Eloy Jáuregui
Escribir genéticamente es un acto subversivo. Uno expone sus travesías y naufragios. Repito, ya lo dijo claro pero lo dijo, refutando al DRAE, el refulgente Marco Aurelio Denegri, que los peruanos tenemos la particularidad de generar cojudez con una facilidad asombrosa. Somos, pues, cojudógenos”.
Escribir genéticamente es un acto subversivo. Uno expone sus travesías y naufragios. Repito, ya lo dijo claro pero lo dijo, refutando al DRAE, el refulgente Marco Aurelio Denegri, que los peruanos tenemos la particularidad de generar cojudez con una facilidad asombrosa. Somos, pues, cojudógenos”.
La vez que produje un reportaje para “Panorama” de Canal 5, “De qué viven los escritores en el Perú”, el dueño de Panamericana, el omnipresente Genero Delgado Parker impidió su emisión. Entre otras cosas me tildó de ser un periodista exageradamente “culturoso”. El adjetivo es despectivo en Argentina, Cuba y Venezuela. Se describe de “aquel que aparenta tener alta formación cultural” según el DRAE. El asunto viene a cuento a raíz de las filudas declaraciones del crítico literario, caricaturista, sexólogo, polígrafo y gramático (sic), Marco Aurelio Denegri cuando en la última edición de su programa “La función de la palabra” llamó a la lingüista Martha Hildebrandt de computarse “la última chupada del mango”, dijo que su reciente libro: “1,000 palabras y frases peruanas” (Editorial Planeta, 2011) muestra una serie de errores y dejó entrever que ya era hora que a la Hildebrandt le digan sus cuatro verdades porque “ha creído durante muchos años que ella es lo máximo en materia lingüística y eso no es cierto”.
Tiene razón el especialista en el arte de Onán, la cajonística y la gallística. El libro es un vademécum de gazapos. Pero esa es una pelea de blancos y ahí no me meto. Hace unos días, cuando asistí a su programa a raíz de la aparición de mi libro “El Pirata” (Mesa Redonda Editores, 2011), Denegri –a quien le teme medio mundo y no es para tanto— de arranque se me lanzó a la yugular exigiendo que explique por qué el compositor Felipe Pinglo Alva era “un reverendo huachafo” como afirmaba en mi texto. Le expliqué, le hice ver, lo convencí que los temas de “El bardo” tenían varios momentos y que al principio, cierto, pecaba de cursi en sus valses. Al final el “huachafo” era yo y por qué no, “huachafo” también era Denegri.
Entre otras huachaferías, lo fui amansando cuando le hablé de otros ángulos de nuestro criollismo, del “gato broster”, del “juego de tablón” donde Abraham Falcón, de las grupas de las morenas en lo de “La Valentina”, de la chispa de Pepe Villalobos, de las amanecidas con Carlos “Chino” Domínguez y Arturo “Zambo” Cavero, de la gracia de Alberto Romero, de don Pepe Durand, de los “amorfinos” de Augusto Azcues, de la penumbra brillante de Pablo Casas Padilla –autor del verso que intitula mi página “Tu mala canallada”— Y vamos que Denegri demostró que tenía correa. Se cagaba de risa cuando nos íbamos al “corte” y demostró su espíritu palomilla y su experiencia en la cultura de esquina y que no era palomilla de azotea.
Hay una manga de cojudos que viven de lo que escribe uno. El breve César Hildebrandt –hermano, sobrino, cuñado e hijo putativo de Martha Hildebrandt— me chanca porque en una de mis crónicas escribí que el presidente Humala era ignorante del “nudo tubo” porque como militar, apenas sabía del arte del “nudo Wilson”. Lo decía con cacha, enano mental pero como eres una papilla de odio, confundiste mi elegancia barrial propia del Duque de Windsor con tu gigantesca petulancia de las bancas del Parque Huiracocha en Jesús María. Sé que te falta esquina pero ahora estoy seguro que eres un reverendo cojudógeno (Ver “Diccionario de Peruanismos. El habla castellana en el Perú”. Álvarez Vita, Juan. Fondo Editorial Universidad Alas Peruanas. Lima 2009).
Escribir, genéticamente es un acto subversivo. Uno expone sus travesías y naufragios. Repito, ya lo dijo claro pero lo dijo, refutando al DRAE, el refulgente Marco Aurelio Denegri, que los peruanos tenemos la particularidad de generar cojudez con una facilidad asombrosa. Somos, pues, cojudógenos. El neologismo cojudógeno dícese de la persona que genera cojudez, que la suscita y despierta, que la provoca y engendra. Cuando en una reunión, por ejemplo, comienzan a proliferar las cojudeces, ello indica que hay uno o más circunstantes cojudógenos. El proceso se llama cojudogenia. He tratado de limpiarme de esa plaga, lástima, en este país eso es un imposible. Cambio de tema. Hacer periodismo para periodistas en sí, es una cojudez.
Por ello, en mi último taller “La crónica, la hija mala de la literatura”, el pasado 30 de noviembre en el marco del V Festival del libro de la Universidad Nacional San Agustín, en Arequipa, varios periodistas salieron disparados porque afirmé que el periodismo peruano no se recupera todavía de la década putrefacta del fujimontesinismo. La Sala Melgar tembló. Por ello, aquello de hablar a media voz, que es un deporte nacional, ya no va más. O dices las cosas de manera estentórea o te quedas callado. Este año he viajado como nunca por todo el Perú. Y a los gritos he dicho mis verdades. En Piura, en Iquitos, en Chimbote, en Huancayo, recientemente en Ica y ahora en Arequipa que es donde escribo esta crónica.
Repito, frente a la gente que no te quiere, igual, no he parado de escribir erecto. Ha ocurrido, cuando me he preguntado sobre las razones de este quehacer, el de escribir, aquello de confirmar en grafías las ideas y los sueños, pues no siempre estoy de acuerdo con los otros: esos que también escriben. En mi caso, ya no me interesaba el hablarme al oído dudando a más no poder. No a las certezas tajantes, jamás a las afirmaciones inapelables. En ese proceso de grado cero de la escritura, hipótesis e impulsos eléctricos ganan la necesidad de hallar la certeza a partir de sus opuestos. Por eso algunos doctos me han tildado de chiflado más que de huachafo que en el fondo creo que es lo mismo. En el fondo, ese “escribir” tiene, sobre cualquier otra cosa, bastante de experimento, voluntad más de aprender que de enseñar, esfuerzo por mejorar el mundo, humanizar a tantos usureros, liberarse de la angustia de las miserias todas, hacerse conocido más que famoso y construir un mundo para que lo habiten menos imbéciles.
Y en el Perú hay muchos escritores a los que yo me parezco. Mis amigos de Athenea de Piura. Augusto Rubio y Jaime Guzmán en Chimbote, Leydy Loayza y Martín Horta, Mauricio Rosales en Ica, Jaime Vásquez Valcárcel, Percy Vílchez y Carlos Reyes en Iquitos, Juan Carlos Romero y Jorge Salcedo en Huancayo, Misael Ramos, Cristhian Ticona, Augusto Carrasco, Filonilo Catalina, Julio Mauricio, Miguel Cordero y Luis Aspajo en Arequipa. Es decir, como diría Paco Moreno, mi colega en este diario: “Gente como uno”. peruanos dispuestos a dialogar. A vivir en una cultura de la paz. A ser permeables y saber escuchar y no ser intolerantes como muchos radicales de la estupidez. Aquí, en Arequipa, bajo el volcán como un Malcolm Lowry del pobre y abstemio hasta no más, escribo estas líneas. Aquí nacieron mis padres. Ellos me enseñaron a ser decente y a querer a los míos, los peruanos que tanto nos respetamos, sobre todo ahora que andamos peleados. Perdonen la tristeza.
Tomado del Diario La Primera.
Tiene razón el especialista en el arte de Onán, la cajonística y la gallística. El libro es un vademécum de gazapos. Pero esa es una pelea de blancos y ahí no me meto. Hace unos días, cuando asistí a su programa a raíz de la aparición de mi libro “El Pirata” (Mesa Redonda Editores, 2011), Denegri –a quien le teme medio mundo y no es para tanto— de arranque se me lanzó a la yugular exigiendo que explique por qué el compositor Felipe Pinglo Alva era “un reverendo huachafo” como afirmaba en mi texto. Le expliqué, le hice ver, lo convencí que los temas de “El bardo” tenían varios momentos y que al principio, cierto, pecaba de cursi en sus valses. Al final el “huachafo” era yo y por qué no, “huachafo” también era Denegri.
Entre otras huachaferías, lo fui amansando cuando le hablé de otros ángulos de nuestro criollismo, del “gato broster”, del “juego de tablón” donde Abraham Falcón, de las grupas de las morenas en lo de “La Valentina”, de la chispa de Pepe Villalobos, de las amanecidas con Carlos “Chino” Domínguez y Arturo “Zambo” Cavero, de la gracia de Alberto Romero, de don Pepe Durand, de los “amorfinos” de Augusto Azcues, de la penumbra brillante de Pablo Casas Padilla –autor del verso que intitula mi página “Tu mala canallada”— Y vamos que Denegri demostró que tenía correa. Se cagaba de risa cuando nos íbamos al “corte” y demostró su espíritu palomilla y su experiencia en la cultura de esquina y que no era palomilla de azotea.
Hay una manga de cojudos que viven de lo que escribe uno. El breve César Hildebrandt –hermano, sobrino, cuñado e hijo putativo de Martha Hildebrandt— me chanca porque en una de mis crónicas escribí que el presidente Humala era ignorante del “nudo tubo” porque como militar, apenas sabía del arte del “nudo Wilson”. Lo decía con cacha, enano mental pero como eres una papilla de odio, confundiste mi elegancia barrial propia del Duque de Windsor con tu gigantesca petulancia de las bancas del Parque Huiracocha en Jesús María. Sé que te falta esquina pero ahora estoy seguro que eres un reverendo cojudógeno (Ver “Diccionario de Peruanismos. El habla castellana en el Perú”. Álvarez Vita, Juan. Fondo Editorial Universidad Alas Peruanas. Lima 2009).
Escribir, genéticamente es un acto subversivo. Uno expone sus travesías y naufragios. Repito, ya lo dijo claro pero lo dijo, refutando al DRAE, el refulgente Marco Aurelio Denegri, que los peruanos tenemos la particularidad de generar cojudez con una facilidad asombrosa. Somos, pues, cojudógenos. El neologismo cojudógeno dícese de la persona que genera cojudez, que la suscita y despierta, que la provoca y engendra. Cuando en una reunión, por ejemplo, comienzan a proliferar las cojudeces, ello indica que hay uno o más circunstantes cojudógenos. El proceso se llama cojudogenia. He tratado de limpiarme de esa plaga, lástima, en este país eso es un imposible. Cambio de tema. Hacer periodismo para periodistas en sí, es una cojudez.
Por ello, en mi último taller “La crónica, la hija mala de la literatura”, el pasado 30 de noviembre en el marco del V Festival del libro de la Universidad Nacional San Agustín, en Arequipa, varios periodistas salieron disparados porque afirmé que el periodismo peruano no se recupera todavía de la década putrefacta del fujimontesinismo. La Sala Melgar tembló. Por ello, aquello de hablar a media voz, que es un deporte nacional, ya no va más. O dices las cosas de manera estentórea o te quedas callado. Este año he viajado como nunca por todo el Perú. Y a los gritos he dicho mis verdades. En Piura, en Iquitos, en Chimbote, en Huancayo, recientemente en Ica y ahora en Arequipa que es donde escribo esta crónica.
Repito, frente a la gente que no te quiere, igual, no he parado de escribir erecto. Ha ocurrido, cuando me he preguntado sobre las razones de este quehacer, el de escribir, aquello de confirmar en grafías las ideas y los sueños, pues no siempre estoy de acuerdo con los otros: esos que también escriben. En mi caso, ya no me interesaba el hablarme al oído dudando a más no poder. No a las certezas tajantes, jamás a las afirmaciones inapelables. En ese proceso de grado cero de la escritura, hipótesis e impulsos eléctricos ganan la necesidad de hallar la certeza a partir de sus opuestos. Por eso algunos doctos me han tildado de chiflado más que de huachafo que en el fondo creo que es lo mismo. En el fondo, ese “escribir” tiene, sobre cualquier otra cosa, bastante de experimento, voluntad más de aprender que de enseñar, esfuerzo por mejorar el mundo, humanizar a tantos usureros, liberarse de la angustia de las miserias todas, hacerse conocido más que famoso y construir un mundo para que lo habiten menos imbéciles.
Y en el Perú hay muchos escritores a los que yo me parezco. Mis amigos de Athenea de Piura. Augusto Rubio y Jaime Guzmán en Chimbote, Leydy Loayza y Martín Horta, Mauricio Rosales en Ica, Jaime Vásquez Valcárcel, Percy Vílchez y Carlos Reyes en Iquitos, Juan Carlos Romero y Jorge Salcedo en Huancayo, Misael Ramos, Cristhian Ticona, Augusto Carrasco, Filonilo Catalina, Julio Mauricio, Miguel Cordero y Luis Aspajo en Arequipa. Es decir, como diría Paco Moreno, mi colega en este diario: “Gente como uno”. peruanos dispuestos a dialogar. A vivir en una cultura de la paz. A ser permeables y saber escuchar y no ser intolerantes como muchos radicales de la estupidez. Aquí, en Arequipa, bajo el volcán como un Malcolm Lowry del pobre y abstemio hasta no más, escribo estas líneas. Aquí nacieron mis padres. Ellos me enseñaron a ser decente y a querer a los míos, los peruanos que tanto nos respetamos, sobre todo ahora que andamos peleados. Perdonen la tristeza.
Tomado del Diario La Primera.
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