Augusto Rubio Acosta
La primera vez que me detuve aquí, mi madre me cogió de la mano muy fuerte para evitar que me aviente. Como siempre me llevaba a la Plaza para aprender a manejar bicicleta, el fondo y la forma del contundente paisaje que poseía ante mis ojos me permitían dibujar -con el índice izquierdo- extrañas formas en al aire. Por las noches, con el ruido de las olas reventando sobre las piedras del barrio Miramar, mi sueño se poblaba de no pocos ideales. Me soñaba fundiendo metales, puliendo papeles escritos, tendiéndolos a secar sobre un cordel -ante el sol de la mañana- de un extremo a otro de Meiggs (la avenida).
Pero un día infausto de octubre, de esos que cada cierto tiempo me han sacudido la existencia, mis padres hicieron estacionar un enorme trailer frente a casa. Poco a poco, en varios viajes hacia el sur de la ciudad, una cuadrilla de sujetos desalmados cargaron y se llevaron todo lo que teníamos. Al final, mis padres dijeron: 'ya terminamos la mudanza, siéntate en el sofá de la sala', dispuesto tal cual sobre la tolva... Fue entonces cuando huí, cuando salí corriendo -sin control- de casa y sin mirar atrás. Fue cuando me interné en las calles insondables del puerto, cuando temblé el día entero y me comí las uñas de tanto pensar. Fue cuando todo lo que vi detrás mío estaba hecho un desierto, una ciudad calcinada y humeante a la distancia, lejos. Así, brutalmente se fueron mis mejores años, mi infancia. Ahí estaba yo de pie, (como ahora, como siempre), detenido frente al mar.
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