Augusto Rubio Acosta
Hace un par de meses en la Feria del Libro de Bernal,
encomiable y quijotesco esfuerzo cultural que desde hace varios años se
desarrolla en el desierto más calurosamente infernal e inhóspito del
Bajo Piura, encontré y adquirí dos ejemplares de ‘Avenida indiferencia’,
mi libro de cuentos y relatos publicado en Lima -hace casi una década-
como primer tomo de la colección Biblioteca Ancashina, de Ediciones
Altazor. Para el suscrito, autor que en muchos casos ha extraviado o le
han sido ‘expropiados’ los únicos ejemplares sobrevivientes de los
títulos que ha publicado a la fecha, el hecho constituyó un auténtico
hallazgo, leit motiv de afiebrada relectura y no pocas nostalgias y
emociones durante el silencioso y prolongado viaje de regreso en la ruta
La Unión-Piura-Chiclayo-Trujillo-Chimbote.
‘Avenida indiferencia’ fue el primer libro que escribí (en realidad el
volumen inicial fue otro llamado ‘Remember Miraflores’, redactado y
desaparecido durante mis años de vida teatral), pero el segundo en ser
publicado. Su escritura demandó esfuerzo y riesgos sin límite, debido a
mi inmersión en las barriadas y en los parajes más sórdidos y peligrosos
del puerto, escenario de la mayoría de las historias ahí contadas.
Iniciado el nuevo siglo, el suscrito solía ir y venir en las
mañanas-tardes (a veces noches) de Antenor Orrego, Ramal Playa, La
Victoria, Dos de Mayo, y otros espacios contiguos de la ciudad. Llegaba
-únicamente provisto de lapicero y libreta- a observarlo todo, a beber
gaseosa y pócimas insondables en las pequeñas tiendas y ramadas, a
compartir bizcochos con los avezados vecinos de la zona, así como
escuálidos pacaes arrancados de los escasos árboles que no habían sido
convertidos en leña, y alguna que otra fruta de estación. Los fines de
semana, presenciaba partidos de fútbol en los terrales, ardorosos y
conflictivos campeonatos de ‘vóley macho’. De vez en cuando participaba
en polladas y misas, en velorios y yunzas, en actividades pro-bolsillo y
en las recordadas ‘fiestas sin alcohol` que organizaba el entonces
párroco de La Victoria, Juan Davis, con quien surgió una amistad
durante aquellos nebulosos años.
Así, empujado por la fuerza de la ficción y el ímpetu de escribir, fui
familiarizándome con la gente de la zona, ganándome cierta confianza y
haciéndome parte del paisaje. Con el paso de las semanas, la
cotidianidad y los meses, me había ganado el derecho de sentarme a beber
sobre las cajas de cerveza en las esquinas de Salaverry y la avenida
Perú, asistía eventualmente a iglesias evangélicas como la del ‘Monte de
Sión’ para constatar in situ ‘cómo era el asunto’ (el negocio), así a como ‘cultos’
de otras fanáticas sectas que pululaban en esas calles entrañablemente
innombrables. Fue así como cierto día vi instalarse ante mis ojos, sobre
una ruinosa loza deportiva de Antenor Orrego y sobre cierto sector de
un amplio terral, al ‘Circo Star, atracciones peruanas de Lozano e
hijos’, parchada carpa de artistas miserables que inspiró ‘Alma para dos
cuerpos’, uno de mis cuentos sobre el incesto que poco después apareció
publicado en varias antologías del género.
El libro al cual me refiero hoy, está plagado de personajes construidos a
la sombra de seres humanos sencillos a quienes el dolor y la tragedia
marcaron con crueldad sus vidas. Ahí está Pampanito, el adicto
aparentemente recuperado; Alicia, Luzma, Licha, la gente de Ramal Playa y
Reubicación; ahí está Chispi (algunos podrían reconocerla); el sueco
Rolf Jacobsen (del ‘Moon bird’) y María Laura; ahí está Aleida, la
hermosa e incestuosa chica del circo pobre. En el volumen aparecen
también algunos desadaptados barristas de Popular Sur; también gente con
quienes compartimos las tablas durante el tiempo en que el teatro fue
nuestra más contundente pasión y existencia; uno que otro alucinado ser
de la Biblioteca Municipal; cierto paria y expresidiario violador del
jirón Pizarro; hasta el recordado orate que deambuló algún tiempo entre
Buenos Aires y Casuarinas aparece en las últimas páginas del libro…
A escasas horas del nuevo año, a la mitad de ésta mi soledad, caigo en
la cuenta de que los diarios o testimonios de escritor -al reconocer lo
efímero de la vida- generan ciertas sensaciones que solo son posibles de
obtener mediante la práctica de apuntes y anotaciones privadas sobre la
existencia misma. Así, pulsiones y pulsaciones de determinado tiempo
que nos tocó vivir, alcanzan un público más amplio, ganan la calle,
llegan al lector y en muchos casos se hacen parte de sus libros, de su
memoria, de sus vidas.
Es año nuevo y me he puesto a recordar. No sé hasta cuándo me dure lo
nostálgico. Quizá en las columnas que siguen se prolongue el asunto,
quizá no; nunca se sabe. El hecho es que soy consciente que los diarios y
memorias de escritor son o de continuidad (se escriben a lo largo de la
vida) o de crisis (los redactados en momentos puntuales, sobre todo al
final de la existencia). Los días pasan, la vida, los libros, las
columnas como ésta, siguen. Saque usted, miserable lector, su propia
conclusión y reflexión última.
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