Augusto Rubio Acosta
¿Somos
cada uno de los periodistas buenas personas?, ¿estamos orgullosos de nuestra
profesión y de lo que resulta de nuestro ejercicio?, ¿tenemos un sentido de
misión en la vida, en la profesión?, ¿estamos dispuestos a una entrega total?,
¿qué tan apasionados somos de la verdad?, ¿qué tan autocríticos somos?,
¿elaboramos y compartimos conocimiento?, ¿tenemos un objetivo?, ¿tenemos sentido
del otro, en tanto desconocemos o destruimos al otro y nos deshumanizamos en
ese camino?, ¿somos independientes?, ¿tenemos credibilidad?, ¿mantenemos
intacta nuestra capacidad de asombro?
Cada día
que pasa, los periodistas tenemos la oportunidad de cambiar algo de la sociedad
en que vivimos. Sin embargo, hace tiempo que la crisis del periodismo y
las deformaciones en su ejercicio se han convertido en lugar común. Años que se
habla y debate en el ámbito académico sobre la desaparición de la profesión como
la conocemos. Tiempo que se señala con el dedo a los malos periodistas, a
quienes denigran la profesión, así como se reconoce a quienes hacen honor al
apostolado, a su forma de vida. Y es que no se puede negar que -desde hace
mucho- la mayoría de periodistas han dejado de cumplir con su función principal
e intrínseca: acercar a los ciudadanos la información necesaria para que puedan
tomar mejores decisiones, orientarse en la vida pública, conocer aquello que no
pueden vivir en forma directa y controlar (fiscalizar) a quienes ejercen el
poder.
Antes, hace muchos años atrás, los periodistas
garantizábamos la salud del sistema democrático, pero ahora –como están las
cosas, con el periodismo que ejerce la mayoría de medios del sector- lo ponemos
en peligro. Las formas de presentar y relatar los acontecimientos noticiosos
son ahora insuficientes, el lenguaje periodístico dice poco, dice nada o
esconde y distorsiona la realidad. En las redacciones de estos tiempos, las
áreas de publicidad de los medios de comunicación (y sus clientes o
anunciantes) pretenden imponer (e imponen mayoritariamente) su agenda:
entretenimiento, farándula contaminada con hechos políticos, contenidos de
dudoso aporte educativo, social,
cultural y periodístico, incapaz de anticipar las crisis sociales. Y
aquí la influencia de los medios como factores de poder, la precariedad laboral
en muchas empresas informativas y la complejidad creciente de la realidad
política y social, hacen que los principios que caracterizaron al periodismo
desde su constitución como actividad autónoma hace más de un siglo atraviesen
un período de graves cuestionamientos y redefiniciones.
Sin embargo, desde el punto de vista de la
autocrítica de los periodistas y sus medios: cero. Existe la necesidad y la
urgencia de generar cambios que determinen transformar la profesión en lo que
se supone debería ser: la búsqueda constante de un periodismo más útil
socialmente, uno de calidad que –aparte de conseguir relatar las noticias de
forma diferente y con veracidad- sea más provechosa para la ciudadanía. ¿Cómo
hacerlo? De diversas formas. Primero dejando atrás formatos y géneros
anquilosados en el tiempo, generando un periodismo situado en la realidad
social que debe escudriñar, comprender y relatar en toda su complejidad, para
que el ciudadano pueda resolver sus problemas y concretar sus aspiraciones
sociales legítimas e inexcusables.
Regreso a la semilla
Otra de las formas de transformar la profesión
sería volviendo a los orígenes. Redefinir qué es el periodismo, distinguir
quiénes son periodistas y quiénes deben recibir otro nombre para calificar su
actividad; de igual forma dejando en claro cuál es la tarea específica que el
periodismo cumple en una sociedad determinada y cuáles son sus principios
básicos; pero sobre todo: construir una visión ética compartida sobre el
ejercicio de la profesión, que conserve los estilos y la pluralidad como
riqueza básica de nuestra actividad.
El investigar, chequear y reconfirmar la
información antes de soltarla al viento mediante su publicación, es básico y
urgente. Recuperar dos nociones elementales en la actividad periodística: la
información entendida como bien público y una noción personal de la ética
profesional, es prioritario en los tiempos que corren.
La materia prima del periodismo siempre ha sido
un material altamente sensible y frágil, motivo de disputa de los poderes
públicos, mercancía valiosa. Precisamente, por ser bien público, la información
le pertenece a todos los ciudadanos tanto como les corresponde la educación, la
salud, la justicia y un medio ambiente saludable, pero solo si se les aborda
como temas relevantes y verdaderos, no deformados. Por eso la ética es el valor
central de la práctica del periodismo. Por las funciones sociales que cumple en
una sociedad democrática, el periodismo tiene una vinculación esencial y
constitutiva con la ética.
Periodistas y medios tienen su principal juez en
los ciudadanos, ante quienes deben dar cuenta de la responsabilidad que
contrajeron con la sociedad al hacerse cargo de la tarea de buscar y difundir
información. Pero como bien sabemos (y le consta a casi todos) la teoría choca
inmediatamente con múltiples obstáculos en cuanto se aplica en la práctica
cotidiana. Así, los principales dilemas éticos de los periodistas no están ya
en los valores que se enumeran en los códigos deontológicos. Por el contrario,
los problemas éticos fundamentales son de origen interno y derivan de la
inédita crisis de identidad que atraviesa la profesión. Con la independencia y
la veracidad convertidas en principios vacíos de contenido (o reemplazados por
la primacía de los intereses económicos y políticos de los medios y su necesidad
de generar ganancias), la propia función social del periodismo se desdibuja.
Más aún, no muchos informadores podrían hoy responder quién es periodista o
para qué sirve el periodismo en una sociedad democrática. Y eso es muy triste.
Incorporar una conciencia ética y un
convencimiento íntimo sobre las implicancias que tiene la tarea de informar,
que oriente el trabajo cotidiano y permita procesar las presiones a las que la
profesión está sometida, se hace entonces imprescindible para todo periodista
que se respete. Olvidarse de la reflexión se ha hecho común en las redacciones,
la mayoría se limita a cumplir la tarea y a retener el puesto de trabajo, se ha
renunciado a la responsabilidad social intrínseca a la profesión, y se continúa
erosionando el mayor capital que tenemos los periodistas y lo único capaz de
protegernos en épocas turbulentas: la credibilidad de los ciudadanos.
Uno de los valores centrales para distinguir a un
periodista de quien no lo es debería ser su comportamiento responsable en la
búsqueda de la información, la construcción de los relatos y su difusión a los
ciudadanos. Más allá de los problemas de los comunicadores, los periodistas
somos parte activa de la reconstrucción de la ciudadanía, de la sociedad en que
vivimos. La profesionalidad de un buen
periodista se construye sobre un ser humano, es algo imprescindible a la hora
de pensar en la profesión. En conclusión: la ética consiste en el desafío que cada ser humano lleva
consigo de ser excelente. No lo olvidemos.
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