jueves, 2 de enero de 2014

Diario de las vidas absurdas que he vivido

 Augusto Rubio Acosta

Fue en el mar de Pimentel, hechizante siempre debido a su melancolía, despiadado escenario de momentos huidizos en la memoria que generan estragos a lo largo de mi existencia, donde decidí escribir un diario, uno que sirva como carroza fúnebre del tiempo, testimonio, cortejo de los días perdidos.
Cuando empecé a redactarlo se iniciaba un nuevo año. Desde el principio fui consciente del riesgo de manipulación que existía. Jamás pensé en publicarlo, ni siquiera póstumamente, nunca tuve expectativa alguna de que fuese leído. Quizá el descrédito de la ficción, la necesidad de redactar apuntes autobiográficos, meditaciones o notas para mí mismo (para mi sobrevivencia), me llevaron a internarme en el registro de hechos personales. La escritura invisible, privada e instintiva, permitió que otro yo se desgaje del yo que me hacía escribir (sobre todo en las mañanas), que se separe y me observe cuando era hora de sentarse ante el teclado, ante el cuaderno viejo o la servilleta, ante cualquier superficie plana que aguantara mis palabras. Desde mis años adolescentes anoté cosas que me ocurrían, pero nunca pensé que esa afición derivaría -con los años y las lecturas- en varias decenas de cuadernos que señalan mejor la época que me tocó vivir y la distinguen de las vidas más absurdas que he vivido.
Huella dactilar de la vida que tengo, que he tenido, el diario me ha llevado a preguntarme –en principio- si al escribirlo estoy siendo absolutamente sincero. Frente al mar de Pimentel, sentado en una de las bancas de su añoso malecón, pensé si no había llegado demasiado tarde a ciertos acontecimientos, emociones y personas importantes de mi vida o si me había ido de los mismos demasiado pronto. Todo el tiempo fui un desplazado, un marginal destrozado en mil pedazos. En el mar caí en la cuenta de que solo mi diario podía salvarme, recomponerme la existencia.

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