Augusto Rubio Acosta
De
los ejercicios escriturales a los que sometí a los escasos participantes del accidentado
Taller de Escritura Creativa que dictamos el último verano, hay uno del
periodista Jorge Curibanco, del cual tomo prestado algunos párrafos que me
gustaría compartir con ustedes. Se trata de un ejercicio reflexivo -e
intitulado- alrededor del colorido dibujo de un Hombre Araña, imagen que se
encuentra adherida a la pared del búnker que utilizo para escribir, espacio en
el que estoy sentado ahora mismo redactando estas líneas y que, aparentemente,
no tiene nada que hacer (no encaja) con lo que es posible hallar en este
entorno. El antes citado ejercicio, le ha servido a su vez al suscrito para
repensar el acto de la escritura y la relación indivisible que existe con la
defensa de la soledad, del aislamiento y de la felicidad que ello implica.
“Hay un Hombre Araña en la pared. En la oficina -
taller del escritor Augusto Rubio, uno ve todo lo que debería ver en la casa de
alguien que se gana la vida escribiendo: hay libros a montones, un escritorio
con una computadora para escribir, una lámpara que de seguro ilumina sus noches
en vela cuando la inspiración llega, afiches artísticos, tazas de diseño
llamativo, una pintura en la pared y otras más en el piso, postales que
combinan fotos de escritores y paisajes de puertos; pero justo debajo de éstas,
en el filo de una pared que sobresale al costado de la puerta, está ese Hombre
Araña algo barrigón, dibujado con plumón negro sobre papel cuadriculado, probablemente
por un niño (¿quizá su hijo?), que rompe ese clima ‘culturoso’ que se respira
en la habitación. ¿Qué hace ese dibujo ahí?...”
“Observo y observo, pero nada consigue hacerme
comprender qué hace esa figurilla del Hombre Araña en el espacio del escritor.
Empiezo a especular, entonces. Creo que está aquí no por casualidad, sino
porque debe de estar. En este sitio privado, íntimo, el creador literario tiene
todo lo que ama: sus libros, sus pinturas, sus tazas bonitas y también ese
dibujo que le recuerda a esa persona especial que no está y creo fue su
artífice: su hijo, ese niño que sé que existe y todas las veces que he venido
–que no son pocas– nunca he visto. ¿Será eso? Si su hijo no está, sino solo en
la representación de un superhéroe de papel qué él hizo, ¿cuánto debe alejarse
un escritor para quedarse a solas con su mundo y su obra?, ¿cuándo ese
aislamiento deja de ser soledad y se vuelve felicidad?...”
Jorge
Curibanco no lo sabe, pero la noche que escribió los párrafos arriba citados,
el suscrito se hundió en sus más estremecedores recuerdos. Volví a tener cuatro
años, a ser picado por una araña radioactiva una noche de insomnio en Miramar,
hecho que me transfiguró -del pequeño Peter Parker que siempre fui- en el
superhéroe camuflado detrás de un periodista en el Daily Bugle. Volví a
intentar caminar por el techo y las paredes, a lanzarme de la azotea de casa con
la cabeza cubierta con la media roja que compramos una noche lluviosa en
Huarás, consciente de que mi telaraña solo duraba una hora antes de que se
evaporara en el aire…
Leyendo
el texto, el ejercicio escritural, recordé el Hombre Araña de peluche que mi
pequeño Josemaría tuvo los primeros años de su vida. Lo vi arrastrarlo y
patearlo en casa y durante nuestros viajes por la Costa peruana, abrazarlo y
lanzarlo por los aires de manera indiscriminada, jugar con él muchas veces
antes que se convirtiera en artículo decorativo de su habitación a la espera de
ser heredado por Paul, su nuevo, balbuceante y recién llegado propietario.
Leyendo el texto volvieron los mejores momentos en la vida de un padre que
comparte con su hijo lo más luminoso que la vida le ha dado: la lectura, los
libros, las películas seleccionadas y la música que nos fue inherente siempre,
desde que -en épocas distintas- abrimos los ojos al mundo.
¿Cuánto
debe alejarse un escritor para quedarse a solas con su mundo y su obra?,
¿cuándo ese aislamiento deja de ser soledad y se vuelve felicidad?, ¿cuánto
cuesta escribir en la ciudad que tenemos, que ni siquiera es nuestra sino
ajena, que ha sido tomada por las fuerzas más oscuras y la desidia más absurda
de la que tengamos memoria?
El
Hombre Araña en la pared no es sino el más vivo testimonio de que las cosas y
los seres que más amamos en la vida no siempre están junto a nosotros, pero su
recuerdo y memoria –aunque dolorosa- caminan siempre a nuestro lado. Autores
que necesitan aislarse del mundo, hundirse en la soledad para ser capaces de producir
sus mejores textos, hay muchos; el suscrito se inscribe modestamente entre
aquéllos que capturan los pequeños retazos de felicidad de los que está
constituida la existencia, esa extraña palabra que cada día que pasa menos
comprendo, que más me enerva, que más me aniquila.
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