Augusto Rubio Acosta
Hoy en la librería me encontré con alguien que creyó reconocerme de una de las tantas mesas literarias, lecturas públicas o recitales a los que de vez en cuando suelo asistir. Era una persona mayor, digamos de unos sesenta años, alguien que a decir de su apariencia -y del vehículo estacionado en la puerta- podría parecer un alto funcionario de la banca privada o uno de esos burócratas que jefaturan alguna gerencia sin importancia y que andan viendo el reloj para poder escapar a la carrera del tedio en que consiste su vida laboral, su existencia.
'Tú eres, Augusto, me dijo. Qué bueno encontrarte, tiempos que quería hablar contigo, hacerte ver algunas cosas que quizá desconoces dada tu relativa juventud, pero sobre todo saludar las columnas periodísticas que publicas de vez en cuando y bueno, decirte que en algunas cosas discrepamos...' El sujeto alcanzó a decir algunas cosas más, mientras el suscrito revisaba estantes de libros en busca de algún volumen 'decente' para llevar a casa. Supongo que algo debí haberle respondido, alguna interjección debí haber soltado, en verdad no lo recuerdo bien. Estaba tan enfrascado en revisar libros y tenía un galopante dolor de cabeza en ese instante, que de algún modo -sin querer- lo estuve ignorando. 'Y a propósito, Augusto, dime: ¿dónde se te puede ubicar?, ¿en qué trabajas?..' La pregunta me pareció tan familiar como insolente; mi respuesta -como es obvio- fue la misma y contundente de siempre: soy escritor, ése es mi trabajo. 'No te enojes, Augusto, no he querido ofender, te pregunté en qué trabajas porque siempre es bueno saber...' Fue lo último que le escuché decir. Si para él la escritura no significaba trabajo alguno,
sino más bien todo lo contrario (una evasión del trabajo, pura frivolidad), no tenía por qué escucharlo, por qué seguir perdiendo el tiempo con él.
En el camino de regreso me puse a pensar que si ese tipo de personas conociera el trabajo que realmente supone
escribir un libro, posiblemente cambiarían radicalmente su manera de pensar
sobre los escritores y los mirarían con
respeto, sin sospechar que en el interior de cada uno de ellos vive un zángano o un parásito
de esos que no hacen nada últil en la vida. Recordé que no es la primera vez que me han ocurrido estas cosas; desde muy joven nunca faltó alguien que al calor de una discusión estudiantil o de otro tópico soltó frases del tipo “si tan solo te dedicaras a hacer algo útil…” o
“búscate un trabajo de verdad, haragán”. La memoria me devuelve incluso a las ocasiones en que me encontré llenando una ficha, algún documento oficial o respondiendo preguntas durante una entrevista de trabajo: '¿Profesión?: soy escritor, también comunicador social, pero escritor por sobre todas las cosas...'
Dedicarse a aquello que amamos muchas veces genera envidia, qué duda cabe; pero ese es otro tema, otra verdad, otra historia.
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