lunes, 14 de abril de 2014

Poema de los días en que hablaba con el mar

 Augusto Rubio Acosta



Me lavé la cara y la desdicha pensando en los abismos, caminé hacia el mar por la Panamericana, y mientras veía pasar los autos, los pájaros, los patrulleros, cualquier cosa, me pregunté desde cuándo mi vida era una sombra, una lágrima hirviendo a la mitad de las infamias. Había despertado y ahí estaba de nuevo mi voz; entre los médanos a uno nadie lo escucha y se puede hablar, toser, gritar y maldecir; las piedras se alinean en los bordes del asfalto como la historia, ese libro imperfecto de rabia y sudor, de sangre y hervor humano, ese rugido adulterado que registra –piltrafa abyecta- el transcurrir de los días.
Camino al peaje, desde los últimos ranchos, desde los barrios innombrables donde termina-empieza la ciudad, los niños harapientos me despidieron desnudos –sonriendo- mientras yo pensaba en sus pulmones. Una sombra. ¿Desde cuándo las tormentas, los relámpagos del agua?, ¿qué me hizo inelegible a las estrellas de las playas, a las dalias vespertinas?, ¿desde cuándo el espanto y las traiciones, el silencio y la ausencia, las angustias y desgracias, se imponen a la vida y los sueños, al sol esplendoroso de las plazas, a la esperanza de los hombres?
A la hora de las flemas, de los escupitajos de los ferchos, de la mermelada en las miradas ebrias de los coimeros de la Policía Nacional, crucé el peaje raudo como si nada me importara, como si fuese un hombre extraviado que se alegra de extraviarse donde nadie conoce ni siquiera sus sueños. ¿Qué habita el corazón de quien palpita solo, de quien camina hacia el mar con la camisa mal planchada, de quien decide echarse a andar por la carretera como fantasma en pena que recoge sus pasos?, ¿qué habita el corazón de mi resaca, de estos huesos secándose ante el sol inclemente de las playas?, ¿quién grita en el silencio del desierto sin decir nada, quién busca un espacio entre las nubes y en la arena, para hacerse sepultar y colocar su crucecita?, ¿qué habita el corazón de las cucarachas aplastadas, de quienes rompen vidrios y arrojan piedras en las marchas?, ¿qué habita el corazón de las flores trémulas, de las frutas calcinadas?
A la altura de Besique, con el sol en la espalda y los camiones de basura como escolta, me detuvo un patrullero para pedirme mis papeles y tuve que darles mis poemas. Así se llevó la Policía lo único que traía en la mochila y en mi vida, así se fueron mis palabras; así me arrestaron, me golpearon, mientras yo los miraba como si no los viera, como si no existiesen, como si no pensara lo que siempre he pensado de ellos: la peor escoria de las plazas, la mierda misma de las ratas… ¿Hasta cuándo pretenderán encerrar mis palabras? -les gritaba- si el pétalo-petardo estalla ahora en las avenidas y arroja a los cuatro vientos mis ataditos de palabras, su mejor verdor?, ¿hasta cuándo las mañanas me darán solo el colchón de paja donde duermo, los pasadizos hediondos de la infamia?, ¿llegará el día en que vomitaré el pisco y la tristeza, las sombras necias que me arrastran?, ¿llegará el día en que mi garganta destrozada mutilará el hedor de las mañanas?, ¿escuchará entonces alguien mis palabras más allá de sus desbordados cielos?
En la soledad más salvaje de mi encierro, en la hora última -y a los hechos me remito- de pronto pensé en mis hijos; me vi en sus ojos transparentes, grandes y negritos, en las brasas de sus pechos de donde surge y se incinera -siempre- mi llanto… Pensé también en las mujeres que un día me amaron. Recordé las veces que fotografié a mi musa frente al océano, nuestro deambular por los insondables médanos de la noche, volví a las veces que dibujó en las orillas del viento, en los campos de cultivo donde nadie siembra, en las aguas que todo lo devoran, en todas partes, en la antesala misma del infierno. Pensé además en mamá, que a esa hora debía estar llamándome desde el primer piso de su casa: ‘Baja, Gucho, ya está el almuerzo, el lomo saltado se va a enfriar...’ ¿En qué consiste la esencia de las almas envenenadas, desesperadas y moribundas?, ¿qué hace que el anhelo último y definitivo, preciso y concreto, esté vinculado a las arenas clandestinas, a los embarcaderos olvidados?, ¿con qué se embriagan quienes han recibido la estocada del estribo, los de la línea de fuego, inminente fiambre de los cochos del muelle artesanal?, ¿por qué se parecen tanto los abismos al letargo profundo del silencio?, ¿por qué la existencia, la forma de mirar y de pisar el mundo es cruel con los que aún pescan de noche en la tormenta, ebrios de tantos naufragios?
Cuando volví a la pista, mi dolor seguía caminando hacia el mar; la misma vía, el mismo silencio; era mi voz de nuevo, el mismo temblar. De las ventanillas de los autos, los párvulos me gritaban: ‘huevón, por qué no chapas minivan’. Al caer la tarde empezó a llover, y fue entonces que en la línea dorada del horizonte apareció Tortugas, la curva, la desierta carretera a mi sagrado reino. ‘Aquí estoy, mar, camarada de siempre; en mi ciudad muchos han muerto perseverando en trabajos estériles, desaparecieron quienes hacían hablar a los muertos y llorar a los vivos, se suicidaron quienes interactuaban con el rumor silencioso de las olas en las playas olvidadas donde el vapor de agua de las nubes se condensa y precipita para que lo aprovechen las plantas, para que aumenten los caudales de los ríos, para que se desborden los pantanos y para que se infiltren también en los suelos. Aquí estoy de nuevo, me rompí la vida en las corrientes subterráneas de la existencia anegadas por la lluvia que –inevitablemente- desemboca siempre en tus aguas. Me dijeron que la tristeza puede ser también bonita, por eso vine a dejarte este poema, pequeña ofrenda a leerse en voz alta y con los ojos cerrados ante los sordos, ante los ciegos. He aquí mi contemplación última, mi vida destrozada, mi faz abierta hacia el cielo.

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