A pesar de discrepar con el título que el autor ha colocado a las líneas que a continuación comparto (los bibliópatas son solo fetichistas a quienes no les importa en absoluto el contenido o la belleza literaria de un libro, y se reducen a simples y vulgares coleccionistas que se fijan en las páginas, en la fecha, en la conservación de los ejemplares, en el número de edición, en el ex libris, y generalmente juzgan un libro por su portada), se trata -sin duda- de un texto que refleja el verdadero sentir y la desesperación que agobia en determinadas circunstancias a quienes amamos la buena literatura. El origen de estas líneas es una llamada telefónica realizada por el suscrito desde la esquina de Quilca y Camaná, la tarde del último sábado. Es también el homenaje a una amistad surgida hecha papel y tinta. (Nota del editor)
Marco Zanelli
Para Gucho Lakra, en su búnker libertario
Para Gucho Lakra, en su búnker libertario
Conozco la
enfermedad más sana. La conozco desde adentro, por supuesto, porque vivo
enfermo de ello y a lo único que me ha conllevado es a motivar una felicidad
interna, un parecido a la convalecencia que nada tiene que ver con reposo y sí
mucho con papeles. El nombre de este padecimiento benéfico es la lectura. Me
tiene echado en mi cama, inmóvil, o me atrapa en la combi como los estornudos
alérgicos provocados por esta ciudad de tolvaneras achacosas.
Sé lo que es
perderse un partido de fútbol, el cumpleaños de alguien o las borracheras
inefables del fin de semana, por dedicarme a la lectura. Soy de los que
procrastina otra actividad por leer. Ese emplazamiento, por supuesto, no es
gratuito: cobra sus desventajas, me llena de excusas inapropiadas, me regala
miradas dubitativas. Pero es así: leo, luego existo.
Mis bolsillos
tienden a sufrir cuando visito librerías. En Alfonso Ugarte me siento vacío
cuando me voy sin nada porque solo llegué a ojear las estanterías empolvadas
repletas de volúmenes viejos. En otras librerías, donde el pirateo benigno no
llega, termino triste pues los precios son elevados y a veces el dinero no
alcanza. He llegado a pedir préstamos debido a mi enfermedad. Acaso alguna vez
me endeudé. Dejé de pagar recibos importantes por un libro de Faulkner y por los
cuentos completos de Cortázar.
Lector(a)
aléjese de ese vicio: (no) se lo recomiendo.
Hace algunos
días, Augusto Rubio Acosta me llamó desde Lima. El suscrito andaba leyendo el tercer
volumen de los cuentos completos de Cortázar. “Deshoras” es un cuento
vivencial, tierno. Pero Augusto me telefoneó (interrumpió) no sé si para
informarme de su desesperación o para sacarme pica de todo lo que él podía ver
y yo no, de todo lo que había comprado en la XVIII Feria Internacional del
Libro de Lima y yo no, de todo lo que me estaba perdiendo. Sin embargo, estoy
seguro que tenía una buena intención.
-Ya no sé qué
hacer- me dijo-. Me voy al carajo, en serio…
Sabía a qué
se refería. Ese momento donde uno se siente atropellado por tanta portada,
tanta oferta, tantas páginas y tantas ganas de…
-No importa-
le dije-: ¿hay algún lugar donde nadie te vea?
-Sí, pero…
¿delinquir ahora?- dijo, no con pánico sino con firmeza.
-Sí- dije-,
¿qué hay alrededor?
-“La montaña
mágica”, de Mann, a increíbles cuarenta soles; los diarios completos de Dostoievski, a
ciento veinte y en tapa dura; “El animal moribundo”, de Phillip Roth, a treinta
y cinco, pero con letra demasiado pequeña. Ya he comprado ocho novelas, aparte
de “Plano Americano”, de Leila Guerriero, que lo encontré a buen precio en
Quilca, donde mi casero; “Prosas apátridas”, de Ribeyro, que no lo tenía; y los
diarios completos de Andy Warhol, también en tapa dura.
Comprar
libros es como comprar frutas. Ciertamente, en el mercado cada uno tiene su
casero, el que le da su “yapita” y con quien se intercambia palabras corteses,
preguntas de cómo va el negocio y asuntos superficiales; así, en las librerías,
cada uno también tiene su casero: el que rebaja el precio, el que sabe de los
autores que uno busca, el que grita la oferta que sabe que enganchará a la
mayoría de bibliópatas dispuestos a todo con tal de adquirir un tomo.
-¿Y cuál
libro piensas llevarte al fin?- le pregunté a Augusto, como para ponerlo en jaque.
-El de
Dostoievski. Me voy a quedar sin dinero para el pasaje de regreso, me he
excedido en la FIL,
he comprado varios films independientes, pero finalmente ya nada importa,
Marco, nada; regresaré en colectivo, en un bus de quinta (y de ruta), por último
hasta en el remolque de un camión atestado de cerdos podría volver, pero el
libro es primero.
-Hazlo- le
dije, casi como una orden.
Augusto colgó,
minutos antes se había arrepentido de haber cenado, de haber desayunado y
almorzado el día anterior. “Maldita sea, hubiese comprado algunos libros más”,
dijo. Convencido de no almorzar ese sábado que me llamó y luego regresar a
comprar los diarios de Dostoievski a su casero del jirón Quilca, no supe más de
él (desde entonces no lo he visto, pero sé que está bien porque he leído los post
de ayer y hoy en su viejo blog). Hace tiempo que sé que los libros íntimos, las
autobiografías y los diarios de escritores, tienen demente
a Augusto. Y cuando un lector maldito, apasionado y voraz hurga por un libro
(lo que llamo: el libro buscado) no importa lo que significa el dinero ni sus
consecuencias. Ese escozor de no poder llevarse el libro buscado es el mismo de
quien ve un partido de vóley y pierde su equipo favorito vía un resultado
absurdo. El libro buscado aparece en sueños, metamorfoseado en pesadillas,
quita las ganas de pensar en asuntos importantes y se presenta como un deseo
vehemente, algo que ya raya en la locura o -como ya dije- en la enfermedad más
sana que pueda existir entre nosotros, bibliópatas perfectos.
Te dejo este poema del tío Bukowski que va de la mano con este post. Se llama "El incendio de un sueño":
ResponderBorrarla vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
ha sido destruída por las llamas.
aquella biblioteca del centro.
con ella se fue
gran parte de mi
juventud.
yo era un lector
entonces
que iba de una sala a
otra: literatura, filosofía,
religión, incluso medicina
y geología.
muy pronto
decidí ser escritor,
pensaba que sería la salida
más fácil
y los grandes novelistas no me parecían
demasiado difíciles.
tenía más problemas con
Hegel y con Kant.
lo que más me fastidiaba
de todos ellos
es que
les llevara tanto
lograr decir algo
lúcido y/o
interesante.
yo creía
que en eso
los sobrepasaba a todos
entonces.
descubrí dos cosas:
a) que la mayoría de los editores creía que
todo lo que era aburrido
era profundo.
b)que yo pasaría décadas enteras
viviendo y escribiendo
antes de poder
plasmar
una frase que
se aproximara un poco
a lo que quería
decir.
la vieja Biblioteca de Los Ángeles
seguía siendo
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
discretamente utilizábamos los
aseos
y a los únicos que
echaban de allí
era a los que
se quedaban dormidos en las
mesas
de la bilioteca; nadie ronca como un
vagabundo
a menos que sea alguien con quién estás
casado.
bueno, yo no era realmente un
vagabundo, yo tenía tarjeta de la biblioteca
y sacaba y devolvía
libros,
montones de libros,
siempre hasta el límite de lo permitido:
Aldous Huxley, D.H. Lawrence,
e.e. cummings, Conrad Aiken, Fiódor
Dos, Dos Passos, Túrgenev, Gorki,
H.D., Freddie Nietzsche,
Schopenhauer,
Steinbeck,
Hemingway,
etc.
siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: "qué buen gusto tiene usted,
joven".
pero la vieja
puta
ni siquiera sabía
quién era ella,
cómo iba a saber
quién era yo.
James Thurber
John Fante
Rabelais
de Maupassant
algunos no me
decían nada: Shakespeare, G.B. Shaw,
Tolstoi, Robert Frost, F. Scott
Fitzgerald
y consideraba a Gogol y a
Dreiser tontos
de remate.
la vieja biblioteca de Los Ángeles
muy probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero
o un motorista de la policía.
y, aunque reconozco que
puede que alguno sea estupendo,
gracias
a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer,
aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.
Me sentí identificada con el post, la lectura es simplemente un placer. Gran poema!
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