Chimbote, 27 de mayo de
2013
Querido Jaime,
Me dijeron que hoy saliste a
caminar temprano, que se podía oír latir el corazón del mar, mientras a tu paso
el vals, la polka, los huaynos y las cumbias, se fundían en contubernio
inefable con el tarareo de los vagabundos y ladrones, las prostitutas y los
desclasados, con el silbido de los pájaros cantores poblando los escasos y
negruzcos árboles del puerto, con la indiferencia y el saludo fraterno de
quienes se cruzaban a tu paso.
Me dijeron que de Pizarro
doblaste por Ruiz, que las imprentas estaban cerradas en Ugarte y decidiste
encaminarte hacia alguna cebichería clandestina cuyos dueños a esa hora recién
despertaban. Nos enteramos que puerta a puerta (cuerpo a cuerpo) repartiste
invitaciones, que aplanaste calles bajo el calcinante sol de la mañana anunciando
la presentación de un nuevo libro, y que cuando ya no había adonde ir en el
casco urbano, alquilaste un carromato destartalado para ‘mapear’ la urbe hasta
sus más recónditos extremos.
¿Sabes?, hubiésemos querido
volver a acompañarte. Pero saliste muy temprano hoy, hermano, no esperaste; madrugaste
como otras tantas veces en que llamaste a nuestra puerta para ir al Terminal terrestre
a recibir a los tejedores de palabras y sueños, a los alucinados, esos afiebrados
seres que (sin brazos y sin labios) constataron siempre que Chimbote es más
azul y antiterrestre que ninguna otra ciudad del planeta. Hubiésemos buscado un
buen cebiche y recorrido la comarca entera, apagado la sed en bares subterráneos
y liberado a los pájaros cautivos atrapados entre las ramas de los árboles, hubiésemos
hablado de libros y proyectos editoriales, escuchado de nuevo el canto de las
olas.
Pero hay mañanas que se tornan
noches oscuras en el corazón de quienes pronuncian tu nombre, Jaime; días en
que el silencio circula y se instala con triste insistencia en quienes saben
del papel y la tinta, de la lluvia y el mar. Hay amaneceres en que el océano se
desasosiega, en que la vida, el entusiasmo, la esperanza y la fe, son
expectoradas hacia el exilio, como si el dolor (ese círculo infinito que palpita
ahora en nuestros cuerpos) se alzara sobre todos nosotros como el verbo
adecuado para nombrarte.
Hay mañanas, Jaime, en que
Chimbote amanece convertido en un gigantesco pecho inflamado en cuyo fondo los
poetas de Isla Blanca, la muchachada de Río Santa Editores, tu familia entera y
los vecinos, más una legión de lectores, escritores, profesores y amigos del
puerto, sufren y lloran dondequiera que estén. Hay días en que la muerte es el
martillo lacerante que aniquila nuestros sueños, Jaime, avivando el abismo, las
correntadas terribles de los ríos que inundan las tierras del Santa arrasándolo
todo, exterminando la alegría. Hay horas en que los libros tiemblan y se
deshojan, en que las bibliotecas del puerto se estremecen, y la tristeza –cual
cascada hacia el despeñadero- deja rodar nuestras lágrimas sobre la tierra
desnuda que nos ha visto nacer y nos verá extinguirnos.
Hay momentos, Jaime, en que como
ahora, vinimos para abigarrarnos alrededor de tu memoria y de tu gente.
Instantes en que es imposible no mostrar este semblante de escritor a quien
carcome sonora e inevitablemente el fuego de la madrugada inminente, garganta oscura
que nos devora. Momentos en que asistimos al latrocinio de la muerte que nos
arranca, que se lleva tu vida de nuestra existencia.
Al otro lado del río, Jaime, estoy
seguro habrás de continuar editando manojos de papeles -escritos y borroneados-
recogidos de las calles, construyendo una pared y una biblioteca inexpugnable con
los volúmenes que separan la ignorancia de la luz, levantando torres de
palabras, extendiendo el brazo hacia el alba en señal de victoria. Al otro lado
de la vida, compartiremos pronto una sopa yunca (para matar la resaca),
volveremos a salir de gira libresca y cultural por los pueblos olvidados de
Áncash, instalaremos estantes de libros en las plazas, toldos nuevos para
protegernos de la lluvia, presentaremos libros en más burdeles y le sonreiremos
al destino. Al otro lado, Jaime, sí hay lectores: allá están Juan Ojeda,
Antonio Salinas y Marco Cueva, viejos camaradas, chalaneros inmortales que simplemente
nos llevaron la delantera.
Está amaneciendo, despunta el
nuevo día en el puerto y hace frío. Más tarde te llevaremos a San Carlos para
que te despidas de San Judas Tadeo. ¿Después?, a Pizarro, como es obvio, al
sur, al lugar donde has de descansar para siempre.
Adiós Jaime, ‘chimbotano hasta
las lágrimas’, viejo amigo y hermano, nunca te olvidaremos.
Augusto Rubio Acosta