miércoles, 26 de junio de 2013

El Quijote de mi pueblo

 Fernando Cueto Chavarría

Tienes que conocerlo, me dijo Hugo Vargas Tello a mitad de un ceviche; con él vas a congeniar de inmediato. Esa misma tarde lo fuimos a ver y, la verdad, me quedé desconcertado: vestía un pantalón de franela roja desteñido y una chompa raída, deshilachada por las mangas y el cuello, y tenía la barba crecida y los cabellos entrecanos tan alborotados que parecía que nunca habían conocido el peine. Pensé que Hugo me había jugado una broma, y ya estaba por retirarme, pero el hombre, después de estrecharnos las manos, se echó a hablar. Y hablaba como un iluminado, como alguien que creía tener la verdad y tenía prisa en contarla. Y hablaba solamente de libros, de obras pasadas, recientes y futuras, de las que ya había publicado y de las que pensaba sacar más adelante. Luego pasamos a la trastienda, y sufrí un deslumbramiento: las paredes tenían estantes atiborrados de libros, las mesas estaban llenas de libros y hasta en el baño había cajas repletas de libros. Entones sonreí complacido y me dije a mí mismo: esta es la persona que estaba buscando.   
Al día siguiente, muy temprano, sonó el teléfono de mi casa. Era él; seguía hablando de libros. Quedamos en vernos ese mismo día, en la  tarde, en el restaurante La Gitana. Y, al caer el crepúsculo, ya estábamos sentados a una mesa, comiendo anticuchos y tomando cerveza. Hablamos de todo: de nuestras vidas, de nuestras pasiones, de nuestros autores y libros favoritos; y en eso, como una revelación, llegamos a José María Arguedas y sucedió algo increíble: como un relámpago, nos miramos a los ojos y nos reconocimos hermanos, los hijos perdidos del gran andahuaylino. Habíamos tocado nuestra fibra más sensible, habíamos llegado a nuestro punto de fusión. Horas más tarde salimos de La Gitana abrazados, ebrios y felices de habernos descubierto, dichosos de sabernos iguales. 
Así empezó todo. Jaime Guzmán, el loco del puerto, me invitó a colaborar en la revista Los Zorros -a presentar un poema, un artículo o una narración cada quince días- y, a la vez, me propuso publicar mi primer poemario y me animó a terminar una historia que tenía dispersa en capítulos inconclusos. Para ese entonces él ya había publicado la novela Banchero, los adolescentes años 60 de Chimbote, de Guillermo Thorndike, y el libro de cuentos Las islas blancas, de Julio Ortega, y se encontraba dominado por una especie de locura frenética que, a la larga, lo llevaría a publicar libros de Óscar Colchado, Antonio Salinas, Miguel Rodríguez, Augusto Rubio, Ítalo Morales, Braulio Muñoz, Francisco Vásquez, y a demostrarnos a todos que, en el fondo, estaba más cuerdo que cualquiera.  
La presentación de mi poemario Labra Palabra coincidió con la de la novela Leyenda del Padre, de Miguel Rodríguez, y fue una noche apoteósica. Jaime Guzmán había comprometido, para que presentaran los libros, a Oswaldo Reynoso, Washington Delgado y Miguel Gutiérrez, los mayores exponentes peruanos en narrativa, poesía y crítica literaria, respectivamente. Y, como no podía ser de otra manera, el restaurante La Cochera, el local de la presentación, estuvo abarrotado de gente, de hombres y mujeres que ocuparon todos los rincones, incluso hubieron personas que, de pie, rodearon como un enjambre la mesa de honor y muchas otras que atisbaron el espectáculo desde las ventanas, paradas en la vereda. Horas después, cuando pasó el alboroto, Oswaldo Reynoso me confesó, un tanto conmovido, que nunca en su larga y trajinada vida, ni siquiera en Lima ni en todo el Perú, había vivido una experiencia igual, esa fiebre colectiva por escuchar la palabra de los escritores y saber de sus libros.  
Esa noche me di cuenta de que algo estaba cambiando, de que Jaime Guzmán había abierto las compuertas de un fenómeno que sería imparable. Por primera vez, a lo largo de toda la historia de este país, los principales escritores y críticos literarios, afincados en Lima, habían volteado los ojos y se habían dignado a ver lo que sucedía en el interior, en las provincias. Y lo que descubrieron les golpeó la cara como una bofetada: allí, en las entrañas mismas de la nación, había una hormigueante actividad cultural, una producción literaria que se mantenía siempre viva, firme e imperecedera a pesar de los larguísimos años de olvido y postergación. Y entonces, ellos mismos, los limeños, cayeron  en cuenta de que, en realidad, eran provincianos y que la mayor parte de la producción literaria capitalina la habían escrito los hombres venidos del interior del Perú. 
Pero Jaime Guzmán no se detuvo; en verdad, nunca supo estarse quieto. Continuó publicando obras desde su trinchera, desde su editorial chimbotana, y fue actor principal en las ferias regionales de libros e impulsó, adelantándose a las políticas gubernamentales, el plan lector en los colegios. Y, aunque yo no sabía leer los augurios del cielo, un día, de improviso, él me plantó una mirada de alucinado y, entre risas, me dijo que podía vaticinar el futuro y que, a pesar de que yo mismo no lo creía, él me veía publicando libros y convertido en un verdadero escritor.  
De hecho, fue la primera persona que creyó que yo tenía cualidades, si es que las tengo, para escribir. Y fue gracias a esa fe que él le ponía a las causas perdidas, a su obstinación y perseverancia, que publicamos mis dos primeras novelas Lancha varada y Llora corazón. Para mi tercera novela, Días de fuego, él mismo, en un desconcertante acto de desprendimiento, me dijo que mi obra merecía difundirse en un ámbito mayor, que necesitaba salir de Chimbote, y se comprometió a publicarla, en coedición, con la editorial San Marcos, de Lima. Más adelante, cuando le enseñé el borrador de mi cuarta novela, Ese camino existe, Jaime se sinceró y me dijo que ya no podía publicarla, que ese libro merecía otro tratamiento. Y fue él mismo quien me animó, casi me conminó, a presentarla al premio Copé, diciéndome que estaba seguro de que yo lo ganaría y que, el día que se dieran los resultados, él se bañaría calato en la pileta de la plaza de armas de Chimbote.
No se bañó calato, pero, en marzo del año pasado, cuando lo llamé por teléfono para darle la buena noticia, él no podía hablar; ya estaba enterado, y lloraba como un niño. Esa noche nos embriagamos y juramos que seguiríamos publicando libros, que no nos detendríamos hasta ganar todos los premios literarios habidos y por haber. Esa noche nos fuimos a dormir soñando que habíamos ganado el premio Nobel. 
No sé qué pasó después, cómo es que el tiempo avanzó tan rápido y nos hizo una mala jugada. Yo estaba escribiendo mi última novela -la que recién acabo de concluir-, y él se mostraba entusiasmado, animoso con los avances que le iba dando, pero un día de fines de diciembre, me llama a mi casa y me dice que tenía algo que decirme. Nos encontramos en el centro de la ciudad, a las 9 de la mañana, en una cevichería que recién estaba abriendo, bajando las sillas de las mesas. Allí pidió una cerveza y me dijo así, de sopetón, que ya no le quedaba mucho tiempo de vida y que los proyectos que habíamos trazado se quedarían truncos. Yo le dije que no se bromeara de esa manera, que no dijera esas cosas; y él me replicó que estaba hablando en serio, que él sabía por qué me decía todo eso.
Después todo ocurrió a una velocidad increíble. Una mañana, en febrero de este año, Marina, su esposa, entre lágrimas me confirma que Jaime estaba grave en Lima, luchando en desventaja contra el cáncer. Y yo me quedé perplejo, pensando que él lo había previsto todo, que el gran lector de los designios del cielo había vaticinado su propia muerte. Y ya no pude salir de mi asombro, me quedé pasmado, enceguecido, con un nudo en la garganta y una sombra de incertidumbre delante de los ojos. Hasta ahora, en que, a un mes de su partida, el panorama se me despeja y la voz se me aclara un poco, y recién puedo decirle lo mucho que lo apreciaba, la suerte que tuve de encontrarlo en mi camino y cuán agradecido estoy por todo lo que hizo por mí.
Esto era lo que quería decirte, Jaime Guzmán, esa era la voz que te debía, deshacedor de entuertos de mi pueblo, lo que no pude decirte en su momento, mi Quijote, y preguntarte, de paso, ¿por qué te fuiste, compañero, así tan de prisa y desarmado, sin adarga antigua, rocín flaco ni galgo corredor?

lunes, 24 de junio de 2013

La ética periodística en debate



 Augusto Rubio Acosta

¿Somos cada uno de los periodistas buenas personas?, ¿estamos orgullosos de nuestra profesión y de lo que resulta de nuestro ejercicio?, ¿tenemos un sentido de misión en la vida, en la profesión?, ¿estamos dispuestos a una entrega total?, ¿qué tan apasionados somos de la verdad?, ¿qué tan autocríticos somos?, ¿elaboramos y compartimos conocimiento?, ¿tenemos un objetivo?, ¿tenemos sentido del otro, en tanto desconocemos o destruimos al otro y nos deshumanizamos en ese camino?, ¿somos independientes?, ¿tenemos credibilidad?, ¿mantenemos intacta nuestra capacidad de asombro?
Cada día que pasa, los periodistas tenemos la oportunidad de cambiar algo de la sociedad en que vivimos. Sin embargo, hace tiempo que la crisis del periodismo y las deformaciones en su ejercicio se han convertido en lugar común. Años que se habla y debate en el ámbito académico sobre la desaparición de la profesión como la conocemos. Tiempo que se señala con el dedo a los malos periodistas, a quienes denigran la profesión, así como se reconoce a quienes hacen honor al apostolado, a su forma de vida. Y es que no se puede negar que -desde hace mucho- la mayoría de periodistas han dejado de cumplir con su función principal e intrínseca: acercar a los ciudadanos la información necesaria para que puedan tomar mejores decisiones, orientarse en la vida pública, conocer aquello que no pueden vivir en forma directa y controlar (fiscalizar) a quienes ejercen el poder. 

Antes, hace muchos años atrás, los periodistas garantizábamos la salud del sistema democrático, pero ahora –como están las cosas, con el periodismo que ejerce la mayoría de medios del sector- lo ponemos en peligro. Las formas de presentar y relatar los acontecimientos noticiosos son ahora insuficientes, el lenguaje periodístico dice poco, dice nada o esconde y distorsiona la realidad. En las redacciones de estos tiempos, las áreas de publicidad de los medios de comunicación (y sus clientes o anunciantes) pretenden imponer (e imponen mayoritariamente) su agenda: entretenimiento, farándula contaminada con hechos políticos, contenidos de dudoso aporte educativo, social,  cultural y periodístico, incapaz de anticipar las crisis sociales. Y aquí la influencia de los medios como factores de poder, la precariedad laboral en muchas empresas informativas y la complejidad creciente de la realidad política y social, hacen que los principios que caracterizaron al periodismo desde su constitución como actividad autónoma hace más de un siglo atraviesen un período de graves cuestionamientos y redefiniciones.
Sin embargo, desde el punto de vista de la autocrítica de los periodistas y sus medios: cero. Existe la necesidad y la urgencia de generar cambios que determinen transformar la profesión en lo que se supone debería ser: la búsqueda constante de un periodismo más útil socialmente, uno de calidad que –aparte de conseguir relatar las noticias de forma diferente y con veracidad- sea más provechosa para la ciudadanía. ¿Cómo hacerlo? De diversas formas. Primero dejando atrás formatos y géneros anquilosados en el tiempo, generando un periodismo situado en la realidad social que debe escudriñar, comprender y relatar en toda su complejidad, para que el ciudadano pueda resolver sus problemas y concretar sus aspiraciones sociales legítimas e inexcusables.
Regreso a la semilla
Otra de las formas de transformar la profesión sería volviendo a los orígenes. Redefinir qué es el periodismo, distinguir quiénes son periodistas y quiénes deben recibir otro nombre para calificar su actividad; de igual forma dejando en claro cuál es la tarea específica que el periodismo cumple en una sociedad determinada y cuáles son sus principios básicos; pero sobre todo: construir una visión ética compartida sobre el ejercicio de la profesión, que conserve los estilos y la pluralidad como riqueza básica de nuestra actividad.
El investigar, chequear y reconfirmar la información antes de soltarla al viento mediante su publicación, es básico y urgente. Recuperar dos nociones elementales en la actividad periodística: la información entendida como bien público y una noción personal de la ética profesional, es prioritario en los tiempos que corren.
La materia prima del periodismo siempre ha sido un material altamente sensible y frágil, motivo de disputa de los poderes públicos, mercancía valiosa. Precisamente, por ser bien público, la información le pertenece a todos los ciudadanos tanto como les corresponde la educación, la salud, la justicia y un medio ambiente saludable, pero solo si se les aborda como temas relevantes y verdaderos, no deformados. Por eso la ética es el valor central de la práctica del periodismo. Por las funciones sociales que cumple en una sociedad democrática, el periodismo tiene una vinculación esencial y constitutiva con la ética. 
Una aguda crisis de identidad
Periodistas y medios tienen su principal juez en los ciudadanos, ante quienes deben dar cuenta de la responsabilidad que contrajeron con la sociedad al hacerse cargo de la tarea de buscar y difundir información. Pero como bien sabemos (y le consta a casi todos) la teoría choca inmediatamente con múltiples obstáculos en cuanto se aplica en la práctica cotidiana. Así, los principales dilemas éticos de los periodistas no están ya en los valores que se enumeran en los códigos deontológicos. Por el contrario, los problemas éticos fundamentales son de origen interno y derivan de la inédita crisis de identidad que atraviesa la profesión. Con la independencia y la veracidad convertidas en principios vacíos de contenido (o reemplazados por la primacía de los intereses económicos y políticos de los medios y su necesidad de generar ganancias), la propia función social del periodismo se desdibuja. Más aún, no muchos informadores podrían hoy responder quién es periodista o para qué sirve el periodismo en una sociedad democrática. Y eso es muy triste.
Incorporar una conciencia ética y un convencimiento íntimo sobre las implicancias que tiene la tarea de informar, que oriente el trabajo cotidiano y permita procesar las presiones a las que la profesión está sometida, se hace entonces imprescindible para todo periodista que se respete. Olvidarse de la reflexión se ha hecho común en las redacciones, la mayoría se limita a cumplir la tarea y a retener el puesto de trabajo, se ha renunciado a la responsabilidad social intrínseca a la profesión, y se continúa erosionando el mayor capital que tenemos los periodistas y lo único capaz de protegernos en épocas turbulentas: la credibilidad de los ciudadanos.
Uno de los valores centrales para distinguir a un periodista de quien no lo es debería ser su comportamiento responsable en la búsqueda de la información, la construcción de los relatos y su difusión a los ciudadanos. Más allá de los problemas de los comunicadores, los periodistas somos parte activa de la reconstrucción de la ciudadanía, de la sociedad en que vivimos. La profesionalidad de un buen periodista se construye sobre un ser humano, es algo imprescindible a la hora de pensar en la profesión. En conclusión: la ética consiste en el desafío que cada ser humano lleva consigo de ser excelente. No lo olvidemos.

sábado, 15 de junio de 2013

Día del padre (huaqueando entre el hueso)



 Augusto Rubio Acosta

Hay quienes celebran fechas especiales (como el Día del padre) o cualquier domingo del mes, bebiendo cantidades industriales de ciertas pócimas, divirtiéndose a sus anchas con las amistades en interminables e insulsos partidos de fulbito (y full vaso), perdiendo el tiempo en conversaciones absurdas, vagando por inercia o simplemente no haciendo nada: dejando pasar las horas, el día. Hay quienes buscan imponer la diversión en sus vidas como forma de evasión, que ésta sirva como desahogo de las frustraciones, miserias y ansias de rebelión de las personas. Así, mediante el entretenimiento y el espectáculo (que es evasión, distracción y un pasar absurdo del tiempo), el poder (léase el epicentro de control que gobierna la sociedad en que vivimos) pretende entretener al rebaño para que carezca de iniciativas propias. La mente y la imaginación quedan entonces atrapadas en un programa de entretenimiento y son manipulables. Eso lo saben muchos, les consta a casi todos los que consumen televisión y prensa basura. Lo saben pero no les importa, más puede su afán de ‘sano esparcimiento’, de divertirse a costa de todo.
El paisaje en las ciudades ha cambiado en los últimos años. Chimbote ha cambiado, obviamente para mal (basta ver sus medios de comunicación masiva para darnos cuenta de lo que pasa). Sin embargo, es posible recorrer Lima, Buenos Aires, Seattle, Liverpool, Chimbote y otras urbes, para constatar que las calles se asemejan mucho por las mismas tiendas, los mismos anuncios, las mismas marcas. En todas las ciudades mencionadas hay centros comerciales en donde se puede conseguir todo tipo de productos, sensaciones y servicios totalmente empaquetados y con códigos de barras. En ellos, cualquier momento de ocio creativo o auténtico sano esparcimiento queda reglado por las normas mercantilistas que contribuyen a mantener el binomio ocio = dinero. En Chimbote se pueden alcanzar grandes cuotas de ocio, de acuerdo a la cantidad de dinero que se disponga. La máxima es una sola: “hay que divertirse intensamente y rápido”. Ese ocio acelerado es el espacio de evasión que existe antes de volver al trabajo, al empleo que proporciona el dinero necesario para comprar el momento de ocio (el peor de los ocios). 
Hace unos días dimos una vuelta por cierta librería de viejo de José Olaya, reducto del cual –como siempre- salimos fortalecidos y con pesados paquetes para el diario. En el camino de regreso, no fueron pocas las ideas que nos asaltaron. Es cierto que quienes se dedican a comercializar libros antiguos (del siglo XVIII para atrás) y de viejo (con más de 25 años) pertenecen a iniciativas en extinción que en los últimos años –gracias a la Internet- encontraron la cruz y la salvación, pero cuánta falta nos hacen a los verdaderos lectores, investigadores y coleccionistas este tipo de espacios que ojalá proliferaran en el puerto. Hace unos días ‘huaqueamos’ a fondo en sus estantes, dedicamos nuestros momentos ‘de ocio’ a prolongar la grata sensación de comprobar que a más volúmenes nuevos que leer, más materiales habrá para la imaginación, para la creación literaria.
Hay quienes celebran fechas especiales (como hoy) de mil ‘divertidas’ formas. Nosotros celebraremos regresando a Olaya (ojalá atiendan), huaquearemos entre el ‘hueso’, encontraremos lo que andamos buscando y aspiraremos la brisa del mar desde la Plaza 28. Con nuevos volúmenes volveremos a casa, seremos felices…

jueves, 6 de junio de 2013

Un luchador social

Del mar de noticias a las que uno accede cada semana, rescatamos una entrevista que -sin ser excepcional ni nada por el estilo- permite traslucir a cierta plenitud la forma de sentir y de vivir de José Mujica, el presidente uruguayo. A continuación algunos fragmentos de la misma:
"¡Están locos! ¡Qué premio de la paz ni premio de nada! (se refiere a la postulación de su persona para el Premio Nobel de la Paz, por parte de una organización holandesa). Si me dieran un premio de esos es un honor para Uruguay y para arrimar unos pesos más para hacer casitas... En Uruguay hay muchas mujeres pobres con cuatro o cinco hijos porque los hombres las abandonan, y hay una lucha para que tengan un techo digno. La paz se lleva adentro. El premio ya lo tengo. Está en las calles de mi país, en el abrazo de mis paisanos, de los ranchos humildes. En mi país yo camino por al calle, voy a comer en cualquier lado sin la parafernalia de los hombres de Estado. No quiere decir que no tenga rosarios y puede que también algún enemigo, pero al fin y al cabo morir te vas a morir y no hay que vivir temblándole a todo. Al fin y al cabo, la vida ha sido muy generosa conmigo..."
"(...) Soy un luchador social lo he sido toda mi vida, ahora estoy en esta changuita de presidente que nunca pensé, pero el juego de la vida se dio así. Pertenezco a una generación que quiso cambiar el mundo: fui aplastado, derrotado, pulverizado, pero sigo soñando que vale la pena luchar para que la gente pueda vivir un poco mejor y con un mayor sentido de igualdad. El hombre tiene recursos para crear un mundo mejor, mucho más rico en cultura y conocimiento..."
Mujica también se refirió a su pasado guerrillero y a sus años de cárcel. "Nadie te puede devolver lo que perdiste en un calabozo, lo que fuiste tratado como perro al basural y otras cosas. En la vida hay que aprender a cargar con una mochila de dolor, pero no vivir mirando la mochila, hay que mirar hacia adelante. Cada madrugada amanece y la vida es porvenir, y es tan hermosa que hay que defenderla y quererla. Puedes caer mil veces, pero el asunto es tener la fuerza y el coraje de volverte a levantar y empezar. Volver a empezar es una actitud general que hay que pregonar en la vida. Los únicos derrotados son los que dejan de luchar, soñar y querer..."
Al finalizar la entrevista, la periodista expresó: "No parece usted un político", a lo que el presidente uruguayo respondió: "soy un luchador social".

El vídeo con la entrevista completa está aquí.