A propósito de la segunda edición de Patio de prisión, el poemario de Jaime Guzmán
Augusto Rubio Acosta
¿Qué mueve a un poeta a sobreponerse a sus conflictos interiores, a sus innumerables sacudidas de insomnio, y a la constante batalla con la palabra y la vida cotidiana, para intentar comprender, descifrar y denunciar el país de los sentimientos, la corrupción y la esperanza que lo embarga y en el cual vivimos?, ¿qué impulsa al poeta a habitar el lenguaje, a deleitarse con su encuadernado proyecto artístico y a visitar con mirada atenta los más sórdidos espacios del mapa cultural de su ciudad?...
La poesía de Jaime Guzmán debería ser evaluada –el suscrito sólo hace reminiscencias desde su insulsa condición de lector vicioso- desde las coordenadas de lectura que el autor, su vida marginal y sus libros, proponen y sugieren. Hacer que el poema viva, sea leído y recordado, haciendo bello lo aparentemente “malo y feo”, mediante un sentido poético e ideológico distintos, constituye toda una hazaña: el acto heroico de comunicar una vida, una sensibilidad y una imaginación nuevas, más allá de los experimentos y la sofisticación de las imágenes verbales.
El tiempo inmóvil
A Jaime Guzmán lo conozco cronológica e intemporalmente. La primera vez que lo vi y hablamos (aunque quién sabe si lo recuerde) fue en 1999. Desde entonces han sido innumerables los cafés, las tertulias, los viajes, las lecturas de poesía y las presentaciones de libros; inolvidables, festivos e innombrables, los bares y antros que hemos visitado. Porque ha de saberse que el poeta que nos convoca en estas líneas habita siempre en la frescura de la noche osada, se regodea en la irreverencia y el qué dirán de la gente del puerto, y se ha acostumbrado a obeceder a sus instintos y a ese persistente demonio que asalta siempre a turbamulta su capacidad creativa. Jaime está motivado siempre –sus poemas así lo atestiguan- por sus propias pulsaciones, por ese bálsamo de la nostalgia que en ocasiones se torna un río desbocado, y por el limpio dictado de emociones que a menudo retan la pudicia, el establishment y las acartonadas mentes de cierta gente en la ciudad.
En materia lírica, el poeta acostumbrado a decir “la vida es breve” y a embarcarse de cuando en tiempo en el cada vez más famoso “tour cultural” hacia el prostíbulo de Chimbote (en la ruta de José María Arguedas), ganó en 1978 los Juegos Florales de Poesía de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, con un libro cuya primera edición apareció en 1981: Patio de prisión. De 1984 y 1987 son las plaquetas En la plaza y Los palaciegos; esta última, sonora cachetada al poder político y a esa rara especie humana que a punta de halagos e incienso se aferra a la cresta de la ola y a su propia vanidad.
Pero Jaime, quien publicó en 1988 Las muchedumbres, se dedicó también al periodismo de opinión y al periodismo cultural, publicando en La Prensa, El Faro, Diario de Chimbote y Diario La Industria de Chimbote, artículos diversos sobre el quehacer lúdico del puerto. Se dedicó además a empujar el carro del trabajo cultural desde el Grupo de Literatura Isla Blanca –al cual se integró en los setentas- y a la edición de innumerables libros a partir de la fundación de su propio sello editorial, el más pujante y productivo del interior del país: Río Santa Editores.
Así, los nuevos títulos de su producción poética fueron cayendo: Lugar de nacimiento (1990), En la otra orilla (1998) y la segunda edición de Patio de prisión (2005) de la cual ahora nos ocupamos. Poesía intensa, coloquial y citadina; un cúmulo de fino y fresco lirismo surgido de ese mar de papeles a donde se sumerge a diario el poeta (basta sólo ver su oficina para constatar de lo que hablo), preso de sus penas, alegrías y emociones, pero aferrado con fuerza a la tabla de salvación en que consiste su existencia: la escritura.
Patio de prisión: filiaciones y extravíos
Dividido en cuatro partes que transcurren en la epidermis citadina, Patio de prisión se constituye en un vivo y permanente diálogo entre el poeta y los posesionarios de su querencia (entre hallados y no habidos), en el registro existencial de un transeúnte que va y viene “De la Colmena al Parque Universitario…” con la misma pasión vital y lucidez con que sus palabras nos acercan a la secreta fuente de la juventud adonde en algún momento nadó y se bañó el poeta, bebiendo a raudales de sus aguas cristalinas.
El acendrado lirismo que atraviesa la mayor parte de los poemas del libro, se torna volátil y gaseoso cuando el autor se echa a hablar con la limpieza que la calle y la urgencia del amor le imprimen a su dicción. Y entonces Jaime saca la molotov que guarda siempre bajo su camisa chuchumecona, para hacerla estallar en medio de la resaca de sus días, para apagar de una vez por todas la pira palpitante que se yergue a la mitad de sus inviernos, y estaciona su vieja y anticuada carcocha celeste frente a su soledad. Catarsis, le dicen; realismo poético, nostalgia por la compañera de siempre, por la clausura académica y los anhelos de verla. ¿Qué más…?; pues que el poeta –como señala el poema- no sabe hasta cuándo seguirá buscando las veredas calurosamente olvidadas en el invierno de la noche. Por eso, desde estas líneas le decimos: no importa, Jaime, siempre habrá un callejón sombrío donde respirar, siempre un patio (de prisión), una pollada de barrio (somos vecinos), un infierno alegre o los consabidos y populares barracones de la noche –con sus chinganitas abiertas- donde calmar la sed de una buena lectura, las emociones compartidas y la conversa infinita.
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