Fernando Cueto Chavarría
Tienes que conocerlo, me dijo Hugo
Vargas Tello a mitad de un ceviche; con él vas a congeniar de inmediato. Esa
misma tarde lo fuimos a ver y, la verdad, me quedé desconcertado: vestía un
pantalón de franela roja desteñido y una chompa raída, deshilachada por las
mangas y el cuello, y tenía la barba crecida y los cabellos entrecanos tan
alborotados que parecía que nunca habían conocido el peine. Pensé que Hugo me
había jugado una broma, y ya estaba por retirarme, pero el hombre, después de
estrecharnos las manos, se echó a hablar. Y hablaba como un iluminado, como
alguien que creía tener la verdad y tenía prisa en contarla. Y hablaba
solamente de libros, de obras pasadas, recientes y futuras, de las que ya había
publicado y de las que pensaba sacar más adelante. Luego pasamos a la
trastienda, y sufrí un deslumbramiento: las paredes tenían estantes atiborrados
de libros, las mesas estaban llenas de libros y hasta en el baño había cajas
repletas de libros. Entones sonreí complacido y me dije a mí mismo: esta es la
persona que estaba buscando.
Al día siguiente, muy temprano, sonó
el teléfono de mi casa. Era él; seguía hablando de libros. Quedamos en vernos
ese mismo día, en la tarde, en el
restaurante La Gitana. Y,
al caer el crepúsculo, ya estábamos sentados a una mesa, comiendo anticuchos y
tomando cerveza. Hablamos de todo: de nuestras vidas, de nuestras pasiones, de
nuestros autores y libros favoritos; y en eso, como una revelación, llegamos a José
María Arguedas y sucedió algo increíble: como un relámpago, nos miramos a los
ojos y nos reconocimos hermanos, los hijos perdidos del gran andahuaylino. Habíamos
tocado nuestra fibra más sensible, habíamos llegado a nuestro punto de fusión.
Horas más tarde salimos de La
Gitana abrazados, ebrios y felices de habernos descubierto,
dichosos de sabernos iguales.
Así empezó todo. Jaime Guzmán, el
loco del puerto, me invitó a colaborar en la revista Los Zorros -a presentar un poema, un artículo o una narración cada
quince días- y, a la vez, me propuso publicar mi primer poemario y me animó a
terminar una historia que tenía dispersa en capítulos inconclusos. Para ese
entonces él ya había publicado la novela Banchero,
los adolescentes años 60 de Chimbote, de Guillermo Thorndike, y el libro de
cuentos Las islas blancas, de Julio
Ortega, y se encontraba dominado por una especie de locura frenética que, a la
larga, lo llevaría a publicar libros de Óscar Colchado, Antonio Salinas, Miguel
Rodríguez, Augusto Rubio, Ítalo Morales, Braulio Muñoz, Francisco Vásquez, y a
demostrarnos a todos que, en el fondo, estaba más cuerdo que cualquiera.
La presentación de mi poemario Labra Palabra coincidió con la de la
novela Leyenda del Padre, de Miguel
Rodríguez, y fue una noche apoteósica. Jaime Guzmán había comprometido, para
que presentaran los libros, a Oswaldo Reynoso, Washington Delgado y Miguel
Gutiérrez, los mayores exponentes peruanos en narrativa, poesía y crítica
literaria, respectivamente. Y, como no podía ser de otra manera, el restaurante
La Cochera, el
local de la presentación, estuvo abarrotado de gente, de hombres y mujeres que
ocuparon todos los rincones, incluso hubieron personas que, de pie, rodearon
como un enjambre la mesa de honor y muchas otras que atisbaron el espectáculo desde
las ventanas, paradas en la vereda. Horas después, cuando pasó el alboroto,
Oswaldo Reynoso me confesó, un tanto conmovido, que nunca en su larga y
trajinada vida, ni siquiera en Lima ni en todo el Perú, había vivido una
experiencia igual, esa fiebre colectiva por escuchar la palabra de los
escritores y saber de sus libros.
Esa noche me di cuenta de que algo
estaba cambiando, de que Jaime Guzmán había abierto las compuertas de un
fenómeno que sería imparable. Por primera vez, a lo largo de toda la historia
de este país, los principales escritores y críticos literarios, afincados en
Lima, habían volteado los ojos y se habían dignado a ver lo que sucedía en el
interior, en las provincias. Y lo que descubrieron les golpeó la cara como una
bofetada: allí, en las entrañas mismas de la nación, había una hormigueante actividad
cultural, una producción literaria que se mantenía siempre viva, firme e
imperecedera a pesar de los larguísimos años de olvido y postergación. Y
entonces, ellos mismos, los limeños, cayeron en cuenta de que, en realidad, eran
provincianos y que la mayor parte de la producción literaria capitalina la
habían escrito los hombres venidos del interior del Perú.
Pero Jaime Guzmán no se detuvo; en
verdad, nunca supo estarse quieto. Continuó publicando obras desde su
trinchera, desde su editorial chimbotana, y fue actor principal en las ferias regionales
de libros e impulsó, adelantándose a las políticas gubernamentales, el plan
lector en los colegios. Y, aunque yo no sabía leer los augurios del cielo, un
día, de improviso, él me plantó una mirada de alucinado y, entre risas, me dijo
que podía vaticinar el futuro y que, a pesar de que yo mismo no lo creía, él me
veía publicando libros y convertido en un verdadero escritor.
De hecho, fue la primera persona que
creyó que yo tenía cualidades, si es que las tengo, para escribir. Y fue
gracias a esa fe que él le ponía a las causas perdidas, a su obstinación y
perseverancia, que publicamos mis dos primeras novelas Lancha varada y Llora corazón. Para mi tercera novela, Días de fuego, él mismo, en un
desconcertante acto de desprendimiento, me dijo que mi obra merecía difundirse
en un ámbito mayor, que necesitaba salir de Chimbote, y se comprometió a
publicarla, en coedición, con la editorial San Marcos, de Lima. Más adelante,
cuando le enseñé el borrador de mi cuarta novela, Ese camino existe, Jaime se sinceró y me dijo que ya no podía
publicarla, que ese libro merecía otro tratamiento. Y fue él mismo quien me
animó, casi me conminó, a presentarla al premio Copé, diciéndome que estaba
seguro de que yo lo ganaría y que, el día que se dieran los resultados, él se
bañaría calato en la pileta de la plaza de armas de Chimbote.
No se bañó calato, pero, en marzo
del año pasado, cuando lo llamé por teléfono para darle la buena noticia, él no
podía hablar; ya estaba enterado, y lloraba como un niño. Esa noche nos
embriagamos y juramos que seguiríamos publicando libros, que no nos
detendríamos hasta ganar todos los premios literarios habidos y por haber. Esa
noche nos fuimos a dormir soñando que habíamos ganado el premio Nobel.
No sé qué pasó después, cómo es que
el tiempo avanzó tan rápido y nos hizo una mala jugada. Yo estaba escribiendo
mi última novela -la que recién acabo de concluir-, y él se mostraba
entusiasmado, animoso con los avances que le iba dando, pero un día de fines de
diciembre, me llama a mi casa y me dice que tenía algo que decirme. Nos
encontramos en el centro de la ciudad, a las 9 de la mañana, en una cevichería
que recién estaba abriendo, bajando las sillas de las mesas. Allí pidió una
cerveza y me dijo así, de sopetón, que ya no le quedaba mucho tiempo de vida y
que los proyectos que habíamos trazado se quedarían truncos. Yo le dije que no
se bromeara de esa manera, que no dijera esas cosas; y él me replicó que estaba
hablando en serio, que él sabía por qué me decía todo eso.
Después todo ocurrió a una velocidad
increíble. Una mañana, en febrero de este año, Marina, su esposa, entre
lágrimas me confirma que Jaime estaba grave en Lima, luchando en desventaja contra
el cáncer. Y yo me quedé perplejo, pensando que él lo había previsto todo, que
el gran lector de los designios del cielo había vaticinado su propia muerte. Y
ya no pude salir de mi asombro, me quedé pasmado, enceguecido, con un nudo en
la garganta y una sombra de incertidumbre delante de los ojos. Hasta ahora, en
que, a un mes de su partida, el panorama se me despeja y la voz se me aclara un
poco, y recién puedo decirle lo mucho que lo apreciaba, la suerte que tuve de
encontrarlo en mi camino y cuán agradecido estoy por todo lo que hizo por mí.
Esto era lo que quería decirte,
Jaime Guzmán, esa era la voz que te debía, deshacedor de entuertos de mi
pueblo, lo que no pude decirte en su momento, mi Quijote, y preguntarte, de
paso, ¿por qué te fuiste, compañero, así tan de prisa y desarmado, sin adarga
antigua, rocín flaco ni galgo corredor?
Un Quijote inmenso, cuya partida aún lamentamos quienes en algún momento fuimos deliciosa y frenéticamente envueltos en su febril pasión por conocer lo nuestro y revisar nuestras entrañas porteñas para amar a Chimbote a partir de las letras. Te extrañamos Jaime.
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