Para celebrar el Premio Nacional de Ciencias y Artes, el escritor mexicano Daniel Sada habría cantado Respeta mi dolor o La flor de capomo. Canciones norteñas, sus favoritas. Habría cantado y también habría bailado de no ser porque la noticia del galardón, revelada al mediodía de este viernes, llegó cuando el autor de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe estaba sedado, postrado en una cama. Su vida termino ese mismo día, demasiado prematuramente, a los 58 años, a consecuencia de diabetes y disfunción renal.
Falleció Daniel Sada, el creador de un paisaje literario único en el castellano, constructor de un mundo en el que se combinaban su obsesión por contar historias con el inagotable afán de usar para ello todos los elementos del idioma, ortodoxia e innovación que le generaron el calificativo de autor barroco, que rechazaba.
Anclado en sus raíces norteñas -nació en Méxicali (Baja California,) pero su familia era de Coahuila y trabajó varios años en Sinaloa- huyó de todo lo que le alejara de su empeño por crear historias perfectas, en las que se recrean el habla y entorno del recio carácter de los norteños con la puntillosa elección de giros verbales que le hicieron un autor único al grado que fue comparado con Lezama Lima.
“Con la memoria, vuelvo a abrir la puerta de la editorial en la que trabajé décadas atrás, y me saluda un joven, robusto y sonriente Daniel Sada. Lleva el manuscrito de su primer novela, en la que ya está el germen de lo que será toda su obra: Lampa vida. Allí está el ingenio asombroso que siempre lo caracterizará. Después de leerla, recomiendo que se publique de inmediato. Con el paso del tiempo, él restó importancia a esta novela, pero para mí fue una revelación temprana”, dice el escritor y crítico Sergio González Rodríguez al evocar a Sada.
Por influencia familiar, y ya instalado en la capital mexicana, el joven Sada intentó convertirse en contable. El banco lo asfixió tanto como los otros trabajos que le impedían escribir. “Necesitaba la intemperie”, le dijo al periodista Antonio Bertrán, que publica en el número de noviembre de Gatopardo un largo perfil del escritor. Se llegaba a concentrar de tal manera, retrata Bertrán, que durante una época escribía totalmente desnudo, para evitar que la ropa constituyera una distracción.
Su primer éxito llega con Una de dos, publicado por Alfaguara en 1994, en la que unas gemelas idénticas comparten un novio que no atina a descubrir el engaño en el que vive.
“Creador de una retórica basada en el neologismo, la regularidad del ritmo y el fervor prosódico, supo aplicarla a su narrativa. Fue uno de los precursores de los relatos del norte de México, la corriente más importante en los últimos años, y un poeta notable”, dice González Rodríguez.
Tusquets le edita en 1999 Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, la obra que consagra su vocación de experimentador del lenguaje. Era un maestro exigente pero generoso que lo único que no toleraba en su taller era la tontería. Aborrecía los lugares comunes, los recursos fáciles. “La narración debe ser circular, sin perder los tiempos verbales de los hechos”, recordaba a sus alumnos: “La argumentación debe ser concreta y certera, sin dejar de ser sugerente. La narración excesiva anula el sentido estético de la literatura y no debemos eliminar el enigma presente en los hechos narrados, sino exaltarlo con argumentación”.
Amante del ajedrez y el béisbol, de cantar norteñas y recitar poemas, Anagrama publicará pronto El lenguaje del juego, libro que alcanzó a terminar antes de que la vista le fallara. Con este volumen se completa la veintena de libros de cuentos, poesía y novela que produjo a lo largo de su vida. Como ni en sus últimas horas quiso vivir sin literatura, en el hospital Adriana Jiménez, su compañera y madre de su hija Fernanda, le leyó cada día extractos de El Quijote, de La divina comedia, poemas de Octavio Paz, de Guimarães Rosa, entre otros.
“Daniel tenía cierta noción de que quizá le darían el Premio Nacional este año”, contaba ayer Adriana por teléfono, “estaba muy contento por eso, para él significaba mucho”. Su viuda agregaba con una voz, al mismo tiempo vehemente y tranquila, que en la últimas semanas, cuando la enfermedad se ensañó, Sada se refugió “en su paisaje interior”, ese donde escribía durante meses y meses sus libros antes de someterlos a eternas revisiones. En ese paisaje interior quizá resuene hoy la voz del Piporro, el popular intérprete de norteñas, su favorito, que en Respeta mi dolor entona: “Han de perdonar, raza, que esté cantando más triste que de costumbre”.
Anclado en sus raíces norteñas -nació en Méxicali (Baja California,) pero su familia era de Coahuila y trabajó varios años en Sinaloa- huyó de todo lo que le alejara de su empeño por crear historias perfectas, en las que se recrean el habla y entorno del recio carácter de los norteños con la puntillosa elección de giros verbales que le hicieron un autor único al grado que fue comparado con Lezama Lima.
“Con la memoria, vuelvo a abrir la puerta de la editorial en la que trabajé décadas atrás, y me saluda un joven, robusto y sonriente Daniel Sada. Lleva el manuscrito de su primer novela, en la que ya está el germen de lo que será toda su obra: Lampa vida. Allí está el ingenio asombroso que siempre lo caracterizará. Después de leerla, recomiendo que se publique de inmediato. Con el paso del tiempo, él restó importancia a esta novela, pero para mí fue una revelación temprana”, dice el escritor y crítico Sergio González Rodríguez al evocar a Sada.
Por influencia familiar, y ya instalado en la capital mexicana, el joven Sada intentó convertirse en contable. El banco lo asfixió tanto como los otros trabajos que le impedían escribir. “Necesitaba la intemperie”, le dijo al periodista Antonio Bertrán, que publica en el número de noviembre de Gatopardo un largo perfil del escritor. Se llegaba a concentrar de tal manera, retrata Bertrán, que durante una época escribía totalmente desnudo, para evitar que la ropa constituyera una distracción.
Su primer éxito llega con Una de dos, publicado por Alfaguara en 1994, en la que unas gemelas idénticas comparten un novio que no atina a descubrir el engaño en el que vive.
“Creador de una retórica basada en el neologismo, la regularidad del ritmo y el fervor prosódico, supo aplicarla a su narrativa. Fue uno de los precursores de los relatos del norte de México, la corriente más importante en los últimos años, y un poeta notable”, dice González Rodríguez.
Tusquets le edita en 1999 Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, la obra que consagra su vocación de experimentador del lenguaje. Era un maestro exigente pero generoso que lo único que no toleraba en su taller era la tontería. Aborrecía los lugares comunes, los recursos fáciles. “La narración debe ser circular, sin perder los tiempos verbales de los hechos”, recordaba a sus alumnos: “La argumentación debe ser concreta y certera, sin dejar de ser sugerente. La narración excesiva anula el sentido estético de la literatura y no debemos eliminar el enigma presente en los hechos narrados, sino exaltarlo con argumentación”.
Amante del ajedrez y el béisbol, de cantar norteñas y recitar poemas, Anagrama publicará pronto El lenguaje del juego, libro que alcanzó a terminar antes de que la vista le fallara. Con este volumen se completa la veintena de libros de cuentos, poesía y novela que produjo a lo largo de su vida. Como ni en sus últimas horas quiso vivir sin literatura, en el hospital Adriana Jiménez, su compañera y madre de su hija Fernanda, le leyó cada día extractos de El Quijote, de La divina comedia, poemas de Octavio Paz, de Guimarães Rosa, entre otros.
“Daniel tenía cierta noción de que quizá le darían el Premio Nacional este año”, contaba ayer Adriana por teléfono, “estaba muy contento por eso, para él significaba mucho”. Su viuda agregaba con una voz, al mismo tiempo vehemente y tranquila, que en la últimas semanas, cuando la enfermedad se ensañó, Sada se refugió “en su paisaje interior”, ese donde escribía durante meses y meses sus libros antes de someterlos a eternas revisiones. En ese paisaje interior quizá resuene hoy la voz del Piporro, el popular intérprete de norteñas, su favorito, que en Respeta mi dolor entona: “Han de perdonar, raza, que esté cantando más triste que de costumbre”.
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