Augusto Rubio Acosta
Me lavé la cara y la
desdicha pensando en los abismos, caminé hacia el mar por la Panamericana, y mientras
veía pasar los autos, los pájaros, los patrulleros, cualquier cosa, me pregunté
desde cuándo mi vida era una sombra, una lágrima hirviendo a la mitad de las
infamias. Había despertado y ahí estaba de nuevo mi voz; entre los médanos a
uno nadie lo escucha y se puede hablar, toser, gritar y maldecir; las piedras
se alinean en los bordes del asfalto como la historia, ese libro imperfecto de
rabia y sudor, de sangre y hervor humano, ese rugido adulterado que registra –piltrafa
abyecta- el transcurrir de los días.
Camino al peaje, desde
los últimos ranchos, desde los barrios innombrables donde termina-empieza la
ciudad, los niños harapientos me despidieron desnudos –sonriendo- mientras yo
pensaba en sus pulmones. Una sombra. ¿Desde cuándo las tormentas, los
relámpagos del agua?, ¿qué me hizo inelegible a las estrellas de las playas, a
las dalias vespertinas?, ¿desde cuándo el espanto y las traiciones, el silencio
y la ausencia, las angustias y desgracias, se imponen a la vida y los sueños,
al sol esplendoroso de las plazas, a la esperanza de los hombres?
A la hora de las
flemas, de los escupitajos de los ferchos, de la mermelada en las miradas ebrias
de los coimeros de la Policía Nacional, crucé el peaje raudo como si nada me
importara, como si fuese un hombre extraviado que se alegra de extraviarse
donde nadie conoce ni siquiera sus sueños. ¿Qué habita el corazón de quien
palpita solo, de quien camina hacia el mar con la camisa mal planchada, de
quien decide echarse a andar por la carretera como fantasma en pena que recoge
sus pasos?, ¿qué habita el corazón de mi resaca, de estos huesos secándose ante
el sol inclemente de las playas?, ¿quién grita en el silencio del desierto sin
decir nada, quién busca un espacio entre las nubes y en la arena, para hacerse
sepultar y colocar su crucecita?, ¿qué habita el corazón de las cucarachas
aplastadas, de quienes rompen vidrios y arrojan piedras en las marchas?, ¿qué
habita el corazón de las flores trémulas, de las frutas calcinadas?
A la altura de Besique,
con el sol en la espalda y los camiones de basura como escolta, me detuvo un
patrullero para pedirme mis papeles y tuve que darles mis poemas. Así se llevó
la Policía lo único que traía en la mochila y en mi vida, así se fueron mis
palabras; así me arrestaron, me golpearon, mientras yo los miraba como si no
los viera, como si no existiesen, como si no pensara lo que siempre he pensado
de ellos: la peor escoria de las plazas, la mierda misma de las ratas… ¿Hasta
cuándo pretenderán encerrar mis palabras? -les gritaba- si el pétalo-petardo
estalla ahora en las avenidas y arroja a los cuatro vientos mis ataditos de
palabras, su mejor verdor?, ¿hasta cuándo las mañanas me darán solo el colchón
de paja donde duermo, los pasadizos hediondos de la infamia?, ¿llegará el día
en que vomitaré el pisco y la tristeza, las sombras necias que me arrastran?,
¿llegará el día en que mi garganta destrozada mutilará el hedor de las
mañanas?, ¿escuchará entonces alguien mis palabras más allá de sus desbordados
cielos?
En la soledad más
salvaje de mi encierro, en la hora última -y a los hechos me remito- de pronto
pensé en mis hijos; me vi en sus ojos transparentes, grandes y negritos, en las
brasas de sus pechos de donde surge y se incinera -siempre- mi llanto… Pensé
también en las mujeres que un día me amaron. Recordé las veces que fotografié a
mi musa frente al océano, nuestro deambular por los insondables médanos de la
noche, volví a las veces que dibujó en las orillas del viento, en los campos de
cultivo donde nadie siembra, en las aguas que todo lo devoran, en todas partes,
en la antesala misma del infierno. Pensé además en mamá, que a esa hora debía
estar llamándome desde el primer piso de su casa: ‘Baja, Gucho, ya está el
almuerzo, el lomo saltado se va a enfriar...’ ¿En qué consiste la esencia de
las almas envenenadas, desesperadas y moribundas?, ¿qué hace que el anhelo
último y definitivo, preciso y concreto, esté vinculado a las arenas
clandestinas, a los embarcaderos olvidados?, ¿con qué se embriagan quienes han
recibido la estocada del estribo, los de la línea de fuego, inminente fiambre
de los cochos del muelle artesanal?, ¿por qué se parecen tanto los abismos al
letargo profundo del silencio?, ¿por qué la existencia, la forma de mirar y de
pisar el mundo es cruel con los que aún pescan de noche en la tormenta, ebrios
de tantos naufragios?
Cuando volví a la
pista, mi dolor seguía caminando hacia el mar; la misma vía, el mismo silencio;
era mi voz de nuevo, el mismo temblar. De las ventanillas de los autos, los
párvulos me gritaban: ‘huevón, por qué no chapas minivan’. Al caer la tarde
empezó a llover, y fue entonces que en la línea dorada del horizonte apareció
Tortugas, la curva, la desierta carretera a mi sagrado reino. ‘Aquí estoy, mar,
camarada de siempre; en mi ciudad muchos han muerto perseverando en trabajos
estériles, desaparecieron quienes hacían hablar a los muertos y llorar a los
vivos, se suicidaron quienes interactuaban con el rumor silencioso de las olas
en las playas olvidadas donde el vapor de agua de las nubes se condensa y
precipita para que lo aprovechen las plantas, para que aumenten los caudales de
los ríos, para que se desborden los pantanos y para que se infiltren también en
los suelos. Aquí estoy de nuevo, me rompí la vida en las corrientes
subterráneas de la existencia anegadas por la lluvia que –inevitablemente-
desemboca siempre en tus aguas. Me dijeron que la tristeza puede ser también bonita,
por eso vine a dejarte este poema, pequeña ofrenda a leerse en voz alta y con
los ojos cerrados ante los sordos, ante los ciegos.
He aquí mi contemplación última, mi vida destrozada, mi faz abierta hacia el
cielo.
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