De la
media docena de conceptos que la Real Academia Española tiene para “cimarrón” (voz
que el autor de este libro usa de vez en cuando para referirse a sí mismo) tendríamos
que escoger -si hubiese que escoger algunas definiciones que permitan
identificarlo- “marinero indolente y poco trabajador”, “animal doméstico que
huye al campo y se hace montaraz”, “animal salvaje no domesticado” o
“esclavo que se refugia en los montes
buscando libertad”). Sin embargo, como sé que Augusto Rubio no puede ser lo
primero (porque la indolencia y el poco trabajo le son indiferentes) ni un
animal doméstico o mucho menos animal montaraz, colijo entonces que es posible
que se autodenomine cimarrón por considerarse “esclavo que se refugia en los
montes buscando libertad”. Y es que este libro podría ser -de muchas formas- el
monte al que se refiere, uno en el que flamea su bandera, en el que deposita su
ideario y mediante el cual restablece ese contacto consigo mismo (que por
instantes pierde).
Conocí al
autor de este libro cuando alguna vez coincidimos en una redacción de
periódico. Y la relación amical, como es natural, viró directamente hacia los
libros porque estábamos (y estamos) convencidos de que al escritor no lo mata
el periodismo sino el hambre y la locura. En ese entonces creía, ingenuamente,
que el periodismo mataba al literato y que éste -incauto de su destino-
permanecía en un secuestro perpetuo; pero después de leer estas crónicas, he llegado a la conclusión de
que entre la literatura y el periodismo la única distancia existente está en
las notas comunes y corrientes. Porque la crónica, como bien señala García
Márquez, finalmente “es un cuento que es verdad”.
De
Augusto se sabe que escribe poesía. Lo sabe el que ha accedido a sus tres
poemarios, el que navega y encuentra en la web sus poemas dispersos de Heraud y
de la nostalgia portuaria, lo saben quienes lo han visto en recitales de poesía
en diversas ciudades, los que estudiaron con él en San Marcos, los que
marcharon en las protestas de finales de los años noventa contra la dictadura
fujimorista, y aquellos que ha hallado en La Cachina de su ciudad natal (paradojas de la vida)
algún libro suyo. Sin embargo, muy pocos conocen que el autor de este libro es
narrador, uno que es hijo putativo de Ribeyro, de los indigentes, de los mudos
que hablan a través de su pluma, de los marginales crónicos a quienes alguna
vez colocó un micrófono junto la boca y empezaron a hablar. Como narrador, Rubio
publicó el libro de cuentos “Avenida indiferencia”, volumen al que solo accedí
mediante una fotocopia miserable. Y en sus ficciones (en sus mentiras) él tiene
clara su voz narrativa, aunque nunca tanto como en “Mundo cachina”.
Taciturno,
embutido en su escritorio, con su camisa a cuadros (como en los años grunge) y
su ‘cabeza de libro’, compartí con el autor una temporada en una redacción de
periódico en la que desde el principio (casi inmediatamente) entablamos una
amistad que con el ir y venir de los años (y los libros) seguirá siendo
entrañable. Sus maneras lánguidas, su modestia y una ironía solapada, son
algunas de las particularidades personales que podría rescatar de este autor cuyo
volumen ahora comento porque constituye su impronta, su justificación ante la
vida.
La segunda
edición de “Mundo cachina” representa un nuevo paso adelante del autor por las
aristas que el periodismo y la literatura encierran. Este libro recoge crónicas
publicadas, durante el periodo
comprendido entre los años 2002 y 2009, en diversos medios escritos del país como
La Industria,
Correo, La Primera,
Variedades, Caretas, así como en diversas web especializadas del extranjero. En
la crónica es donde el autor ha encontrado su voz narrativa, donde se le siente
cercano así como ajeno, donde ahonda en la condición humana a través del lumpen
y su renegado destino. Augusto es hijo putativo de Ribeyro, quizás solo en
su temática mas no en su lenguaje, el mismo que sorprende por su oralidad, por
cómo hablan sus personajes, por la facilidad con que expone el dialecto de la
calle, del hincha del equipo de fútbol, del migrante trastornado por el nefasto
terrorismo, de la sindicalista que lucha por los derechos universales, del
ladrón arrepentido de su destino. Ribeyro, al contrario, es un escritor muy
apegado al lenguaje correcto y al estilo del cuentista decimonónico. Augusto
apuesta más bien por la informalidad que las formas del callejón imponen, sus
crónicas gozan así de mayor veracidad y se tornan más reales para el lector, el
cual se siente atrapado por un amasijo de jergas y metáforas, de sabiduría
popular y lenguaje coloquial.
“Mundo
cachina” -en ese sentido- es rebeldía e intrepidez, lisura, putamadreo y
reunión de renegados sociales, es el Chimbote jodido y Zavalitas vargallosianos
esparcidos como seres entrañables, es también periodismo y lucha por los
derechos humanos, idealismo político y calle, la misma que se desborda a través
de estas páginas, dejando al descubierto una urbe sepultada por el progreso
económico, los ahogos sociales y la ausencia de derechos. Cada ciudad del Perú
tiene su mercado de pulgas (La
Cachina), espacio marginal donde se comercializan productos
al margen de la ley: videojuegos en desuso, ropa desvencijada, alimentos de
dudosa procedencia; pero también es el lugar donde el achoramiento se aglomera:
gente de barrio, de jerga y jerigonza, de navaja y cuchitril. Las crónicas aquí
reunidas están contadas con cierta sordidez y crudeza, con violencia, son
producto de estertores propios y ajenos.
Una de las
crónicas (Con el nudo en la garganta), ganadora del Premio Nacional de
Periodismo CVR + 5, nos da una idea de lo importante que es recordar nuestro
pasado, lo impropio de su negación y lo terrible que fueron los años
subversivos para el país. Cuando le pregunté al autor por ‘Zapatazo’, su rostro
se tornó ceñudo y adquirió la solemnidad que sostiene en los días de trabajo.
Me habló de un joven migrante ayacuchano con quien dialogaba en algún lugar de
Pueblo Libre y al que todos trataban mal, pero con quien el autor (ávido desde
entonces por las vidas ajenas) conversaba trataba de conocerlo a fondo. De ahí
que esa crónica, quizá una de las más sentidas del libro, encarne la melancolía
de los años noventa, el sentido trágico de la existencia que los peruanos
tuvimos que sufrir, algunos incluso más, como Hernán Mayhua (protagonista de la
historia).
“Mundo
cachina” no solo es un libro sobre los “mudos” de una nueva generación, sino
también textos periodísticos comprometidos. La realidad que nos muestran estas
historias no descansan solo en el éxito y el deseo de superación, también hay
tristeza y derrota, cosas que la buena literatura (en este caso el buen
periodismo) hacen coincidir como sentencia única: no hay felicidad en los
buenos libros. En estas historias se desborda también la efervescencia juvenil,
como sucede en “Con una ayudita de los potrillos”, el partido de fútbol en el
que Alianza Lima salva a duras penas la categoría y se mantiene en primera
división. Quizás la escena más objetiva, el juego en sí, queda de lado en esta
historia para dar paso a la tribuna, a los hinchas procaces, al alboroto de los
vendedores ambulantes y del estadio en general. Exhala aquí la voz del barra
brava ofuscado por su equipo en peligro de descenso.
Es necesario
mencionar también las crónicas donde Augusto despliega una especie de
solipsismo. Porque desde ese punto de vista (en primera persona), desde su yo
crónico y marchito, es desde donde se juega la contigüidad del escritor y el
lector; una proximidad que vista por el sujeto que se mudó muchas veces y
sufrió con los extravíos, que ingresó a un periódico y quiso escribir de puta
madre, al que le resbalaron siempre los políticos con su hipocresía y el
sistema filisteo por excelencia en que parasitan, y que como lector compulsivo
huaqueó en muchas bibliotecas, llega a elaborarse no solo un ejercicio
literario meramente subjetivo, sino también una situación universal en la que
distintos letra heridos se verán a sí mismo como lo que son: otros cimarrones.
Así, este libro
abre ciertas puertas: suelta las atávicas formas del cronista de verbo
exquisito, envolviéndose con la democracia de la palabra impuesta por el
‘faite’ común. ¿Contribuye ello a que la calidad de sus crónicas se
desmerezca?, ¿acercarlas al lenguaje coloquial le resta, cualitativamente,
méritos? Creemos que no, porque en la universalización, en sus formas
cosmopolitas de acoger el lenguaje de la calle como una representación más de
nuestra condición, está retribuida la eficacia de su técnica. Son saltos en el
tiempo, imágenes impresas en la prosa y planteadas como en sus poemas, saltos
cualitativos (entre otras técnicas narrativas) que hacen de “Mundo cachina” no
solo una trepidante manera de narrar, sino una universal manera de acoger lo
que por antonomasia podría ser catalogado como vulgar. Es, simple y llanamente,
un poco de periodismo gonzo: revolverse en la mierda y escribir desde ahí
nomás, calentito.
No obstante,
hay quien podría creer que este derrotero de su lenguaje callejero es novedad.
Para el avisado, para quien ya ha tenido un conocimiento de su poesía, el autor
ha trabajado desde antes estas formas de lanzar la palabra procaz cuando ha
sido conveniente. Su prosa, aparte de violenta y fresca, resulta una especie de
discurrir metalero (por antonomasia vehemente y agitado), de pogo y camiseta
sudada. Así como Cabrera Infante supo enhebrar los sones cubanos con su estilo,
y Cortázar el jazz para librarse de la retórica, Augusto Rubio incorpora
ciertos movimientos del rock o el metal en su prosa, es por ello que a veces
resulta estremecido en su estilo. Abandonado a veces al juego, muy propio de la
jerigonza del barrio, el autor explora los resquicios de cada dialecto juvenil
y los hace suyos no solo a través de sus personajes sino también con su propia
voz narrativa.
¿Qué nos
queda entonces tras la lectura de “Mundo cachina”? La madurez del escritor, del
periodista y del ciudadano de a pie. A lo largo de su vida profesional, Augusto
ha procurado siempre darle voz a quienes caminan bajo el sol punzante de la
ciudad y se indignan con la miseria política y social que acontece a nuestro
alrededor. Quedan aquí un puñado de crónicas que generan no solo entusiasmo en
los lectores, sino también escozor en los puristas del lenguaje. Nos queda
además una pregunta: ¿Es “Mundo cachina” solo un orbe reciclado, marginal y
roñoso, pero asimismo un mercado de pulgas para el autor?, ¿acaso no estará en
este instante Augusto merodeando por ahí entre los recodos, tras los enseres
usados, hurgando en los libros pirata apiñados en un rincón, como un roedor que
escarba y escarba tras sus lecturas favoritas, en su propia Cachina, como pez en
el agua?
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