Un cuento de Jorge Eduardo Eielson
Marta enjugó las lágrimas a María y trató de arroparla con una manta de lana. Sus pies estaban helados y hacía muchos días que no comía. Las canas ponían ya un brochazo blanco sobre su rostro pálido y arrugado. ¡Si ella hubiera podido llevarla lejos de aquel lugar, a un sitio menos oscuro, en donde pudieran vivir libremente! Afuera de la choza, la tierra se extendía llana y vacía; la última gota de Sol pendía de un olivo solitario, amenazado siempre por un golpe de lluvia. Marta encendió una lámpara de aceite, se envolvió en una frazada y trató de reposar al pie de su hermana. Los sollozos de María se habían tornado mecánicos, casi no le dolían. De vez en cuando un silencio insondable llenaba su boca y sus miembros empezaban a temblar agitados por una brisa fina y mortal. Entonces Marta la sacudía igual que a un saco de nueces y sus huesos sonaban hasta que, imperceptiblemente, como a través de un tubo de nervios y de sangre helada, volvía el llanto a su garganta y la inundaba de lágrimas calientes. Marta se sentía fuerte por esto; el llanto perenne de su hermana era su mayor consuelo; a su lado se creía llena de un poder humano que, a su vez, la misma María daba oportunidad para ejercitarse. ¡Qué hubiera sido de la triste y débil María sin la ayuda leal, siempre solícita de Marta! Una sola cosa le dolía a ésta: el amor de María por Lázaro. Lázaro, sin embargo, había muerto hacía mucho tiempo y su triste hermana no cesaba de llorarlo. Pero ahora que las dos yacían en la miseria, ahora que las dos se habían visto precisadas a vivir como animales, ocultas en una guarida sucia y maloliente; ahora que los días giraban a su alrededor sin traerles ni una sola punta de claridad, ahora que todo les era indiferente porque ya no esperaban nada, el llanto de María tampoco significaba nada. Marta estaba convencida que la única novedad entre ellas sería la muerte. La lámpara empezó a vacilar. María lloraba a su lado con la misma naturalidad con que ella respiraba. A través del boquete de la choza, el páramo permanecía en su tiniebla habitual. Ni un solo rumor, ni un dedo de luz; el aire existía apenas en un hilo de respiración fría y quebradiza. Hacía ya varios meses que vivían así. Sólo la muerte de María podría liberar a Marta de aquella covacha inmunda. ¿Y acaso no sabía ella cuál era la causa de su pena? ¿Debía resignarse a esperar que la muerte pudriera el rostro de su hermana en ese mismo lecho en el que ahora lloraba sin descanso? ¿Acaso no tenía allí a Lázaro, oculto en un rincón, como un monstruo repugnante con los ojos en hueco y la nariz comida por el cáncer? ¿Acaso no podría ella levarlo ante los ojos de María para que recordase, con mayor agudeza, que Lázaro había sido hermoso, jovial, rubio y alegre como un riachuelo, antes que aquel hombre moreno le resucitase? Marta decidió acelerar el fin de aquella existencia innecesaria. Ella también había aprendido a amar a la muerte, desde que Lázaro fue arrancado de su sepulcro contra su voluntad. Necesitaba morirse cuanto antes: estaba cansada de esperar, cuando los lamentos de María lo único que hacían era recordarle que ella era la más fuerte y que era inútil resistirse a la vida. Decidió trasladar a Lázaro muy cerca de su hermana, de modo que su aliento fétido y su cara carcomida estuvieran siempre a su alcance. Así lo hizo. Lázaro, sin embargo, se apartó de María y se arrastró hasta la ventana, con la cabeza doblada. Allí apoyó el rostro contra el alféizar y se quedó mirando la nieve con sus ojos acuchillados, su cuello verdoso, sus labios entreabiertos y llenos de pequeños gusanos amarillos. María trató de incorporarse hacia él, pero cayó en el lecho presa de un silencio mortal. Marta no pudo menos que reconocer el dolor incurable de María. Lázaro había sido para ellas la felicidad. Aún le parecía verlo, risueño como un niño, cantando y labrando, él mismo, el campo de una inmensa propiedad que les pertenecía desde la muerte de sus padres. Lázaro construyó allí una casa sólida, rodeada de árboles y flores, sin lujo, pero llena de Sol y de música. Porque Lázaro tocaba el arpa y gustaba de cantar después de las comidas. Marta y María lo habían amado por todo esto, y él no había mostrado jamás preferencia por ninguna. Marta recordaba claramente que cuando su hermano repartía la merienda o dividía los sembríos de trigo, lo hacía con una justicia admirable. Igualmente si alguna vez regalaba unas guedejas o un traje a María, al día siguiente llevaba un presente igual para ella. Muchas veces habían paseado juntos, montados en tres borriquitos dulces y mansurrones. Al fin de la jornada, Lázaro estrechaba, entre sus brazos, un caprichoso ramo de flores. El aroma de la tierra, la claridad caliente y vaporosa de las noches, el ruido del viento en el interior de las hojas y de los frutos, la frescura de la yerba sobre la tierra, todo era para Lázaro objeto de adoración. Marta y María no pudieron dar crédito a sus ojos cuando una tarde, por entre el jardín oscuro, debajo de un durazno cargado de frutos, apareció un hombre de barba con el cadáver de Lázaro entre los brazos. Las dos hermanas asistieron al entierro transformadas en dos estatuas de piedra. La imagen muerta de Lázaro era demasiado dolor, pesaba demasiado sobre sus ojos para que el llanto acudiera. Nada ni nadie podría ahogar ese cariño dulce y profundo que él les había ofrecido como un raudal inagotable. María se tornó fría y taciturna, pero Marta hizo lo posible por distraerla con su constante solicitud. Por el bien de María tuvieron que abandonar aquellos lugares cargados de nostalgia, de los que las flores y la música también habían huido para siempre. Todo lo habría borrado el tiempo si la marcha hacia la eternidad, iniciada por Lázaro, no hubiera sido impunemente detenida...
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