miércoles, 16 de abril de 2014

Hombre Araña vuelve

 Augusto Rubio Acosta


De los ejercicios escriturales a los que sometí a los escasos participantes del accidentado Taller de Escritura Creativa que dictamos el último verano, hay uno del periodista Jorge Curibanco, del cual tomo prestado algunos párrafos que me gustaría compartir con ustedes. Se trata de un ejercicio reflexivo -e intitulado- alrededor del colorido dibujo de un Hombre Araña, imagen que se encuentra adherida a la pared del búnker que utilizo para escribir, espacio en el que estoy sentado ahora mismo redactando estas líneas y que, aparentemente, no tiene nada que hacer (no encaja) con lo que es posible hallar en este entorno. El antes citado ejercicio, le ha servido a su vez al suscrito para repensar el acto de la escritura y la relación indivisible que existe con la defensa de la soledad, del aislamiento y de la felicidad que ello implica.
“Hay un Hombre Araña en la pared. En la oficina - taller del escritor Augusto Rubio, uno ve todo lo que debería ver en la casa de alguien que se gana la vida escribiendo: hay libros a montones, un escritorio con una computadora para escribir, una lámpara que de seguro ilumina sus noches en vela cuando la inspiración llega, afiches artísticos, tazas de diseño llamativo, una pintura en la pared y otras más en el piso, postales que combinan fotos de escritores y paisajes de puertos; pero justo debajo de éstas, en el filo de una pared que sobresale al costado de la puerta, está ese Hombre Araña algo barrigón, dibujado con plumón negro sobre papel cuadriculado, probablemente por un niño (¿quizá su hijo?), que rompe ese clima ‘culturoso’ que se respira en la habitación. ¿Qué hace ese dibujo ahí?...”
“Observo y observo, pero nada consigue hacerme comprender qué hace esa figurilla del Hombre Araña en el espacio del escritor. Empiezo a especular, entonces. Creo que está aquí no por casualidad, sino porque debe de estar. En este sitio privado, íntimo, el creador literario tiene todo lo que ama: sus libros, sus pinturas, sus tazas bonitas y también ese dibujo que le recuerda a esa persona especial que no está y creo fue su artífice: su hijo, ese niño que sé que existe y todas las veces que he venido –que no son pocas– nunca he visto. ¿Será eso? Si su hijo no está, sino solo en la representación de un superhéroe de papel qué él hizo, ¿cuánto debe alejarse un escritor para quedarse a solas con su mundo y su obra?, ¿cuándo ese aislamiento deja de ser soledad y se vuelve felicidad?...”
Jorge Curibanco no lo sabe, pero la noche que escribió los párrafos arriba citados, el suscrito se hundió en sus más estremecedores recuerdos. Volví a tener cuatro años, a ser picado por una araña radioactiva una noche de insomnio en Miramar, hecho que me transfiguró -del pequeño Peter Parker que siempre fui- en el superhéroe camuflado detrás de un periodista en el Daily Bugle. Volví a intentar caminar por el techo y las paredes, a lanzarme de la azotea de casa con la cabeza cubierta con la media roja que compramos una noche lluviosa en Huarás, consciente de que mi telaraña solo duraba una hora antes de que se evaporara en el aire…
Leyendo el texto, el ejercicio escritural, recordé el Hombre Araña de peluche que mi pequeño Josemaría tuvo los primeros años de su vida. Lo vi arrastrarlo y patearlo en casa y durante nuestros viajes por la Costa peruana, abrazarlo y lanzarlo por los aires de manera indiscriminada, jugar con él muchas veces antes que se convirtiera en artículo decorativo de su habitación a la espera de ser heredado por Paul, su nuevo, balbuceante y recién llegado propietario. Leyendo el texto volvieron los mejores momentos en la vida de un padre que comparte con su hijo lo más luminoso que la vida le ha dado: la lectura, los libros, las películas seleccionadas y la música que nos fue inherente siempre, desde que -en épocas distintas- abrimos los ojos al mundo.
¿Cuánto debe alejarse un escritor para quedarse a solas con su mundo y su obra?, ¿cuándo ese aislamiento deja de ser soledad y se vuelve felicidad?, ¿cuánto cuesta escribir en la ciudad que tenemos, que ni siquiera es nuestra sino ajena, que ha sido tomada por las fuerzas más oscuras y la desidia más absurda de la que tengamos memoria?
El Hombre Araña en la pared no es sino el más vivo testimonio de que las cosas y los seres que más amamos en la vida no siempre están junto a nosotros, pero su recuerdo y memoria –aunque dolorosa- caminan siempre a nuestro lado. Autores que necesitan aislarse del mundo, hundirse en la soledad para ser capaces de producir sus mejores textos, hay muchos; el suscrito se inscribe modestamente entre aquéllos que capturan los pequeños retazos de felicidad de los que está constituida la existencia, esa extraña palabra que cada día que pasa menos comprendo, que más me enerva, que más me aniquila.

lunes, 14 de abril de 2014

Poema de los días en que hablaba con el mar

 Augusto Rubio Acosta



Me lavé la cara y la desdicha pensando en los abismos, caminé hacia el mar por la Panamericana, y mientras veía pasar los autos, los pájaros, los patrulleros, cualquier cosa, me pregunté desde cuándo mi vida era una sombra, una lágrima hirviendo a la mitad de las infamias. Había despertado y ahí estaba de nuevo mi voz; entre los médanos a uno nadie lo escucha y se puede hablar, toser, gritar y maldecir; las piedras se alinean en los bordes del asfalto como la historia, ese libro imperfecto de rabia y sudor, de sangre y hervor humano, ese rugido adulterado que registra –piltrafa abyecta- el transcurrir de los días.
Camino al peaje, desde los últimos ranchos, desde los barrios innombrables donde termina-empieza la ciudad, los niños harapientos me despidieron desnudos –sonriendo- mientras yo pensaba en sus pulmones. Una sombra. ¿Desde cuándo las tormentas, los relámpagos del agua?, ¿qué me hizo inelegible a las estrellas de las playas, a las dalias vespertinas?, ¿desde cuándo el espanto y las traiciones, el silencio y la ausencia, las angustias y desgracias, se imponen a la vida y los sueños, al sol esplendoroso de las plazas, a la esperanza de los hombres?
A la hora de las flemas, de los escupitajos de los ferchos, de la mermelada en las miradas ebrias de los coimeros de la Policía Nacional, crucé el peaje raudo como si nada me importara, como si fuese un hombre extraviado que se alegra de extraviarse donde nadie conoce ni siquiera sus sueños. ¿Qué habita el corazón de quien palpita solo, de quien camina hacia el mar con la camisa mal planchada, de quien decide echarse a andar por la carretera como fantasma en pena que recoge sus pasos?, ¿qué habita el corazón de mi resaca, de estos huesos secándose ante el sol inclemente de las playas?, ¿quién grita en el silencio del desierto sin decir nada, quién busca un espacio entre las nubes y en la arena, para hacerse sepultar y colocar su crucecita?, ¿qué habita el corazón de las cucarachas aplastadas, de quienes rompen vidrios y arrojan piedras en las marchas?, ¿qué habita el corazón de las flores trémulas, de las frutas calcinadas?
A la altura de Besique, con el sol en la espalda y los camiones de basura como escolta, me detuvo un patrullero para pedirme mis papeles y tuve que darles mis poemas. Así se llevó la Policía lo único que traía en la mochila y en mi vida, así se fueron mis palabras; así me arrestaron, me golpearon, mientras yo los miraba como si no los viera, como si no existiesen, como si no pensara lo que siempre he pensado de ellos: la peor escoria de las plazas, la mierda misma de las ratas… ¿Hasta cuándo pretenderán encerrar mis palabras? -les gritaba- si el pétalo-petardo estalla ahora en las avenidas y arroja a los cuatro vientos mis ataditos de palabras, su mejor verdor?, ¿hasta cuándo las mañanas me darán solo el colchón de paja donde duermo, los pasadizos hediondos de la infamia?, ¿llegará el día en que vomitaré el pisco y la tristeza, las sombras necias que me arrastran?, ¿llegará el día en que mi garganta destrozada mutilará el hedor de las mañanas?, ¿escuchará entonces alguien mis palabras más allá de sus desbordados cielos?
En la soledad más salvaje de mi encierro, en la hora última -y a los hechos me remito- de pronto pensé en mis hijos; me vi en sus ojos transparentes, grandes y negritos, en las brasas de sus pechos de donde surge y se incinera -siempre- mi llanto… Pensé también en las mujeres que un día me amaron. Recordé las veces que fotografié a mi musa frente al océano, nuestro deambular por los insondables médanos de la noche, volví a las veces que dibujó en las orillas del viento, en los campos de cultivo donde nadie siembra, en las aguas que todo lo devoran, en todas partes, en la antesala misma del infierno. Pensé además en mamá, que a esa hora debía estar llamándome desde el primer piso de su casa: ‘Baja, Gucho, ya está el almuerzo, el lomo saltado se va a enfriar...’ ¿En qué consiste la esencia de las almas envenenadas, desesperadas y moribundas?, ¿qué hace que el anhelo último y definitivo, preciso y concreto, esté vinculado a las arenas clandestinas, a los embarcaderos olvidados?, ¿con qué se embriagan quienes han recibido la estocada del estribo, los de la línea de fuego, inminente fiambre de los cochos del muelle artesanal?, ¿por qué se parecen tanto los abismos al letargo profundo del silencio?, ¿por qué la existencia, la forma de mirar y de pisar el mundo es cruel con los que aún pescan de noche en la tormenta, ebrios de tantos naufragios?
Cuando volví a la pista, mi dolor seguía caminando hacia el mar; la misma vía, el mismo silencio; era mi voz de nuevo, el mismo temblar. De las ventanillas de los autos, los párvulos me gritaban: ‘huevón, por qué no chapas minivan’. Al caer la tarde empezó a llover, y fue entonces que en la línea dorada del horizonte apareció Tortugas, la curva, la desierta carretera a mi sagrado reino. ‘Aquí estoy, mar, camarada de siempre; en mi ciudad muchos han muerto perseverando en trabajos estériles, desaparecieron quienes hacían hablar a los muertos y llorar a los vivos, se suicidaron quienes interactuaban con el rumor silencioso de las olas en las playas olvidadas donde el vapor de agua de las nubes se condensa y precipita para que lo aprovechen las plantas, para que aumenten los caudales de los ríos, para que se desborden los pantanos y para que se infiltren también en los suelos. Aquí estoy de nuevo, me rompí la vida en las corrientes subterráneas de la existencia anegadas por la lluvia que –inevitablemente- desemboca siempre en tus aguas. Me dijeron que la tristeza puede ser también bonita, por eso vine a dejarte este poema, pequeña ofrenda a leerse en voz alta y con los ojos cerrados ante los sordos, ante los ciegos. He aquí mi contemplación última, mi vida destrozada, mi faz abierta hacia el cielo.

Chimbote: la sociedad civil que no funciona, que no existe

 Augusto Rubio Acosta



Por estos días, en Chimbote -en Áncash- sorprendentemente todos ‘luchan’ contra la corrupción, increíblemente han aparecido sujetos que han ‘abierto los ojos’ y pretenden ‘cohesionarse’ frente a certezas y objetivos comunes. Por estos días, en el puerto todos vibran con el ‘trance histórico’ del día a día político, todos asumen ‘el rol que les toca’, muchos ‘se indignan’, otros marchan, hay quienes salen a las calles a hacer pintas y quienes se encargan de ‘exigir justicia’ en el Congreso de la República y en los medios de comunicación social.
Pero a ninguno de ellos –con honrosas excepciones- les creo. Porque de ‘reivindicación moral’ en Áncash y de otras falacias, ya hemos tenido suficiente. No les creo porque son los mismos de toda la vida, gente que no ama Chimbote ni piensa en la ciudad (como dicen), sino únicamente en sus intereses políticos y económicos. No les creo porque no luchan a cambio de nada. Tampoco les creo a quienes desde su condición de ‘congresistas’ (esos sujetos que nos avergüenzan a todos) de la noche a la mañana se volvieron ‘investigadores’ y ‘luchadores anticorrupción’. No les creo y es una pena no creerles, es una lástima que no existan los auténticos y renovadores liderazgos que Áncash necesita.
A quienes me preguntan: ¿por qué no marchas, por qué no te pronuncias?, espero sirva esta respuesta. Marcharé en las calles contra la mafia enquistada en las altas esferas regionales, cuando los que se manifiesten en la vía pública sean gente proba, honesta y sin interés alguno. Marcharé –entonces- a mi manera, desde estas líneas, a pesar que no sirva para nada. Es triste, pero hay que decirlo: la mafia regional no caerá porque ya han transcurrido dos largas semanas de escándalos mediáticos, de ‘reuniones’ de la ‘sociedad civil’, de plantones, de marchas minúsculas, y nada –ningún cambio- ha ocurrido. La mafia caerá algún día, pero no por acción de los ciudadanos (que hemos demostrado ser indiferentes al extremo e incapaces de constituirnos en un mar humano poblando las calles del puerto para expectorar a quienes debemos). La mafia no caerá por la acción de ‘comisiones investigadoras’ del Congreso, tampoco por la ‘eficiencia’ del Poder Judicial o de ‘audiencia pública’ alguna (así se apersonen a perder el tiempo y a tomarse selfies en Chimbote). La podredumbre no caerá con los memes que se publican en Facebook, tampoco si se declara el estado de emergencia o por declaraciones de la descendencia de Ezequiel Nolasco (socio en la corrupción desde los albores de la mafia regional).
No somos nada, Chimbote; la sociedad civil en nuestra ciudad no funciona, no existe.