Augusto Rubio Acosta
Anoche te soñé, Plaza 28. Me vi
deambulando alrededor de tus contornos como un enajenado, intentando
hallarme sin querer hacerlo, extendiendo el ‘buenos días’, ‘buenas
tardes’, a los transeúntes y conversando -al caer la noche- con Juan
Leclere, en el Hotel Pacífico, hace casi cien años. Anoche te soñé y
recorrí tus casitas de madera con techo a dos aguas, tus zaguanes y
barandas lustrosas donde apoyarse. Anoche temblé en el amplio patio de
la escuela del profesor Rosales, porque era 1953, se había elegido como
reina de ‘Transición chica’ a mi madre (por entonces de cinco años) y
asistíamos alborozados al colorido desfile.
Anoche,
Plaza 28, caminamos las tres cuadras que unían nuestra casa en Miramar
de tus baldosas maltrechas. Ni siquiera tuvimos que cruzar la
Panamericana Norte para instalarnos en el lobby, donde Leclere nos
esperaba fumando. ‘Construiremos una plaza, la mejor del puerto para que
sea envidia siempre de la Plaza de Armas; construiremos una plaza para
mirar decentemente hacia el mar; el que viene es el año de la
independencia, el primer centenario debe celebrarse como Dios manda…’
La voz del entonces burgomaestre del
puerto se dejaba oír entre el rumor de las olas; al preguntarle por
cifras económicas y presupuestos concretos, al interrogarlo por
supuestas coimas o sobrevaloraciones durante las obras públicas, su
rostro tornose frío y tenso; al terminar el café (un minuto después de
nuestra incómoda pregunta), Leclere se marchó y nos dio la mano (le
hubiésemos dado un puntapié). No tardamos en parpadear cuando –de
pronto– tuvimos delante a Víctor Pérez, su sucesor en el sillón edil y
en las obras inconclusas. Era 1922: ‘Será pequeña pero pintoresca, un
cuarto de manzana bastará para las familias importantes del puerto que
aquí viven; la vista será espléndida desde la esquina de las calles La
Aduana y Ferrocarril…’. Por entonces nada hacía presagiar el desborde
del río Lacramarca en 1925.
Eran las tres de la madrugada y este
cimarrón continuaba soñando. La mayoría de estímulos auditivos (léase el
ruido espantoso de los ebrios comprando cervezas en la Bodega López,
frente a casa, la más inmunda del sur de la ciudad) se mezclaba con los
movimientos musculares lentos de mi cuerpo que indicaban que estaba
inmerso en un sueño ligero. Con la construcción de la cancha de tenis,
de Dalmau (al oeste de la plaza), recién pudo abrirse paso el sueño
profundo. Era 1936 y se empezó a remodelar la manzana N-1 (que en 1945
sería utilizada para levantar sobre ella el Hotel de Turistas).
Anoche te soñé, Plaza 28, le pregunté al
alcalde Mauricio López la razón por la cual trasladó tu pileta a la
Plazuela de Pescadores en 1947, pero el pobre ni lo recordaba. Lo mismo
ocurrió en 1965, cuando a Balcázar Rioja se le ocurrió colocarte aleros
en el centro de tu superficie. Pobres… Y pensar que intentaban ingresar
de alguna forma (a la fuerza, por la ventana) en la historia.
Como a las cuatro y treinta de la
madrugada, el sueño de este cimarrón entró en su fase REM (relajación
total y activación del sistema nervioso central: signos de vigilia y
estado de alerta). Por un segundo, temí que mi sueño se tornara en
pesadilla, cuando me vi asistiendo a la sesión del Concejo Provincial
del Santa, el 7 de octubre de 1980. Era el fin: el impresentable
burgomaestre del momento y su séquito de lacayos de turno, decidieron
cambiarle el nombre a la plaza más emblemática del puerto. ‘Se llamará
en adelante Plaza Almirante Grau, en homenaje al ilustre héroe que se
inmoló en el Huáscar. Que oficien a Pro Marina para que donen la estatua
y organicen un buen almuerzo; ¿mínimo, no?...’
Estaba en eso, cuando de pronto empezó a
filtrarse en mi sueño el piar de los avechuchos australianos que
habitan la jaula en el patio trasero de casa. Ahí nomás, la bocina del
panadero terminó de hacer pedazos el entrañable silencio del alba. Fue
imposible entonces soñar los tiempos idos pero cercanos, los mejores
recuerdos en esa plaza que es parte inalienable de mi vida. La última
vez que fuimos, grabamos entrevistas que nunca publicaremos. El hecho es
que nadie podrá apartar de nuestra memoria los días en que aún no había
derramado siquiera mi primera lágrima (son tantas, demasiadas desde
entonces). En la esquina de la plaza yacía abandonado el triciclo rojo
de cuando éramos niños, ahí estaba mi ciudad abandonada, postergada
siempre, corrupta hasta las lágrimas. Desde esa misma esquina me pareció
ver salir –de la Estación del Ferrocarril– a mis abuelos y a sus hijos
en 1947, estoy seguro que los vi dirigirse con sus bártulos a Miramar y
asentarse en esta tierra para siempre. Desde entonces se habló siempre
del mar en nuestra casa; por las noches –desde mi cama– se podía oír el
estruendo de las olas (rumor que hasta ahora me acompaña).
Es tarde, me acostaré intentando retomar
el sueño extraviado de la víspera. Que una fuerza mayor me llene mañana
el alma. Como un desesperado correré a mirar el mar desde la plaza si
es que el océano (ese gran señor de las batallas) me devuelve mis
recuerdos, mis brazos extendidos sobre el haz ondulante de las aguas, lo
que más necesito. Es tarde, se supone que allá afuera de este búnker
(en la calle) continúa de pie el mundo. Si mañana salgo y lo constato,
no esperen nada: no podrán decirlo (no estarán más) mis palabras.
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