerrillero tupamaru atormentado por la sed de venganza y tantos papeles más de similar índole. 'Tienes que hacer danza moderna y contemporánea, Augusto, te ayudará a quebrar el molde y a generar la espontaneidad que todos tenemos detrás del movimiento. Estoy conforme con la construcción de tus personajes, con tu disciplina para las tablas, pero no quiero actores hechos solamente para papeles 'duros'...'
Como se puede colegir, el asunto éste me acompaña -inevitablemente- de por vida, sin que ello signifique que no sonría o me carcajee a mis anchas en determinadas circuntancias, que son pocas -es cierto- pero que finalmente son y se producen porque creo que en lo más profundo del ser humano el precioso don de gozar el presente (no sin dejar de pensar en el futuro) permite hacer fulgurar la sonrisa hasta en el rostro más fiero. Quizá en las líneas de mi cara aparece una triste y serena sonrisa (son pocas las fotografías donde podría verlas, tendría que sentarme a analizarlas), pero se trata de sonrisas al fin y al cabo, se trata de gestos nacidos de alguien que no pocas veces se ha levantado de las cenizas e intentado cauterizar su dolor aprendiendo de lo vivido y canalizándolo -en ocasiones- a través del arte de enhebrar palabras y compartirlas con todos lanzándolas al viento. Hay quienes afirman que el arte es una herida hecha de luz, y razón no les falta. El hecho es que hoy redacto estas líneas convencido de que la vida es -más que nunca- breve y de que el gozo que podamos o nos permitamos experimentar en la cotidianidad de la existencia puede ser el último hálito, el último estertor. No es que no quiera sonreír ante las cámaras fotográficas, quizá el estado de gracia en que consiste el gozo del presente no me acompaña tan a menudo, quizá debiera intentar sonreír con más frecuencia, dejar de dar vueltas alrededor de lo inhallable, quizá la felicidad (que no es presentada nunca como un bien en sí mismo, sino que para saber en qué consiste hay que conocer el bien o bienes que
la producen first) está a la vuelta de la esquina y uno ni cuenta se ha dado. Quizá la sonrisa que en este instante ensayo no tenga el momento ni el espacio apropiado para mostrarse, pero es sincera, natural y es originada por esta fiebre que me acaba, por esta pasión que me aniquila, por estas tristes y miserables palabras.