Augusto Rubio Acosta
Una de las cosas que más me indignan, me enervan, me joden
desde hace mucho, es el abandono del sector educativo de parte del Estado. En
reiteradas ocasiones lo hemos manifestado en diversas tribunas públicas, sobre
todo en ocasiones en las que ciertos funcionarios públicos se han referido a la
apócrica ‘revolución educativa’.
Todos sabemos, desde hace mucho, que las reformas que deben
implantarse con urgencia en el sector deben girar alrededor de los maestros
(que se constituyan en verdaderos aliados y protagonistas del cambio), y de un
presupuesto digno que permita realizar las modificaciones de fondo.
Al respecto, la semana pasada el congreso brasileño aprobó
una ley que destina el 75 % de las regalías petroleras a la educación, lo que
garantiza unos 112.000 millones de reales (46.670 millones de dólares) para el
sector en los próximos diez años. Se trata de una inversión adicional a la ya
realizada por el gobierno de la presidenta Rousseff en materia educativa, lo
que garantiza recursos para el sector por varias décadas.
Lo que si es necesario anotar, es que el nada desdeñable
presupuesto educativo en el vecino país no ha caído del cielo. El ejemplo
brasileño se ha dado en las calles, con marchas y movilizaciones en todas las
ciudades, ciudadanos concientes exigiendo llegar a ser una nación desarrollada
mediante la inversión en educación. Las manifestaciones por mejores servicios
públicos que sacudieron Brasil, en junio pasado, han introducido la presión que
se necesitaba para que la clase política apruebe una ley que le cambiará el
rostro al país del cercano oriente.
En Chile, el sistema educativo también ha experimentado
notables transformaciones desde que hace casi tres años los estudiantes,
hastiados del modelo que en 1981 introdujo la privatización de la enseñanza, se
echaran a la calle para exigir educación pública, gratuita y de calidad. El presupuesto
en educación ha pasado de 9.348 millones de dólares (2009) a 13.305 millones (2013),
un incremento del 42 % (3.957 millones) que se ha visto acompañado de una serie
de leyes que han reformado algunos de los aspectos esenciales del sistema. El
Ministerio de Educación (que ha visto pasar media docena de titulares del
portafolio solo en los últimos tres años), no ha conseguido encauzar, sin
embargo, el diálogo con las organizaciones de estudiantes de enseñanza
secundaria y superior que piden más, que exigen mejores condiciones para el
estudio, que no se conforman con lo que han logrado (y eso es muy bueno).
¿Qué tiene que pasar en el Perú para que el Ejecutivo y el
Legislativo elaboren y aprueben leyes que permitan educación pública, gratuita
y de calidad?, ¿por qué los peruanos no estamos descontentos e indignados con
la mediocre y triste educación que se imparte a nuestros hijos en las aulas
privadas o públicas?, ¿por qué se permite cobros excesivos en ciertas
universidades particulares donde la enseñanza que se imparte es de dudosa o
paupérrima calidad y está orientada (mediante el uso de diversos subterfugios) al
lucro?, ¿por qué el peso de la educación en el porvenir del país no se deja
sentir durante las campañas electorales mediante las propuestas de los
candidatos?
Mejorar la calidad educativa, elevándola a estándares del
primer mundo desde las etapas básica y preescolar hasta los niveles superiores,
es combatir efectivamente la pobreza. Consideramos que la respuesta a nuestras
interrogantes está en las calles, en el rol que ejercemos como ciudadanos en el
cambio. Nada caerá del cielo, de eso estamos seguros.
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