Germán Torres Cobián
Viajé a Grecia por primera vez en el siglo pasado, atraído por una inquietante propuesta que entonces consideré verosímil. Había leído en una novela de García Márquez que era posible visitar todas las islas del Mar Egeo saltando encima de ellas, una detrás de otra. In situ, pude cerciorarme de que tal proeza era impracticable y no pasaba de ser una invención más de las fértiles neuronas del autor de “El otoño del patriarca”. Así que me contenté con recalar en Rodas y en Ítaca, el legendario reino de Ulises en el Adriático; y con pasar obligatoriamente por la milenaria Atenas.
Nunca lograré entender porqué los ínter nautas han prescindido de la Acrópolis de Atenas en su elección de “Las Siete Maravillas del Mundo Moderno”. Se ha dicho de ella que está en ruinas por la masiva afluencia de turistas y que ya formó parte de una antigua relación de maravillas universales. Sin embargo, la grandeza de la Acrópolis ha superado el paso del tiempo y la devastación. Quienes la hemos visitado a mediodía, sabemos también que es un auténtico museo de la belleza femenina mundial.
Compartid mi experiencia. Pago mi boleto, cruzo la puerta y una colina llena de mármoles erosionados se levanta ante mi, materialmente cubierto de mujeres en “shorts” que reptan hacia el Partenón. Me asalta una tentación de “voyeur”: ¿qué debo empezar a admirar?, ¿las ruinas de aquel complejo construido por Pericles en el año 444 a.de J.C. o las hermosas visitantes extranjeras? Junto a las columnas jónicas y dóricas y a la Atenea de Fidias estaba presente toda la grandiosidad de la belleza femenina según los cánones establecidos por el artista griego Zeuxis en el siglo V anterior a Cristo: bellas holandesas, bellas japonesas, bellas egipcias, bellas argentinas, bellas españolas, bellas mulatas caribeñas…con sus peculiares características según su procedencia geográfica. Todo esto lo menciono en cuanto a la relación figura-rostro sin considerar otras clasificaciones posibles derivadas de variadas concepciones estéticas.
Aunque soy un fervoroso partidario de los encantos de las féminas como elementos esenciales de los dones con que nos prodiga Madre Natura, decidí que por muy estimulante que fuera el espectáculo que ofrecían las damas, debía tratar de admirar la Acrópolis sin la masiva presencia humana. Y esto sólo se consigue a primeras horas de la mañana cuando los bedeles abren las puertas y uno se introduce con toda urgencia para formar parte de los primeros que reptarán por sus laderas contemplando el mármol en sus distintas formas, casi devuelto a su condición de piedra, pero no por eso menos atractivo.
Confieso mi afición por las ruinas. Si los que amamos el arte antiguo y moderno no contemplamos las ruinas con cierta dedicación, ya me diréis vosotros quién va a malgastar su atención en ellas. Sin embargo, las ruinas modernas no me emocionan. Me explico. Cada época genera construcciones que nacen para morir y entonces se convierten en ruinas modernas. Por ejemplo, allí están esos apabullantes restos de Kalitea, las termas mussolinianas construidas a diez kilómetros de Rodas según el mejor estilo de los decorados de Holliwood para películas de Rodolfo Valentino. Los italianos crearon un hermoso, decadente e inútil balneario de aguas minerales en los años veinte; poco después las aguas calientes dejaron de manar y el sitio se convirtió en las ruinas modernas de Kalitea, muy visitadas por turistas despistados que se hacen un lío ante el asunto y se preguntan si lo que allí agoniza son las termas del cruel emperador romano Caracalla o el capricho de un huachafo jeque de Kuwait forrado de petrodólares.
No muy lejos de Madrid, en el municipio de El Escorial, hay otras ruinas modernas: El Valle de los Caídos. Es un superfluo monumento en homenaje a los combatientes muertos en la Guerra Civil española (1936-1939). Fue mandado construir por los vencedores pero lo levantaron los vencidos que cayeron como moscas en el esfuerzo. En su espaciosa basílica excavada bajo las rocas reposan (es un decir) los restos mortales de algunos fascistas y del dictador Francisco Franco quien tuvo en un puño a España durante casi cuarenta años. Aquello se ha convertido en unas excelentemente bien conservadas ruinas para turistas, pero abandonadas por la memoria colectiva española. La mayoría del pueblo ibérico ha olvidado ese terrible, presuntuoso, siniestro monumento construido a escala de la espantosa hecatombe de la contienda fratricida.
Ese gigantesco mausoleo y sus aditamentos interiores y exteriores son los elevados zancos con los que el tirano de El Ferrol de Galicia quiso encaramarse a la altura de la Historia, sin percatarse de que el pueblo español habría de marginar de sus recuerdos a él. Yo devolvería los restos humanos que allí quedan a la piedad de las tierras españolas y al culto sincero de sus deudos y luego, una de dos, o se vende el monumento a alguna productora cinematográfica para filmar una nueva versión del “Drácula” de Bram Stocker o, sencillamente, que lo dinamiten.
Chimbote también posee una ostentosa ruina moderna. Es el templo que se levanta mayestático en el cerro que limita por el norte nuestro puerto. De él hablaremos puntual y minuciosamente en una próxima nota.
He estudiado, he viajado y he visto lo suficiente como para poder dirigir una crítica sólida al autor de este artículo.
ResponderBorrarSu escrito me parece incongruente porque su título poco o nada tiene que ver con la temática que nos muestra de fondo (la mujer), a mi parecer su lapsus mental muestra una personalidad inquietantemente impulsiva y descontralada ya que usted se encuentra ante un gran monumento, paradigma de la arquitectura clásica griega, y lo primero en lo que enfoca su atención es en los shorts de las féminas.
Según la RAE, ruina significa "destrozo, perdición, decadencia y caimiento de una PERSONA, FAMILIA, comunidad o Estado" y a mi parecer usted y su personalidad machista son una ruina social.
Y que razon tienes, anonimo. Esta persona que escribe el articulo a destrozado en España a varias familias.
ResponderBorrar