Augusto Rubio Acosta
Me dijeron que en Santa
había un árbol acostado sobre el suelo, uno con raíces milenarias desprendidas
de la tierra y encadenado a la muerte como la lluvia se encadena al mar y el
mar a los poemas que revolotean por los aires alrededor de las velas, en las
capillas ardientes de los pueblos olvidados. Me dijeron que estaba acostado
pero con el tronco intacto, que podía enderezarlo, atarlo con cables,
asegurarlo con fuerza para que esté firme de nuevo. Me dijeron que era un árbol
grande y añoso, que quizá los cables nunca alcanzarían, que probara abrazando
su tronco fuertemente para hacerlo retoñar, que insistiera, que crecería más
rápido que un árbol sustituto.
La caída de los árboles,
a mano de los vientos –les dije- no es justificación para dejar de sembrar. Por
el contrario, sombra y protección es lo que más necesitamos. Podríamos buscar
un área amplia o pequeña, húmeda o seca, alejarnos de edificios y líneas
eléctricas, buscar suelos adaptables y de buen clima, resistir a los insectos, a
las enfermedades y a las plagas, sembrar mientras palpita el corazón y las
tinyas, los charangos y las quenas.
Les hablé de la
necesidad de añadir verdor a la vida, de sumar pulmones a la existencia. En los
patios, en las orillas de caminos, en las antiguas carreteras polvorientas de
Javier Heraud, las mariposas, las higueras, los arbolitos de papel, se levantan
–desde entonces- sin temor de que su copa sea muy grande y que el sistema de
raíces interfiera con tendidos telefónicos. A la hora del deshierbe, el hoyo
más grande y profundo será para el mejor árbol que sembremos. Desde entonces, apretamos
la tierra hasta asegurarnos que no existan bolsas de aire, que el viento y el
agua penetren a la hora del riego, teniendo cuidado de no ahogar la nueva vida
mientras su fuerza irrefrenable nos contagia y nuestras manos se tiñen de barro
a la hora del sol.
Me dijeron que en
Santa, a nuestros corazones hace varias noches se los ha llevado el río. Me
dijeron que la muerte es una herida abierta que nos acompaña siempre, que suele
desangrarse en quienes luchan por la justicia y la educación en mi país. Me
dijeron tantas cosas, mientras los perros ladraban junto al rumor de los
disparos, al furor de las canciones. Me dijeron que en Santa había un árbol
acostado sobre el suelo, por eso vine hoy a sembrar, aunque sea de noche. Por
eso vine de muy lejos y aquí me quedo, en esta tierra descansa Jorge Noriega
Cardozo, aquí también -desde siempre- se hunde mi corazón, mi vida, mi
existencia.
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