El mediodía y la tarde de hoy la pasé en los libreros de viejo, practicando el huaqueo. Dedicarse a la arqueología literaria, a hurgar en restos materiales, documentos extraviados, perdidos, pero suficientemente iluminados por las fuentes escritas más diversas, constituye para el suscrito –más que una pasión- una forma de vida. Cuando volvíamos a la realidad, mientras retornábamos a pie bajo el sol abrasante de la urbe, me pregunté como otras veces sobre el por qué de la poesía.
¿Por qué la poesía, de dónde surge esa resistencia que hila y expone sus discursos al viento en pos del ciudadano consciente que la acoja?, ¿por qué la poesía y los actos de insumisión pública que produce?, ¿de dónde nacen los ejercicios de conciencia práctica que le son afines, dónde se genera esa pública reflexión, esos textos con tramas y pretensiones artísticas que nunca son indiferentes al estado de las cosas?
La poesía es un misterio, qué duda cabe. Por eso aquí no pretendemos explicarla. El texto que pongo en vuestras manos pertenece a esa especie de reflexión diaria que asoma entre el ruido de los autos camino al centro de trabajo, en el twitteo del día a día, que está al margen de los escaparates y de las formas autorizadas y banalizadas por la crítica. Las presentes líneas constituyen, en ese sentido, la mera reflexión de un autor semi clandestino que ha publicado algunos libros que en la mayoría de los casos han ido a parar porfiadamente a las manos, a las bibliotecas de sus amigos y de algunos irreductibles cachineros insomnes.
La verdadera poesía no se silencia nunca ni cede en su afán de reivindicar la palabra y visibilizar el mundo injusto en que sobrevivimos. La poesía es resistencia pero también es fuga, es vitalidad, búsqueda estética y social, es creación, proceso, es vida. El poeta está obligado a asumir -entonces- con rigor ético y compromiso moral el difícil y conflictivo equilibrio entre supervivencia económica y rechazo del orden y lógicas establecidos, proyecto hartamente complicado (casi imposible), pero hermoso y heroico si se persevera inyectando vida a través de la escritura y negando el discurso oficial con argumentos que van más allá del mercado, la resignación o el lamento.
Hablamos de poesía cuando no hay lugar para el temor, en muchos casos tampoco para la esperanza. La poesía busca y encuentra sus armas en los incendios más oscuros de nuestra sociedad y se propaga desde los márgenes. El género aporta a la transformación social desde una vivencia y experimentación difícil de explicar, desde el latido de otros mundos posibles, desde el conflictivo y violento diálogo contra la capacidad devoradora de sentido y verdad que tienen las ideas y los nombres que sustituyen a la experiencia y la materia, enmascarándolas.
Huaqueaba entre los libreros de viejo y pensaba que la primera y más constante batalla que hay que librar (además del que se mantiene permanentemente frente al lenguaje) es la de la resistencia contra nosotros mismos, el de la propia transformación. Dedicarse a la poesía es intentar dejar que la voz común se dirija frontalmente contra la realidad, es tratar de vivir mereciendo nuestros más caros anhelos: vivir poéticamente, dejarnos arrastrar por la aventura de lo que no está hecho, de lo que es desconocido y necesita esclarecerse.
Foucault decía: crear y recrear, transformar la situación, participar activamente en el proceso: eso es resistir. Queda entonces seguir escribiendo por amor y pasión mientras uno escucha a The Beatles o las melodías de Sidney Bechet. Queda escribirle a la muchacha de ojos tristes (sometimes alegres) que sacude nuestra existencia. Queda escribir también para entender el mundo. Escribir para cambiarlo.
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