Augusto Rubio Acosta
Fue en el mar de Pimentel, hechizante siempre debido a su melancolía,
despiadado escenario de momentos huidizos en la memoria que generan
estragos a lo largo de mi existencia, donde decidí escribir un diario,
uno que sirva como carroza fúnebre del tiempo, testimonio, cortejo de
los días perdidos.
Cuando empecé a redactarlo se iniciaba
un nuevo año. Desde el principio fui consciente del riesgo de
manipulación que existía. Jamás pensé en publicarlo, ni siquiera
póstumamente, nunca tuve expectativa alguna de que fuese leído. Quizá el
descrédito de la ficción, la necesidad de redactar apuntes
autobiográficos, meditaciones o notas para mí mismo (para mi
sobrevivencia), me llevaron a internarme en el registro de hechos
personales. La escritura invisible, privada e instintiva, permitió que
otro yo se desgaje del yo que me hacía escribir (sobre todo en las
mañanas), que se separe y me observe cuando era hora de sentarse ante el
teclado, ante el cuaderno viejo o la servilleta, ante cualquier
superficie plana que aguantara mis palabras. Desde mis años adolescentes
anoté cosas que me ocurrían, pero nunca pensé que esa afición derivaría
-con los años y las lecturas- en varias decenas de cuadernos que
señalan mejor la época que me tocó vivir y la distinguen de las vidas
más absurdas que he vivido.
Huella dactilar de la vida que
tengo, que he tenido, el diario me ha llevado a preguntarme –en
principio- si al escribirlo estoy siendo absolutamente sincero. Frente
al mar de Pimentel, sentado en una de las bancas de su añoso malecón,
pensé si no había llegado demasiado tarde a ciertos acontecimientos,
emociones y personas importantes de mi vida o si me había ido de los
mismos demasiado pronto. Todo el tiempo fui un desplazado, un marginal
destrozado en mil pedazos. En el mar caí en la cuenta de que solo mi
diario podía salvarme, recomponerme la existencia.
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