Augusto Rubio Acosta
Por las tardes,
como a las cinco, cuando las efímeras lluvias del verano cesan después de
anegar nuestro pasado, las calles, los tugurios, las avenidas donde alumbran
mis olvidos, certezas y utopías, mis dudas y fracasos (en suma, nuestro mejor
patrimonio), salgo a caminar sin rumbo, me empapo del sol que a esa hora
empieza a declinar en el océano y me pregunto si el poder de mi voz escrita es
inaudible o si es capaz de alterar conducta alguna, diccionarios miserables, la
última mirada mierdosa siquiera (la que manejan los mediocres, por ejemplo).
Por las tardes,
mientras Casuarinas prolonga la siesta, a la hora en que los párvulos pelotean
o se embriagan impunemente en el parque, por la avenida Pacífico esquivo la
caca de las aves, enumero las nubes de esa parte del cielo, corrijo tildes en
los letreros y avisos de los negocios y entidades bancarias, mientras avanzo
raudo entre los claxon y los autos de colores chuchumecones, a la hora en que
los choferes gramputean, las chicas lindas (ricas y descerebradas) toman taxi
hacia ‘El huerto’, y los cojudos de la Policía de Tránsito (como siempre) se
rascan las pelotas.
En el camino,
casi siempre me cruzo con algún chibolo huevón de Buenos Aires que revisa sus
saldos y movimientos bancarios en el cajero automático, ocultando -con la otra
mano- su clave secreta. A esa hora, los mugrosos e inefables mototaxis cobran
caro (es ‘hora punta’), los fumones abandonan los billares y se internan en la
pampa detrás del Argentino (populoso ‘aeropuerto’ de la zona). Mientras avanzo,
los recicladores informales alinean desperdicios en los sardineles (arenados e
inconclusos), uno que otro borracho regresa somnoliento del anfiteatro del
Parque de la Cultura, y profesores desahuciados retornan taciturnos a casa
después de ‘discapacitarse’ para el inminente examen de contrato docente.
En Casuarinas, a
esa hora, los sarnosos de la Bodega López (la más inmunda del distrito y
balnearios) arrojan desperdicios junto al camioncito abandonado por años frente
a mi jato. A las cinco, los gatos chuscos se zampan en los patios, los
metaleros del barrio acuerdan orgi-tonos, y la fauna de intratables y
delincuentes de cuello y corbata que habitan la zona donde vivo se timbran para
elucubrar nuevos golpes, para empujarse cremoladas, y para rajar de las
hembritas y mosquitas muertas del verano.
Por las tardes,
como a las seis, la Plaza Mayor me ve llegar mientras deja de arder el asfalto.
A esa hora pienso en lo estúpido que se ve Haya de la Torre desde el ridículo
pedestal ubicado en Country (no sé qué espera el vecindario para demolerlo). La
tarde aún no ha dicho su última palabra. Ingreso al café de siempre (el de la
absurda campanilla para llamar al mozo) y me zampo un irish coffee. Es entonces
cuando pienso en Nuevo Chimbote, en mis pequeños hijos y en su futuro, en que
todo es fugaz y es viento en esta tierra, en que todo es nada y es río en estas
arenas, y en cuándo dejarán de ultrajar al ciudadano sus fronteras, sus
alcaldes mediocres con medallas dominicales en el pecho, sus cojudos y mal
vestidos serenos, los desconocidos y mayoritariamente inútiles regidores que
siempre tuvo; en fin: toda esa fauna incolora e insípida resignada a los
avatares de los senderos perdidos.
Por las tardes,
como a las cinco, a las seis (ya ni sé qué chucha de hora), miro en dirección
del mar y hacia el más lejano río. A veces -como hoy- me embriago a solas con
chilcanos mediocres que me sirven hembritas bastante en algodón (para qué, no
puedo quejarme); a veces también detengo un colectivo y me voy al centro a dar
vueltas, a desandar mis viejas y parias huellas, a terminar el día leyendo un
libro en la Plaza 28 de julio, junto a su fresco y cálido silencio.
Por las tardes:
luz y tiniebla, el huracán de la vida, estas inútiles palabras.