Augusto Rubio Acosta
Ahora que lo pienso (y recuerdo),
pocas han sido las personas que me han obsequiado un libro. Al hablar del libro
como obsequio, me refiero a quienes en verdad son conscientes de que el saber ocupa
un lugar de primer orden en la vida, a quienes valoran el acumulamiento de
títulos en sus anaqueles, a quienes verdaderamente aman las páginas impresas y
encuadernadas (sus olores y contenidos), así como el tiempo que les resta (en
realidad les suma) a sus vidas. Al hablar del libro como obsequio, no hablo de
quienes me alcanzaron uno pensando en la reseña que podría escribir pronto,
tampoco de quienes creen otorgarse cierto plus o status social obsequiando
algún volumen, esas circunstancias patéticas y absurdas que cada cierto tiempo
se han presentado ante nuestros ojos.
Hace unos días me
obsequiaron ‘El otro universo’, poemario de Julio Nelson (edición de 1994); pero
cuando me lo entregaron, inexplicablemente me dijeron ‘te lo presto’… Un obsequio
es un obsequio. En ese sentido, el poemario que hoy disfruto entre manos y del
cual daré cuenta en el viejo blog dentro de unos días, constituye un pequeño
tesoro, sobre todo porque ha regresado a mi después de largos años de haber
sido obsequiado. Anoche, cuando finalizada la jornada cultural a la que asistí me
obsequiaron un ejemplar de ‘Marea Nº 17’, entrañable publicación de poesía que
dirigí en 2004 y de la cual no conservaba ejemplar alguno, me volví a sentir como
cuando me entregaron ‘El otro universo’. Los libros giran, dan vueltas por el
mundo; muchas veces uno los escribe y los edita, los echa al viento, los
obsequia como testimonio de afecto y cariño, los cree extraviados (u
obsequiados) para siempre, pero terminan –de vez en cuando- volviendo a uno.
Y ahora que hablamos de
libros, “el mejor viático para nuestro viaje por esta vida”, según Montaigne, nos
jode que haya quienes los desechan sin contemplación ni reparo alguno, quienes
les cierran las puertas al compartir colectivo, quienes los desalojan de la
sala de sus casas por considerarlos anacrónicos, ‘pocos vistosos’, quienes los
cachinean con total impunidad, olvidando que el regalo de un libro -además de
obsequio- es también un delicado elogio.
La lectura, uno de los placeres más cómplices, rituales y orgásmicos
surgidos de la fecunda amistad, se realiza noblemente -y con frecuencia- a
través del préstamo de libros. La devolución demora (como es natural) demasiado, si es que llega a
cumplirse. Las relaciones humanas, con un libro de por medio, abren el camino
de la amistad, del amor y del conocimiento, otorgándole a sus dueños o posesionarios
un destino propio, un estante, un librero.
En el búnker podríamos
reunir los libros prestados y expropiados en varios estantes. Son títulos que
pertenecieron a amigos cercanos (y lejanos) que el tiempo desterró de manera
inmisericorde. Los estantes podrían seguir engordando si añadimos los libros
expropiados a diversas bibliotecas públicas y privadas a lo largo de nuestra
existencia. De vez en cuando llega alguien cercano a ‘descubrir’ y recordar que
alguna vez tuvo tal o cuál libro, ediciones asombrosamente parecidas a las que un
día fueron suyas. Las múltiples mudanzas que el suscrito ha experimentado han
hecho también su devastador trabajo: hay títulos que nunca volví a ver o encontrar,
y no hablo de pocos, sino de miles de libros los que he extraviado para siempre
a lo largo del tiempo.
Tener los libros de
diversas materias mezclados entre sí en la misma biblioteca, es también una
prueba de amor eterno. Los libros se mudan con sus dueños, envejecen con ellos,
y hasta les siguen los pasos en sus viajes. La biblioteca propia es una especie
de condena irresistible que se comparte con los hijos. Al final, cuando
sobreviene la muerte, los estantes poblados de volúmenes se convierten a veces
en una carga difícil de llevar para las nuevas generaciones.
El suscrito solo desea –para
cuando ya no exista en este mundo- que sus libros (tan viciosamente reunidos,
cuidados y depurados cada cierto tiempo) queden en buenas manos. Anhelo que los
volúmenes que pude juntar en la vida libresca que he tenido no vayan a parar a ‘El
gitano’, a los falsos libreros de la avenida Pardo ni a tanto filisteo que
comercializa libros como si se tratara de papas o camotes. Tampoco me gustaría
que mi fondo bibliográfico fuese donado a alguna universidad o escuela pública
local (las malas experiencias enseñan). En todo caso, lo ideal sería fundar una
biblioteca popular en Miramar o algún barrio cercano, hacer llegar los volúmenes
duplicados a la pequeña biblioteca instalada en la cárcel, conseguir ‘alguien’
(ojalá alguno de mis pequeños hijos) que continúe apasionadamente esta
historia.
Lo más valioso –materialmente
hablando- que he podido conseguir en la vida, son mis libros. Si por A o B
consideras que puedes hacerte cargo o alguna idea genial te asalta luego de
leer estas líneas, envíame un tweet, fonéame al rpm, baja por ‘El carro hundido’
los sábados por la tarde o ven a ‘La resistencia’ para hablar en serio,
chilcanos de por medio.
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