lunes, 30 de diciembre de 2013

‘Avenida indiferencia’: demasiados y últimos recuerdos

 Augusto Rubio Acosta
Hace un par de meses en la Feria del Libro de Bernal, encomiable y quijotesco esfuerzo cultural que desde hace varios años se desarrolla en el desierto más calurosamente infernal e inhóspito del Bajo Piura, encontré y adquirí dos ejemplares de ‘Avenida indiferencia’, mi libro de cuentos y relatos publicado en Lima -hace casi una década- como primer tomo de la colección Biblioteca Ancashina, de Ediciones Altazor. Para el suscrito, autor que en muchos casos ha extraviado o le han sido ‘expropiados’ los únicos ejemplares sobrevivientes de los títulos que ha publicado a la fecha, el hecho constituyó un auténtico hallazgo, leit motiv de afiebrada relectura y no pocas nostalgias y emociones durante el silencioso y prolongado viaje de regreso en la ruta La Unión-Piura-Chiclayo-Trujillo-Chimbote. 
Avenida indiferencia’ fue el primer libro que escribí (en realidad el volumen inicial fue otro llamado ‘Remember Miraflores’, redactado y desaparecido durante mis años de vida teatral), pero el segundo en ser publicado. Su escritura demandó esfuerzo y riesgos sin límite, debido a mi inmersión en las barriadas y en los parajes más sórdidos y peligrosos del puerto, escenario de la mayoría de las historias ahí contadas. 
Iniciado el nuevo siglo, el suscrito solía ir y venir en las mañanas-tardes (a veces noches) de Antenor Orrego, Ramal Playa, La Victoria, Dos de Mayo, y otros espacios contiguos de la ciudad. Llegaba -únicamente provisto de lapicero y libreta- a observarlo todo, a beber gaseosa y pócimas insondables en las pequeñas tiendas y ramadas, a compartir bizcochos con los avezados vecinos de la zona, así como escuálidos pacaes arrancados de los escasos árboles que no habían sido convertidos en leña, y alguna que otra fruta de estación. Los fines de semana, presenciaba partidos de fútbol en los terrales, ardorosos y conflictivos campeonatos de ‘vóley macho’. De vez en cuando participaba en polladas y misas, en velorios y yunzas, en actividades pro-bolsillo y en las recordadas ‘fiestas sin alcohol` que organizaba el entonces párroco de La Victoria, Juan Davis, con quien surgió una amistad durante aquellos nebulosos años. 
Así, empujado por la fuerza de la ficción y el ímpetu de escribir, fui familiarizándome con la gente de la zona, ganándome cierta confianza y haciéndome parte del paisaje. Con el paso de las semanas, la cotidianidad y los meses, me había ganado el derecho de sentarme a beber sobre las cajas de cerveza en las esquinas de Salaverry y la avenida Perú, asistía eventualmente a iglesias evangélicas como la del ‘Monte de Sión’ para constatar in situ ‘cómo era el asunto’ (el negocio), así a como ‘cultos’ de otras fanáticas sectas que pululaban en esas calles entrañablemente innombrables. Fue así como cierto día vi instalarse ante mis ojos, sobre una ruinosa loza deportiva de Antenor Orrego y sobre cierto sector de un amplio terral, al ‘Circo Star, atracciones peruanas de Lozano e hijos’, parchada carpa de artistas miserables que inspiró ‘Alma para dos cuerpos’, uno de mis cuentos sobre el incesto que poco después apareció publicado en varias antologías del género.
El libro al cual me refiero hoy, está plagado de personajes construidos a la sombra de seres humanos sencillos a quienes el dolor y la tragedia marcaron con crueldad sus vidas. Ahí está Pampanito, el adicto aparentemente recuperado; Alicia, Luzma, Licha, la gente de Ramal Playa y Reubicación; ahí está Chispi (algunos podrían reconocerla); el sueco Rolf Jacobsen (del ‘Moon bird’) y María Laura; ahí está Aleida, la hermosa e incestuosa chica del circo pobre. En el volumen aparecen también algunos desadaptados barristas de Popular Sur; también gente con quienes compartimos las tablas durante el tiempo en que el teatro fue nuestra más contundente pasión y existencia; uno que otro alucinado ser de la Biblioteca Municipal; cierto paria y expresidiario violador del jirón Pizarro; hasta el recordado orate que deambuló algún tiempo entre Buenos Aires y Casuarinas aparece en las últimas páginas del libro… 
A escasas horas del nuevo año, a la mitad de ésta mi soledad, caigo en la cuenta de que los diarios o testimonios de escritor -al reconocer lo efímero de la vida- generan ciertas sensaciones que solo son posibles de obtener mediante la práctica de apuntes y anotaciones privadas sobre la existencia misma. Así, pulsiones y pulsaciones de determinado tiempo que nos tocó vivir, alcanzan un público más amplio, ganan la calle, llegan al lector y en muchos casos se hacen parte de sus libros, de su memoria, de sus vidas. 
Es año nuevo y me he puesto a recordar. No sé hasta cuándo me dure lo nostálgico. Quizá en las columnas que siguen se prolongue el asunto, quizá no; nunca se sabe. El hecho es que soy consciente que los diarios y memorias de escritor son o de continuidad (se escriben a lo largo de la vida) o de crisis (los redactados en momentos puntuales, sobre todo al final de la existencia). Los días pasan, la vida, los libros, las columnas como ésta, siguen. Saque usted, miserable lector, su propia conclusión y reflexión última.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Historia de una sonrisa

 Augusto Rubio Acosta
Semanas atrás, un amigo comentó una imagen publicada recientemente en mi cuenta de Facebook, señalando que 'era la primera vez que me veía sonreír en una fotografía'. En verdad, apenas leí el comment no supe qué decir y me sentí desconcertado, quizá porque en el fondo él tenía (y tiene, nadie lo había expresado antes abiertamente) tanta razón. Por alguna extraña circunstancia o misterio por resolver, desde determinada edad mis retratos muestran a un ser invariablemente adusto, tenso, en ocasiones trágico y hasta con la mirada poblada de dolor. De nada sirve a fotógrafos circunstanciales y aspirantes a profesionales del lente, sugerirme que pronuncie determinadas y ridículas palabras a la hora del disparo o hacer bromas absurdas al momento del flash; a mis labios les cuesta sobremanera curvarse, ojalá en las décadas que vienen -llegando a las inmediaciones de la vejez- pudiese comprender cabalmente este fenómeno hasta ahora absolutamente inocuo pero nada grato para mi. Mientras ello ocurre, ensayo aquí algunos recuerdos y reflexiones sobre este penoso asunto.
Hace casi veinte años (en 1995), Roberto Ángeles, director, dramaturgo y maestro del teatro peruano, me preguntó a quemarropa -a la mitad de una de las sesiones del taller de formación actoral que él dictaba y del cual este cimarrón formaba parte- si mi difunto padre era o había sido militar, si en mi familia había policías o si a lo largo de mi infancia había vivido en una atmósfera vertical, dura, férreamente dominante. Ángeles terminó añadiendo que las fotografías que solía tomar a sus alumnos durante los ensayos no mentían: ahí estaba yo todo serio y tieso sobre las tablas, caracterizando a personajes de los cuales nunca pude zafarme: comisario de policía, soldado desconocido, guerrillero tupamaru atormentado por la sed de venganza y tantos papeles más de similar índole. 'Tienes que hacer danza moderna y contemporánea, Augusto, te ayudará a quebrar el molde y a generar la espontaneidad que todos tenemos detrás del movimiento. Estoy conforme con la construcción de tus personajes, con tu disciplina para las tablas, pero no quiero actores hechos solamente para papeles 'duros'...'
Como se puede colegir, el asunto éste me acompaña -inevitablemente- de por vida, sin que ello signifique que no sonría o me carcajee a mis anchas en determinadas circuntancias, que son pocas -es cierto- pero que finalmente son y se producen porque creo que en lo más profundo del ser humano el precioso don de gozar el presente (no sin dejar de pensar en el futuro) permite hacer fulgurar la sonrisa hasta en el rostro más fiero. Quizá en las líneas de mi cara aparece una triste y serena sonrisa (son pocas las fotografías donde podría verlas, tendría que sentarme a analizarlas), pero se trata de sonrisas al fin y al cabo, se trata de gestos nacidos de alguien que no pocas veces se ha levantado de las cenizas e intentado cauterizar su dolor aprendiendo de lo vivido y canalizándolo -en ocasiones- a través del arte de enhebrar palabras y compartirlas con todos lanzándolas al viento. Hay quienes afirman que el arte es una herida hecha de luz, y razón no les falta. El hecho es que hoy redacto estas líneas convencido de que la vida es -más que nunca- breve y de que el gozo que podamos o nos permitamos experimentar en la cotidianidad de la existencia puede ser el último hálito, el último estertor. No es que no quiera sonreír ante las cámaras fotográficas, quizá el estado de gracia en que consiste el gozo del presente no me acompaña tan a menudo, quizá debiera intentar sonreír con más frecuencia, dejar de dar vueltas alrededor de lo inhallable, quizá la felicidad (que no es presentada nunca como un bien en sí mismo, sino que para saber en qué consiste hay que conocer el bien o bienes que la producen first) está a la vuelta de la esquina y uno ni cuenta se ha dado. Quizá la sonrisa que en este instante ensayo no tenga el momento ni el espacio apropiado para mostrarse, pero es sincera, natural y es originada por esta fiebre que me acaba, por esta pasión que me aniquila, por estas tristes y miserables palabras.

martes, 19 de noviembre de 2013

Mi casa de Miramar

Augusto Rubio Acosta

Mi casa de Miramar se convirtió en una especie de burdel hace ya varios años. Quizá el término exacto no sea precisamente ese (puede que se haya constituido en algo bastante peor), pero resulta que de 'puteril-maravilloso' tiene hoy mucho de qué alardear, hasta del nombre peculiar y sintomático que se le ha colocado como razón social, por ejemplo. Mi casa (mi excasa, debí decir) dejó de ser de propiedad de la familia a mediados de los años ochenta, pero cada vez que paso por la primera cuadra de la avenida Meiggs, desde el interior de un colectivo o taxi una extraña fuerza me obliga a voltear la cabeza hacia la esquina con el Pasaje La Merced (escenario de mis primeros pasos, vivencias y emociones), como si al hacerlo estuviese procurando reconocerme de pie -y cuando niño- frente al campo de Alianza, el antiguo club situado al otro lado de la pista.
Cuando mi casa ya se había tornado en lupanar, con el desaparecido poeta y editor Jaime Guzmán y las chicas de Río Santa Editores, fuimos una noche 'a conocer el sitio' y a saborear una sórdida parrillada. Ni bien ingresamos, en el primer piso del recinto una intensa luz roja y después violácea le otorgó a nuestros rostros una nueva identidad. La salsa estridente que vomitaban los parlantes instalados en el lugar dónde hacía décadas atrás fue la cocina de nuestra casa, me devolvió a una época extraviada en el laberinto de la memoria; en el lugar donde alguna vez fue mi dormitorio se hallaba instalada una barra de mal gusto donde cierto bartender se encargaba de las pócimas; en el lugar donde solía escuchar discos de 45 rpm, una espigada mujer se insinuaba a los incautos recién llegados y los invitaba a subir al segundo nivel del edificio.
Volver a Miramar siempre ha sido uno de mis pequeños sueños. Volver, pero no necesariamente a domiciliar en el lugar, sino sobre todo a reunirme a interactuar con sus antiguos pobladores, con esa generación perdida de amigos de la infancia, con los sobrevivientes de un espacio urbano detenido en el tiempo, atrasado en extremo, postergado, olvidado por las autoridades y por sus lamentables dirigencias vecinales, por sus habitantes anónimos a quienes el conformismo y la desidia les dominó siempre la existencia.
Mi casa de Miramar se ha convertido en novísimo y concurrido 'centro espiritual y cultural' de esa parte de la ciudad, pero yo la extraño. A ver si estos días me hago acompañar y regreso para fotear sus ambientes y tomarme un chilcano de pisco, para insertarme de nuevo en mis nostalgias (que no son pocas estos días), que me atormentan la existencia.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Juan Ojeda y la condición humana



Augusto Rubio Acosta

En el invierno de 2006, en el marco de las celebraciones por los cien años de la creación del distrito de Chimbote, se me solicitó elaborar un texto amplio sobre el proceso de la literatura en el puerto, el mismo que fue publicado ese mismo año como parte del Libro del Centenario de Chimbote, volumen de lujo que recoge –a pesar de las discrepancias que pudiesen originar algunos ensayos y la ausencia de algunos autores- las principales manifestaciones culturales de la ciudad a lo largo de la historia, un libro que lamentablemente no circuló en edición popular, lo cual impidió su acceso a las grandes mayorías. En el texto en mención, se puede leer un subtítulo dedicado a Juan Ojeda, el mismo que a continuación reproducimos:

Al borde del abismo

Heredero del romanticismo interior, del simbolismo más “iluminado” y de las prolongaciones de este en el expresionismo alemán, Juan Ojeda, la voz poética más elevada producida en Chimbote, nació en el puerto el 27 de marzo de 1944. Después de concluir la secundaria en el Colegio San Pedro, estudió pintura y escultura en la Escuela Superior de Bellas Artes de Lima, y Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Poeta de excepcional e intensa capacidad lírica, se sumergió desde muy joven en la tradición hermética, órfica, visionaria y alquímica, sin dejar de lado la dimensión histórica y social de condena al orden establecido y de invitación a la conquista de las utopías con que soñaban los jóvenes de la generación del sesenta, tan influenciados por los cambios radicales y revolucionarios de la época.

En la poesía de Ojeda no se siente la división entre poesía “pura” y “social”. El modelo expresivo que propone se nutre de la “modernidad” francesa, hispánica, italiana, alemana, además de la poesía china, japonesa y de origen musulmán. Sus poemas se hunden en los ritos de Hermes, en reminiscencias de una vida atormentada y plagada de infortunios, en la pugna órfica con el caos, la muerte, y en lecturas y citas abrumadoras de poetas de signo trágico.
Ojeda publicó en vida la elegía Ardiente sombra (1963) dedicada al poeta Javier Heraud, asesinado en el río Madre de Dios. En 1966, el II Concurso “El Poeta Joven del Perú” organizado por la revista Cuadernos Trimestrales de Poesía, le otorgó la primera mención honrosa por Elogio de los navegantes, publicado ese año. De 1970 es Recital, y de 1972 Eleusis, editado por Gárgola, Colección de Poesía.
Juan Ojeda se arrojó bajo las ruedas de un auto en la cuadra 23 de la avenida Arequipa, en Lima, la madrugada del 11 de noviembre de 1974. Tenía 30 años cuando murió y era poeta por encima de todas las cosas. El vate dejó una huella, un espíritu, una actitud y una influencia notoria en las generaciones de creadores peruanos posteriores. A cambio recibió el olvido casi total, absoluto y miserable que el Estado peruano otorga a sus mejores hijos. En 1986 apareció póstumamente -editada por Runakay- su obra poética máxima Arte de navegar. En 1997 se publicó la plaqueta Epístola dialéctica, y en 2001 Cronopia publicó una edición ampliada de su libro principal. Han pasado más de tres décadas de la partida de Juan Ojeda y dada su condición de ‘autor de culto’ muy poca gente ha leído sus libros o visitado el pabellón Santa Carmen, nicho 55-A del cementerio El Ángel, donde descansan sus restos. ¿Será que como en su Crónica de Boecio “… nada queda ya sobre la tierra / que hayas odiado con cierta humillación / la dorada máscara / que repite el esplendor de aburridos gestos / aprendidos, sin duda, para consolarnos / y no hay consolación /…”?, ¿se trata acaso del exilio?...

Lejos del poder cultural, tan cerca de todos
La tormentosa amalgama genética y afectiva, sumada al devenir histórico y la extrema sensibilidad de un autor a quien la madurez poética le sorprendió muy joven, producto evidentemente de su precoz y absorbente lectura, así como de un riguroso examen de la literatura clásica y contemporánea, hicieron que Ojeda cotejara con pasión y lucidez la poesía, junto a la convulsa y apabullante realidad de su tiempo.
En medio del caos y la destrucción de su mundo (que es aún el nuestro al fin y al cabo) sus versos se alzaron presagiando ese oscuro apocalipsis que hoy vivimos en grandes aspectos de la vida diaria. Los poemas de Ojeda trascienden porque en su ejercicio dialéctico, en su fervor como creador, el autor de ‘Arte de navegar’ imprimió uno de los testimonios más lúcidos y conmovedores de la condición humana. El poeta se ha tornado inmortal a pesar que estuvo siempre lejos de los grupos de poder cultural, a pesar de que nadie reconoció en vida sus versos y a pesar de dejar inédita su obra mayor que es un auténtico itinerario de una locura trágica, épica y sublime.

A Juan Ojeda se le han hecho múltiples ‘reconocimientos’ en los últimos años. Sin embargo, el mayor homenaje es la lectura y difusión de su obra, deuda pendiente que esperamos el gran público pueda pagar con creces a la historia.

 * Ilustran este post, la portada de la edición n° 5 de 'Mundo cachina', publicación de artes & letras que acaba de entrar en circulación (ilustración de Percy Izquierdo).; la segunda imagen le corresponde al maestro Álvaro Portales.

sábado, 9 de noviembre de 2013

'Mundo cachina N° 5': volver al camino

Augusto Rubio Acosta

Siete años después, hemos vuelto. El regreso, tras prolongado silencio, obedece a la necesidad de generar un espacio -en nuestra cada vez más denigrada y convulsa sociedad- donde sea posible proponer experiencias estéticas, transmitir ideales, creatividad, preocupaciones del mundo intelectual que nos rodea y una cierta visión compartida de la vida.
Volvemos porque –dejémoslo en claro- en esto consiste nuestra forma de vida; regresamos porque en las tradiciones, ideologías, posturas, paradigmas y compromisos de nuestro contexto actual e inmediato, encontramos un vacío que consideramos urgente llenar con letras e imágenes.
En tiempos en que la enorme mayoría de medios de comunicación del país le rinde pleitesía al poder económico, empresarial y político, quienes vivimos el periodismo desde la verdad, la responsabilidad social y la independencia, necesitamos expresarnos desde esa utopía que dignifica porque impulsa la excelencia de nuestro trabajo, de la pasión que nos consume. La ética, más que conocimiento es sensibilidad, un asunto de sabiduría que nace de la experiencia humana, y aquí lo reafirmamos; por eso nuestra razón de ser es proporcionar conocimiento, no aspirar a tener el mayor número de suscriptores ni a vender todos los ejemplares que se impriman. Nos situamos a años luz de metas comerciales, priorizamos la inteligencia, la sensibilidad de los lectores y la dignidad de la profesión, a pesar de lo que ello signifique.
Símbolo y emblema del ejercicio intelectual, las publicaciones de cultura son al mundo cultural lo que el periódico es a la vida diaria. Nuestro país cuenta con una larga tradición de periodismo cultural, la misma que –salvo honrosas excepciones- ha ido cayendo en desmedro en las últimas décadas. La vida cultural escrita tuvo siempre una vida intensa y de alta calidad en el Perú, historia que nos obliga a reivindicar, promover y dar solidez a la sociedad cultivada, atenta, informada y crítica, que tanto necesitamos.

Gracias por estar ahí, estimados lectores, por la paciencia de todos estos años. Hemos vuelto, aquí nos quedamos, vamos por el mismo camino.

La escritura y la vida

Augusto Rubio Acosta
Las últimas semanas -desde octubre último para ser más exactos- el tiempo impidió acercarnos a ésta nuestra habitual ventana, la de siempre, aquélla que da testimonio de nuestra forma de vida. La literatura no es sólo la mejor parte de la existencia, como forma de vivir es una decisión que se tomó para el resto de nuestros días.
El último mes (y un poco más) anduvimos recorriendo ciudades y pueblos de tierra adentro. El Perú es demasiado hermoso como para negarse a conocerlo a fondo, como para no leer y dialogar con sus lectores y escritores. Las últimas semanas, apenas apareció la segunda edición de 'Mundo cachina', presentamos el libro en Chiclayo, Piura, Bernal, Guadalupe y Cajamarca, además de eventos de carácter académico -en los cuales se abordaron avatares de la escritura de crónicas- realizados en Chimbote y otras localidades. En Trujillo y Huarás anduvimos de museos, tomando fotografías, recopilando materiales para nuevas historias. Otras ciudades nos esperan.
El efecto saludable que produce la literatura no sólo lo es para quien se acerca a una obra sino, y esencialmente, para quien la escribe, para quien ha asumido las letras como forma de existencia. Así, el libro va y viene, se presenta aquí y allá, en el camino la mochila se llena de volúmenes de otros autores, el equipaje de óleos nuevos, de films, de música, la vida de amistades que nos demuestran lo valiosas que son, y de proyectos que -con el correr de los días- justificarán el por qué estamos de pie ante el futuro.
El libro, la laberíntica influencia literaria que heredamos de los autores que seguimos, aparecen en cada pregunta del público asistente, en cada ciscunstancia diaria. Ya no hay dudas: es la vida propia la que nos conduce y obliga a escribir.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

A propósito de 'Mundo cachina'

Marco Zanelli 

De la media docena de conceptos que la Real Academia Española tiene para “cimarrón” (voz que el autor de este libro usa de vez en cuando para referirse a sí mismo) tendríamos que escoger -si hubiese que escoger algunas definiciones que permitan identificarlo- “marinero indolente y poco trabajador”, “animal doméstico que huye al campo y se hace montaraz”, “animal salvaje no domesticado” o “esclavo  que se refugia en los montes buscando libertad”). Sin embargo, como sé que Augusto Rubio no puede ser lo primero (porque la indolencia y el poco trabajo le son indiferentes) ni un animal doméstico o mucho menos animal montaraz, colijo entonces que es posible que se autodenomine cimarrón por considerarse “esclavo que se refugia en los montes buscando libertad”. Y es que este libro podría ser -de muchas formas- el monte al que se refiere, uno en el que flamea su bandera, en el que deposita su ideario y mediante el cual restablece ese contacto consigo mismo (que por instantes pierde).
Conocí al autor de este libro cuando alguna vez coincidimos en una redacción de periódico. Y la relación amical, como es natural, viró directamente hacia los libros porque estábamos (y estamos) convencidos de que al escritor no lo mata el periodismo sino el hambre y la locura. En ese entonces creía, ingenuamente, que el periodismo mataba al literato y que éste -incauto de su destino- permanecía en un secuestro perpetuo; pero después de leer  estas crónicas, he llegado a la conclusión de que entre la literatura y el periodismo la única distancia existente está en las notas comunes y corrientes. Porque la crónica, como bien señala García Márquez, finalmente “es un cuento que es verdad”.
De Augusto se sabe que escribe poesía. Lo sabe el que ha accedido a sus tres poemarios, el que navega y encuentra en la web sus poemas dispersos de Heraud y de la nostalgia portuaria, lo saben quienes lo han visto en recitales de poesía en diversas ciudades, los que estudiaron con él en San Marcos, los que marcharon en las protestas de finales de los años noventa contra la dictadura fujimorista, y aquellos que ha hallado en La Cachina de su ciudad natal (paradojas de la vida) algún libro suyo. Sin embargo, muy pocos conocen que el autor de este libro es narrador, uno que es hijo putativo de Ribeyro, de los indigentes, de los mudos que hablan a través de su pluma, de los marginales crónicos a quienes alguna vez colocó un micrófono junto la boca y empezaron a hablar. Como narrador, Rubio publicó el libro de cuentos “Avenida indiferencia”, volumen al que solo accedí mediante una fotocopia miserable. Y en sus ficciones (en sus mentiras) él tiene clara su voz narrativa, aunque nunca tanto como en “Mundo cachina”.
Taciturno, embutido en su escritorio, con su camisa a cuadros (como en los años grunge) y su ‘cabeza de libro’, compartí con el autor una temporada en una redacción de periódico en la que desde el principio (casi inmediatamente) entablamos una amistad que con el ir y venir de los años (y los libros) seguirá siendo entrañable. Sus maneras lánguidas, su modestia y una ironía solapada, son algunas de las particularidades personales que podría rescatar de este autor cuyo volumen ahora comento porque constituye su impronta, su justificación ante la vida. 
La segunda edición de “Mundo cachina” representa un nuevo paso adelante del autor por las aristas que el periodismo y la literatura encierran. Este libro recoge crónicas publicadas, durante el periodo comprendido entre los años 2002 y 2009, en diversos medios escritos del país como La Industria, Correo, La Primera, Variedades, Caretas, así como en diversas web especializadas del extranjero. En la crónica es donde el autor ha encontrado su voz narrativa, donde se le siente cercano así como ajeno, donde ahonda en la condición humana a través del lumpen y su renegado destino. Augusto es hijo putativo de Ribeyro, quizás solo en su temática mas no en su lenguaje, el mismo que sorprende por su oralidad, por cómo hablan sus personajes, por la facilidad con que expone el dialecto de la calle, del hincha del equipo de fútbol, del migrante trastornado por el nefasto terrorismo, de la sindicalista que lucha por los derechos universales, del ladrón arrepentido de su destino. Ribeyro, al contrario, es un escritor muy apegado al lenguaje correcto y al estilo del cuentista decimonónico. Augusto apuesta más bien por la informalidad que las formas del callejón imponen, sus crónicas gozan así de mayor veracidad y se tornan más reales para el lector, el cual se siente atrapado por un amasijo de jergas y metáforas, de sabiduría popular y lenguaje coloquial.
“Mundo cachina” -en ese sentido- es rebeldía e intrepidez, lisura, putamadreo y reunión de renegados sociales, es el Chimbote jodido y Zavalitas vargallosianos esparcidos como seres entrañables, es también periodismo y lucha por los derechos humanos, idealismo político y calle, la misma que se desborda a través de estas páginas, dejando al descubierto una urbe sepultada por el progreso económico, los ahogos sociales y la ausencia de derechos. Cada ciudad del Perú tiene su mercado de pulgas (La Cachina), espacio marginal donde se comercializan productos al margen de la ley: videojuegos en desuso, ropa desvencijada, alimentos de dudosa procedencia; pero también es el lugar donde el achoramiento se aglomera: gente de barrio, de jerga y jerigonza, de navaja y cuchitril. Las crónicas aquí reunidas están contadas con cierta sordidez y crudeza, con violencia, son producto de estertores propios y ajenos.
Una de las crónicas (Con el nudo en la garganta), ganadora del Premio Nacional de Periodismo CVR + 5, nos da una idea de lo importante que es recordar nuestro pasado, lo impropio de su negación y lo terrible que fueron los años subversivos para el país. Cuando le pregunté al autor por ‘Zapatazo’, su rostro se tornó ceñudo y adquirió la solemnidad que sostiene en los días de trabajo. Me habló de un joven migrante ayacuchano con quien dialogaba en algún lugar de Pueblo Libre y al que todos trataban mal, pero con quien el autor (ávido desde entonces por las vidas ajenas) conversaba trataba de conocerlo a fondo. De ahí que esa crónica, quizá una de las más sentidas del libro, encarne la melancolía de los años noventa, el sentido trágico de la existencia que los peruanos tuvimos que sufrir, algunos incluso más, como Hernán Mayhua (protagonista de la historia).
“Mundo cachina” no solo es un libro sobre los “mudos” de una nueva generación, sino también textos periodísticos comprometidos. La realidad que nos muestran estas historias no descansan solo en el éxito y el deseo de superación, también hay tristeza y derrota, cosas que la buena literatura (en este caso el buen periodismo) hacen coincidir como sentencia única: no hay felicidad en los buenos libros. En estas historias se desborda también la efervescencia juvenil, como sucede en “Con una ayudita de los potrillos”, el partido de fútbol en el que Alianza Lima salva a duras penas la categoría y se mantiene en primera división. Quizás la escena más objetiva, el juego en sí, queda de lado en esta historia para dar paso a la tribuna, a los hinchas procaces, al alboroto de los vendedores ambulantes y del estadio en general. Exhala aquí la voz del barra brava ofuscado por su equipo en peligro de descenso.
Es necesario mencionar también las crónicas donde Augusto despliega una especie de solipsismo. Porque desde ese punto de vista (en primera persona), desde su yo crónico y marchito, es desde donde se juega la contigüidad del escritor y el lector; una proximidad que vista por el sujeto que se mudó muchas veces y sufrió con los extravíos, que ingresó a un periódico y quiso escribir de puta madre, al que le resbalaron siempre los políticos con su hipocresía y el sistema filisteo por excelencia en que parasitan, y que como lector compulsivo huaqueó en muchas bibliotecas, llega a elaborarse no solo un ejercicio literario meramente subjetivo, sino también una situación universal en la que distintos letra heridos se verán a sí mismo como lo que son: otros cimarrones.
Así, este libro abre ciertas puertas: suelta las atávicas formas del cronista de verbo exquisito, envolviéndose con la democracia de la palabra impuesta por el ‘faite’ común. ¿Contribuye ello a que la calidad de sus crónicas se desmerezca?, ¿acercarlas al lenguaje coloquial le resta, cualitativamente, méritos? Creemos que no, porque en la universalización, en sus formas cosmopolitas de acoger el lenguaje de la calle como una representación más de nuestra condición, está retribuida la eficacia de su técnica. Son saltos en el tiempo, imágenes impresas en la prosa y planteadas como en sus poemas, saltos cualitativos (entre otras técnicas narrativas) que hacen de “Mundo cachina” no solo una trepidante manera de narrar, sino una universal manera de acoger lo que por antonomasia podría ser catalogado como vulgar. Es, simple y llanamente, un poco de periodismo gonzo: revolverse en la mierda y escribir desde ahí nomás, calentito.
No obstante, hay quien podría creer que este derrotero de su lenguaje callejero es novedad. Para el avisado, para quien ya ha tenido un conocimiento de su poesía, el autor ha trabajado desde antes estas formas de lanzar la palabra procaz cuando ha sido conveniente. Su prosa, aparte de violenta y fresca, resulta una especie de discurrir metalero (por antonomasia vehemente y agitado), de pogo y camiseta sudada. Así como Cabrera Infante supo enhebrar los sones cubanos con su estilo, y Cortázar el jazz para librarse de la retórica, Augusto Rubio incorpora ciertos movimientos del rock o el metal en su prosa, es por ello que a veces resulta estremecido en su estilo. Abandonado a veces al juego, muy propio de la jerigonza del barrio, el autor explora los resquicios de cada dialecto juvenil y los hace suyos no solo a través de sus personajes sino también con su propia voz narrativa.
¿Qué nos queda entonces tras la lectura de “Mundo cachina”? La madurez del escritor, del periodista y del ciudadano de a pie. A lo largo de su vida profesional, Augusto ha procurado siempre darle voz a quienes caminan bajo el sol punzante de la ciudad y se indignan con la miseria política y social que acontece a nuestro alrededor. Quedan aquí un puñado de crónicas que generan no solo entusiasmo en los lectores, sino también escozor en los puristas del lenguaje. Nos queda además una pregunta: ¿Es “Mundo cachina” solo un orbe reciclado, marginal y roñoso, pero asimismo un mercado de pulgas para el autor?, ¿acaso no estará en este instante Augusto merodeando por ahí entre los recodos, tras los enseres usados, hurgando en los libros pirata apiñados en un rincón, como un roedor que escarba y escarba tras sus lecturas favoritas, en su propia Cachina, como pez en el agua?

lunes, 9 de septiembre de 2013

Casuarinas: 40 años de esfuerzo y de vida

Augusto Rubio Acosta
 
Han pasado cuarenta años desde que los pioneros que -después del sismo de 1970- llegaron a poblar los extensos arenales de esta parte de la ciudad, decidieron enfrentarse al viento gélido de las noches, a la soledad apabullante de las tardes y al aislamiento completo que significaban las mañanas. Cuarenta años desde que un puñado de chimbotanos decidieron hacerle frente a la indiferencia de las gentes foráneas que -incrédulas- vaticinaban el fracaso de la aventura en que por ese tiempo consistía asentarse, forjar una casa y criar a los hijos mirando el arenal. Cuatro décadas de esfuerzo, de trabajo y de tesón contra el implacable destino.
Han pasado cuarenta años y muchos de los que pusieron sus pies por primera vez sobre este arenal ya no sobreviven para contarlo. Es momento entonces de reflexionar sobre el tiempo transcurrido, sobre el pasado y en especial sobre el futuro, sobre las cosas que se hicieron bien y sobre las que empezaron a formar parte de esa enorme lista de pendientes que año a año se acumula y se hace montaña demostrándonos -a los que vivimos en Casuarinas- que si no emprendemos el camino del cambio radical en cuanto a gestión ciudadana no vamos a ninguna parte como pueblo.
La historia de las sociedades tiene una relación intrínseca con el espíritu de sus gentes. Así, pueblos como Casuarinas, que en un principio no contaron con pistas, veredas y otros servicios adecuados que permitan a sus poseedores calificar dentro de los estándares de una vida digna, se levantaron e hicieron de la nada, empujados por la fuerza de sus habitantes y las ideas de sus dirigentes. No es fácil ser ciudadano en el Perú, mucho menos lo es llegar a poblar un desierto donde no existen las mínimas condiciones de habitabilidad; por eso es necesario resaltar el trabajo y esfuerzos denodados de los primeros pobladores de Casuarinas, colonos que sin saberlo estaban forjando la historia. 
Hoy nuestra urbanización es una de las más bellas y ordenadas del distrito y la provincia. Debemos estar orgullosos de ello, pero no olvidar las tareas pendientes que hacen falta realizar para consolidar el liderazgo que siempre debe estar presente en el imaginario social de los pueblos que miran distinto hacia el futuro. Que es tiempo de celebrar, es cierto, celebremos ruidosamente porque no todos los días se cumplen cuarenta años. Pero paralelamente, no dejemos de reflexionar y de dar pasos decisivos en la forja de nuevos proyectos e iniciativas que permitan mejorar lo ya obtenido en estas décadas, aspirar a más porque es legítimo desear una mejor calidad de vida para nosotros y nuestros hijos; negarse a aquello sería caer en la mediocridad en la que lamentablemente están sumidos la enorme mayoría de pueblos de Chimbote con sus dirigencias caducas, lamentables, politizadas y conformistas.
Casuarinas está de fiesta y todos nos regocijamos por ello. Aquí nos hicimos fuertes, aquí se forjaron nuestras familias, aquí nacieron nuestros hijos y seguramente aquí moriremos. Aquí aprendimos que nada en la vida es gratuito y que el futuro no nos estará negado si nos esforzamos diariamente para conseguir lo que deseamos. Casuarinas está de fiesta y qué orgullosos nos sentimos. Que truenen al viento los veintiún camaretazos, que los niños y niñas de esta parte de ciudad sepan cómo sus padres y abuelos empezaron a forjarse un destino. Que en esta efeméride, las viejas, sabias y vigentes palabras de Manuel Gonzáles Prada nos sacudan del letargo en que muchas veces caemos: ‘Los jóvenes a la acción, los viejos a la tumba’.

domingo, 1 de septiembre de 2013

'Mundo cachina' está en camino

Hoy terminé de corregir las primeras pruebas de 'Mundo cachina', que llegaron hace unos días a  mis manos provenientes de la editorial. La corrección es uno de los procesos más importantes para la realización de un libro, qué duda cabe. Contrariamente a lo que se piensa, ni siquiera se termina cuando el volumen sale de imprenta, sino que va más allá, pues un buen editor seguirá haciendo anotaciones para las reediciones futuras.
Es casi imposible conseguir “la edición perfecta” (un libro que no tenga absolutamente ningún error), pero es necesario acercarse a la perfección. De haberle confiado el libro a un corrector, quien sabe no hubiese respetado el estilo en que fue escrito, sus giros lingüísticos, la forma de expresarse de los personajes, etcétera, centrándose en las imprecisiones en el uso de la lengua, la construcción gramatical inadecuada, las repeticiones (de palabras o incluso de sonidos), la concordancia verbal o la falta de fluidez y de claridad. 
Hoy terminé la corrección (la primera de ellas), ahora queda cerciorarse que los cambios se produzcan tal cual en pantalla. Al menos así me aseguro que el editor no olvide que el texto es del autor, no de la editorial. No todos entienden que mis múltiples e incontables anotaciones al margen, flechas, asteriscos, círculos y post it adheridos al borrador, no pretenden destruir el libro, sino mejorarlo.
En unos días más, 'Mundo cachina' volverá a circular (en su segunda edición) después de prolongados seis años. Una vez más, el libro dejará de pertenecerme, los lectores se apropiarán de él en los más remotos lugares. Que sean estos últimos bienvenidos.

jueves, 29 de agosto de 2013

Una visita al neurólogo

Llegué al neurólogo sin alteraciones de conciencia transitoria, déficit de memoria, neuralgia o parestesia alguna. Camino al consultorio me puse a pensar en el sistema nervioso central, periférico y autónomo, recordé las inútiles clases de biología impartidas en la escuela, cavilé alrededor de las enfermedades del cerebro y alteraciones de marcha y equilibrio que he podido constatar en algunas personas, pensé en sus temblores y tics, en las pérdidas de fuerza y visión doble, en el ocaso del sentido de la vista.
Llegué al neurólogo de 'la familia', por llamarlo de algún modo, (el aludido atendió en su momento a mi abuela y a mi madre) a la hora convenida. Una docena de pacientes esperaban su turno, y las pequeñas pero evidentes crisis de algunos de ellos no me hicieron mucha gracia. Salió el visitador médico de su anodina entrevista, me correspondió ingresar y la hora de las preguntas (casi un interrogatorio policial sobre mis rutinas y hábitos) por alguna extraña razón -en algún momento- pensé que se me prohibiría la lectura.
Después de escuchar mi versión, el 'doc' (llamémoslo así, a pesar de sonar fujimorista y corruptamente hardcore) dedicó el  tiempo a precisar los síntomas (sus características, dónde y cuándo aparecieron, qué los precipitaron). De pronto me vi tumbado en una camilla (especie de diván freudiano postmoderno) para el correspondiente examen físico neurológico. En mis oídos se colocó e hizo funcionar un audiómetro; del mismo modo ocurrió con otro adminículo que el doc usó con la destreza de un optometrista. Un martillo para medir los reflejos osteotendinosos y la sensibilidad al tacto y al dolor, fue el siguiente accesorio médico que me fue aplicado. El susodicho no olvidó descartar una posible hipertensión arterial; como realizó la prueba en tres ocasiones (en distintos momentos de la cita) me puse a pensar en que podía tratarse de ese crónico mal.
El doc recomendó que me realizara pruebas de imagen complementarias. 'Una tomografía y me la traes dentro de unas semanas', fue lo siguiente que dijo. 'Se trata solo de estar completamente seguros', manifestó imperturbable. Lo que siguió fue una auténtica clase de neurología, sobre cómo ha ido evolucionando la profesión hacia una especialidad más resolutiva, sobre el aumento de las posibilidades terapéuticas y la estrecha colaboración de las mismas con especialidades complementarias como la psiquiatría y la psicología. Todo ello sumamente didáctico, al punto que ahora mismo podría instalar un preventorio y dedicarme al floro.
Al final se dispusieron las recetas, la orden para el tomógrafo, el certificado médico y la necesidad del descanso correspondiente. 'No te preocupes, el cafecito no te hará daño si no exageras... Anda nomás, muchacho, no te prohibiré que leas, descuida'...
Me fui pensando en cómo llegó a adivinar la pregunta mental que me hice a lo largo de la cita, quizá la forma en que apretaba el libro pudo haberme delatado. Avancé por Ruiz y me perdí en el centro, llegué al malecón y me detuve ante el mar. Era un buen día.

Cafeinómana existencia

A las siete de la noche -como cada día- se me antoja un café, una de esas tazas humeantes que aportan bienestar y levantan el ánimo. De mitos y leyendas en torno a esta bebida obtenida de las semillas tostadas y molidas de los frutos del cafeto, ya hemos tenido demasiado. Lo cierto es que ha quedado demostrado que el consumo moderado del café pasado al momento ayuda a prevenir enfermedades al corazón, diabetes, cirrosis, cálculos biliares y hasta enfermedades degenerativas como Alzheimer y Parkinson. 
Hasta tres tazas al día no constituye exceso alguno, tampoco se trata de convertirse en un adicto. En algún lugar leímos también que su consumo ayuda a disminuir la depresión. El asunto es consumirlo al momento para saborear su calidad al máximo y evitar se pierdan sus propiedades antioxidantes.
Actualmente, el café peruano se encuentra en el tercer lugar en exportación y cuarto en producción a nivel mundial (hecho que seguramente cambiará ya mismo debido a la destructiva plaga de la roya amarilla que estos días sacude a los productores altoandinos. Nuestro país es además líder en la venta de café orgánico, el mismo que se exporta a 46 países. 
La cafeína ayuda a mantenerse despierto, a cumplir con las fechas de entrega de cualquier trabajo escrito, y además funciona como un sustituto tramposo del desayuno. Por alguna extraña razón, el café juega un papel importante en los procesos de lectura y escritura. A pesar que leer pareciera ser una costumbre lamentablemente en retirada, entre quienes leen parece que la costumbre de ir a un café literario, un espacio de tertulia, libros y algo de buena comida, se ha convertido en una necesidad. Hace algunos meses leí una deliciosa nota periodística al respecto, aquí la comparto. Ahora sí, un cafecito nos espera; ya nos vemos.

Lectura de 'Plano americano'

Estos días volví a la lectura de Plano americano, recopilación de veintiún perfiles de escritores, artistas plásticos, periodistas, fotógrafos, cineastas, diseñadores y músicos hispanoamericanos que Leila Guerriero ha publicado a lo largo de la última década en diarios y revistas de América y España. 
De este volumen había saboreado únicamente el dedicado a Nicanor Parra, durante el trayecto de retorno de mi último viaje a Lima. La sensibilidad creativa desborda en los personajes contenidos en este libro imprescindible para todo periodista cultural que se respete. Ahí está la rabia de Fogwill, el marginal Parra y la inquietante Vilariño. Ahí está Piglia, Artl, Kuitca, Minujín, y toda una fauna de creadores que hacen de América un continente donde el arte palpita a la vuelta de la esquina.
Las piezas narrativas de este volumen publicado por la Universidad Diego Portales, permiten dibujar el retrato de una época, nos dejan ver a través de un lente invisible, acucioso. Es como ser testigos de lo que está delante nuestro y la enorme mayoría de mortales no puede ver.
Cuando termine la lectura de este libro pasaré a comentarlo como es debido; mientras, solo quería compartir el placer que se siente al leer un volumen del cual estamos orgullosos en nuestra biblioteca.

Para llegar a la Biblio

Las bibliotecas son necesarias para vivir, en ellas está contenido el conocimiento y los libros imprescindibles para una vida plena. El problema es que las grandes mayorías no descubren que en ellas se puede hallar no solo información, sino ocio, cultura, relaciones personales. No haciéndolas suyas, no habitándolas ni hurgando en sus estantes, los ciudadanos relegan a las bibliotecas de sus listas de necesidades de disfrute y -obviamente- se colocan al margen (de espaldas) a su defensa.
El problema de las bibliotecas (que suelen quejarse de la ausencia de lectores), es que no han llegado a ser lo que deberían: centros grandes y vivos, llenos de gente lectora y no lectora. Otro problema reside también en la escasez de especialistas al frente de sus fondos bibliográficos, los mismos que dicho sea de paso suelen estar desactualizados.
Hace casi una década escribí el texto que a continuación sigue, líneas dedicadas a un viejo amigo libresco que es también su director. En la segunda edición de 'Mundo cachina', mi libro de crónicas que ingresará a imprenta la próxima semana, podrán también leerla. Muchas gracias.



Para llegar a la Biblio

A Paulino Meléndez,
en su vieja casa de cartón

Augusto Rubio Acosta

Para llegar a la Biblio hay que atravesar la avenida Gálvez, hay que evadir a los choros que merodean el Mercado de peces (debería ser de pescados) y a los viajeros de ruta que se embarcan rumbo a Trujillo. Para llegar a la Biblio hay que torear la estampida de autos y tráileres en doble sentido, tragarse el smog, los putamadreos de los taxistas desesperados en hora punta, soportar a los ilusos barristas del Gálvez FBC que "bajan" del estadio Gómez Arellano, a los cargadores de bultos rumbo a El Progreso, a los vendedores de aves y cachineros de la avenida Buenos Aires que también caen a "recursearse", y aguantar también el ruido infernal de esa innombrable parte de la ciudad.

Para llegar a la Biblio -qué duda cabe- hay que ser valiente. Cuántas veces me han asaltado en su misma puerta, ante la mirada impasible de comerciantes, tricicleros, pájaros fruteros, papelucheros de la Caja Municipal, pirañitas de poca monta, estudiantes, y hasta en las narices de los mismos "pitufos" o vigilantes del local edil. Pero la Biblio es la Biblio, la casa es la casa y hay que llegar hasta ahí aunque sea peligroso, porque si no de qué nos alimentamos, dónde imaginamos, leemos y escribimos (donde vivo ya no hay qué leer, qué triste...), dónde crecemos...
Para ir a la Biblio hay que tener carné del lector, señala un documento pegado en la pared, pero la cartulina amarilla no cuesta mucho. Yo, que no tengo carné desde hace cinco años, ya debería haberme sacado uno nuevo. Sucede que quizá el hecho de "no necesitarlo" (solicito libros, periódicos, y hasta el auditorio para presentar libros o para algunas actividades culturales a pesar de no tener carné de lector), ha hecho que me inhiba de sacar mi nuevo documento, de actualizar mis datos y hasta de tomarme una nueva fotografía. El hecho es que a pesar de todo, contra todo pronóstico y por un sentido elemental de sobrevivencia, suelo acudir a diario a la Biblio de Gálvez que se llama igual que el cholo de Santiago de Chuco, a sentarme en mi mesa del fondo para disfrutar de la lectura.
Por estos días se respira un nuevo aire en la Biblio. Será porque hace unos días se develó una placa en el ingreso que señala que ahora la Biblioteca Municipal César Vallejo es el novísimo Centro Coordinador de la Biblioteca Nacional del Perú (BNP) en Áncash, será porque ahora todos esperamos que el contacto de la BNP con nuestra Biblio no sea tan gaseoso como siempre fue, será que el nuevo aire se siente porque hay cierta esperanza de que se arme una nueva programación de distribución librera entre Lima y la provincia, porque ahora se gestionará en nuestro puerto el Depósito Legal y una nueva política cultural al interior de las bibliotecas.
Y es que hasta para leer, hasta para eso hay que ser valiente. Libros nuevos es lo que no hay en la Biblio nuestra de cada día y eso es un escándalo. Hay que releer entonces, acudir a los "refritos", a los clásicos que siempre ayudan, pero que no bastan para un lector vicioso. La Ley de Municipalidades y la Ley del Libro son claras: las comunas deben velar, mantener y promover la creación de Bibliotecas Municipales en todo el país. Entonces, ¿dónde estamos?, ¿por qué la comuna provincial ignora la ley?, ¿por qué se construyen pistas, plazas, malecones, estadios, puro cemento -amén del despilfarro y la corrupción municipal- y ningún libro para nuestra gente?...
Para llegar a la Biblio hay que tragarse todo esto y más. Hay que constatar que no se asigna ni un miserable sol para sacar adelante nuestra casa. En la Biblio de Gálvez no hay ni papel bond para hacer documentos, tampoco toner para poner a funcionar una fotocopiadora que sería mejor cachinearla antes que termine de oxidarse, amén de infraestructura y logística; hasta los muebles y sillas están deteriorados, el techo se cae a pedazos día a día (ojalá no continúe lloviendo porque tendríamos que lamentar la desgracia total de nuestros libros), si hasta la comuna ordenó despojar del sistema de Internet a la Biblio de todos con el pretexto de instalarlo en el Terminal Terrestre, cuando todos sabemos que esas máquinas han ido a parar a las oficinas del local central. En la Biblio tampoco hay recursos para las actividades culturales que se continúan haciendo por esfuerzos particulares y de amigos de una asociación que ya debería ver la luz (jalón de orejas): los Amigos de la Biblioteca.
Para llegar a la Biblio hay que ser masoquista, porque jode, porque duele, porque indigna y hasta enerva que la comuna la tenga en semejante abandono. Al año se realizan de 36 a 48 actividades culturales en ese espacio. ¿Sabrá nuestro desilustrado alcalde lo que es una actividad cultural?... En la Biblio se realiza estos días una muestra nacional de pintura, se presentan libros de cuento, poesía, historia y ensayo, se plasman conversatorios sobre identidad y temas diversos, conferencias, recitales, festivales de teatro, hasta películas de calidad se han proyectado en "la azotea del Mercado de peces", a pesar del televisor de 14 pulgadas, el VHS prestado y las enormes restricciones que existen. La Biblio de Gálvez tiene ya más de cuarenta años y no es dueña de local alguno. Dicen que cierto alcalde le construirá un local nuevo, pero al parecer sólo son rumores (tú sabes lo habladora que es la gente). Lo que hasta ahora no aclaran ni el alcalde ni cierto pleno edil, es quién administrará (de construirse) el nuevo espacio y eso es importante, no vaya a ser que la casa de los libros termine en manos de quienes nada tienen que hacer con su desarrollo.
El techo se cae a pedazos en la biblioteca de Gálvez mientras acabo de escribir un nuevo poema y de afinar estas líneas. Para llegar aquí hay que sortear -es cierto- las mil complicaciones líneas arriba mencionadas, pero si llegas, espero que no sea sólo para hacer tu tarea de colegio o de maestría (sería triste), tampoco para afanar a las hembritas que por aquí caen de vez en cuando; espero que sea para comprometerte de verdad con su desarrollo y fortalecimiento, con nuestra causa, con la recuperación de su dignidad.

lunes, 26 de agosto de 2013

El fracaso escolar y un falso discurso

 Augusto Rubio Acosta

El extendido y falso discurso de que los escolares fracasan en la escuela debido a que los padres no se preocupan por la educación de sus hijos, me viene siempre a la cabeza cuando veo a mi pequeño Josemaría sentarse en casa a trabajar las tareas que el colegio le encarga a diario. Me asalta entonces la certeza de que si bien es cierto hace muchos años los padres 'tomaron conciencia' de la necesidad de involucrarse en la vida escolar de sus hijos, los niños y niñas no necesariamente necesitan sentir la presión de una exitosa vida académica ni de profesores o escuelas donde se enseñe durante más horas materias 'más duras'.
¿Qué tan necesario es repasar con los niños las clases del día?, ¿que tanto perjudica su autonomía? La pregunta deberían hacérsela generalmente las madres, a quienes sobre todo les toca el rol de ayudar a sus vástagos con los deberes escolares o vigilar que estos sean cumplidos. 
Antes, hace más de treinta años, la mayoría de niños peruanos recibíamos apoyo en casa hasta determinada edad, quizá porque los padres de entonces no contaban en su mayoría con estudios superiores; hoy es distinto (por lo menos en un gran sector de las urbes); sin embargo, es triste comprobar que las escuelas han orientado su plan curricular al 'éxito académico', a la romántica idea de ingresar a la universidad (no importa cuál, el asunto es 'ingresar', a pesar que como se sabe el 99% de ellas a las justas alcanza niveles paupérrimos), olvidando lo más importante en la vida:  los valores, la parte lúdica, el juego, la responsabilidad.
En las escuelas, se registra una obsesión por recargar de tareas a los estudiantes, por aumentar horas para así 'aprender más'; hasta en las vacaciones de medio año y de verano priman los talleres de 'refuerzo escolar', de inglés, entre otras materias consideradas difíciles por la comunidad educativa.
¿Qué hacer como padres?, ¿intentar fundar un colegio 'antisistema' donde podamos nosotros mismos enseñar a leer y a escribir a nuestros hijos?, ¿aprenderían más y mejor en casa, lejos del triste sistema escolar a que se ven sometidos?
Hace algunos meses (y post), reflexionábamos aquí sobre los niños y el arte como medio de expresión que utilizan  naturalmente y en forma de juego, constituyéndose en el camino para volcar sus experiencias, emociones y vivencias diarias. Precisamente deberíamos apelar a ello, sin olvidar que los padres habemos de limitarnos a organizar y asesorar las tareas escolares con el objetivo de mejorar el rendimiento, más no a desarrollarlas ni sentarnos a ejercer presión generando la idea de que el estudiante no podría realizarlas sin ayuda.
Sin embargo, nada de esto es absoluto. El informe PISA de 2009 demuestra que el rendimiento académico está muy asociado al origen social del estudiante, la profesión de sus padres, la estructura de su familia y, finalmente, el género. Es decir, existe un desequilibrio en las oportunidades educativas, lo cual debe (tiene) que revertirse. Lo ideal es que los deberes se hagan en la escuela bajo la supervisión de los profesores. Enviarlos a casa genera desigualdad, al traspasar parte de la responsabilidad de la instrucción a las familias (con los enormes vacíos culturales y económicos de cada una de ellas). Si queremos una sociedad justa en materia educativa, las tareas escolares deberían realizarse en la escuela, una que ofrezca las mismas posibilidades de éxito para todos. 
El problema es que hablar de estas cosas en un país como el nuestro resulta utópico debido a la ignorante clase política que tenemos. Organizar el tiempo y el espacio adecuados para las tareas de los niños y niñas es el rol que nos toca (que nos queda) a los padres; no basta acudir a las sosas e improductivas 'reuniones de padres de familia', es preferible pensar y ver más allá, para eso precisamente sirven las reflexiones.