Winston Orrillo
Con su mismo traje de obrero empecinado y su bufanda roja, como su arte y sus ideas, Francisco Izquierdo López, desde el féretro, no nos decía adiós. No había que ser demasiado zahorí para entender que su mensaje era continuar la batalla, seguir cantando (pintando) las vicisitudes de esta patria dolorosa “adonde nunca dije que me trajeran”.
Al galgo le viene por raza, y así, Panchito, hijo del inolvidable narrador popular Pancho Izquierdo Ríos, a su vez, hijo de la selva y padre de una obra paradigmática, continuó, con otro lenguaje –el de los pinceles- la senda (o el sendero, si no les asusta la palabra) que, necesariamente, debía tramontar la vida y la historia, el presente dilacerado de nuestro pueblo, sus “fortunas y adversidades”.
Así como Pancho Izquierdo Ríos cantaba historias que hoy viven en el imaginario popular, de tal modo, Panchito, mojaba sus pinceles en los hervores de un Perú convulso, de una población multánime, de un mundo férvido e insurrecto.
Los murales de Panchito son un lenguaje que espera decodificador. Su voz, templada por el tabaco y los ardientes elíxires, parecía, siempre, estar diciéndonos algo acerca de la vida y la muerte de un país que es todo menos un edén, y donde la aristocracia y sus hijos putativos, mantienen un desprecio secular por el arte, si éste no corteja sus gustos decadentes o sus piruetas en el hogaño publicitado reino de la nada o del vacío existencial, que parece ha vuelto con aquellos cantos de sirena de la postmodernidad.
Como Vincent Van Gogh, Panchito estudió en la gran universidad gratuita de la miseria, y no porque su familia fuera pobre de solemnidad, sino porque no otro era el camino para el acercamiento, definitivo, al que fuera el leit motiv de su arte: la anfractuosidad permanente que es la vida del hombre humilde, de aquellos “humillados y ofendidos” que, hoy, tienen un espejo entrañable en su arte, en su lenguaje comprometido (aunque a algunos –repentinamente conversos- esta palabra les parezca proveniente del Pleistoceno).
Dejémonos de óperas bufas: la prueba fundamental de que el arte de Panchito Izquierdo López vive, es comprobar que la realidad por él descripta sigue siendo un desafío y una carta de presentación de un país que acaba de sufrir una caída más en su vía crucis: al haber, un gobierno entreguista, corrupto y vendepatria, aprobado un TLC, cuyos resultados deletéreos no tardarán en hacerse notar, y cuyos efectos depredadores pueden ser fácilmente recogidos de la experiencia mexicana.
Once y 25 de la mañana del viernes 5 de julio de 2007. De la histórica Casona del Parque Universitario, hoy sede cultural del Alma Máter de la inteligencia nacional, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en un austero ataúd marrón, sale el cuerpo del artista del pueblo, Francisco Izquierdo López
Apenas un puñado de amigos y camaradas lo acompañan: el trémulo paso de sus hijos, rodean, junto con familiares diversos, al envoltorio humano del grande cuanto silenciado artista.
Una corneta -¿de dónde salió?- araña el aire con el toque de silencio: sí, ha muerto un soldado de esa revolución que estamos haciendo.
Nota pintoresca: ni un solo periodista, ni un solo perro faldero de los latifundios mediáticos ronda por acá.
No ha muerto una estrella del rock; no ha fallecido un pintor de los que, por decenas, prohíjan los grandes diarios, y que poseen apellidos relumbrantes, así como páginas enteras de sus matutinos ensangrentados.
Hasta donde sabemos, el arte de Panchito no se ha exhibido en galería alguna de las muy marketeadas de Miraflores, San Isidro, Surco o Las Casuarinas. Sí, en cambio, tiene lugar preferente en los sueños –a veces pesadillescos cuando uno ve, verbi gratia, los rostros de los androides que nos gobiernan-; en los sueños de un pueblo que no puede dejar de reconocerlo como uno de sus exégetas más esclarecidos.
El arte de Panchito –ígneo y sublevante- está, pues, en el aire fragoroso de un futuro que, le pese a quien le pesare, se está construyendo en un continente que ya “siente que camina la espada de Bolívar por América Latina”.
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