jueves, 26 de julio de 2007
MONÓLOGO DE ARIEL MIRANDO EL RÍO *
Augusto Rubio Acosta
Yo jamás conocí a Leticia ni a Holanda, tampoco llegué a pisar jamás en las vías del Central Argentino. Es cierto, nací en otro tiempo, en otro lugar y en otra urbe. Nací en un puerto, estaba aquí ante este río, tenía treinta años – creo –, hacía calor, era fin de año y una mañana cuando pensaba en mis innombrables relecturas, apareció en la lista de mi messenger alguien con aliento a una poesía que a primera vista – intuía – había llegado para quedarse. Era verano el sol quemaba y yo imaginaba cómo sería su mundo, cómo hacía para escribir tan prolíficamente a la mitad de sus clases, si aún manejaba bicicleta camino a la playa, si extrañaba su casa perdida, o si por ese tiempo ya andaba buscando a alguien.
Yo jamás conocí a Leticia pero después de aquella primera conversa digital era como si la conociera de siempre, como si la hubiese reconocido, como si de niños hubiésemos habitado la misma casa, el mismo barrio, la misma cuadra y hasta hayamos compartido las mismas bromas, lecturas y penas. En ocasiones, el recordaris, las largas charlas “familiares”, entre otras cosas, empezaban ya a saturarnos; hasta discutíamos a veces y no llegábamos a ponernos completamente de acuerdo en algunas cosas. Así era, y habrá que decir también que en algunas tardes soleadas salía en busca del mar. El mar, el mar era una especie de dolocordralán extra forte de 500 o de 1000 miligramos, como una sábana enorme donde se puede asistir a una lectura inexplicable y a la vez tácita; en fin, todo un mundo…
¿Recuerdas?, ¿en verdad recuerdas cómo era todo…? Recuerdo las veces que ella fugaba para este río o al mar de Chimbote para observar el poniente en el muellecito de madera ese, con sus llantas laterales y sus picos largos danzando y planeando alrededor de mi sombra. Recuerdo las mariposas plateadas y brillantes en ciertas – aunque muy escasas – noches, la libertad del viento y las escalinatas en el Malecón Grau – frente al Turistas –, donde alguna vez arrojamos una botella colectiva abigarrada de sueños. Nosotros nunca tuvimos gato, pero eso a quién le importa. A las justas una vez hizo ruido por casa un pequeño loro, un animal de cierta vida y aciago fin tras la mordedura de los alambres del refrigerador. Si he mencionado a los animales domésticos era porque deseaba decir que lo que sí recuerdo bien es mi casa en silencio – sin ruido, sin perro que ladre, zancudos que zumben, ni cucaracha kafkiano alguna –, las varias casas que tuvimos, las mudanzas aquí, allá, nuestro colchón de círculos anaranjados que trasladábamos a todos lados y siempre de noche, cuando la gente era poca, la iluminación escasa, ya no había más que embalar y me terminaba de comer las uñas. De ese tiempo al de ahora, hay cierta, tamaña distancia…
¿Recuerdas cómo era nuestro reino? Una gran curva de papeles acabados de garabatear justo frente a la pared de nuestra casa; sí, una casa verde que después se convirtió en gris o de un color similar. Y éramos pobres pero también muy ricos. En el lugar no había más que libros, revistas de cultura – entre ópalo y amarillentas –, poemas sueltos, borradores, periódicos y la doble vía; pasto ralo y estúpido para quienes dicen gobernar a los pedazos de hombres y mujeres desocupados que exigen justicia en las calles de mi ciudad. A veces, cuando observaba a contraluz alguno de los cabellos que el viento arrancaba de tu cabeza por mí – como si yo te los hubiese pedido para guardarlos bajo mi camisa en la esperanza de la multiplicación infinita –, constataba que era azul ante el sol de las dos de la tarde, aunque a veces era negro, era vino, era… ya ni sé qué color era, el hecho es que era tu cabello y nada pues, ya ni sé lo que estoy diciendo, maldita sea, tendré que volver a concentrarme para continuar escribiendo…
Ah, sí. Ya recordé que no te llegué a contar la vez que crucé al vuelo la avenida Gálvez, saliendo de la biblioteca, feliz, con un nuevo cabello tuyo entre mis dedos, y casi provoco mi propia muerte. “Sal de ahí, cabeza e´ libro…”, me había gritado un estibador agazapado en lo alto de un vetusto camión de harina de pescado, y ya ni sé por qué ahora lo menciono. Rayos, ¿estaré envejeciendo?, ¿me habrá agarrado la andropausia?, ¿será que de veras los libros me están haciendo un verdadero e irreparable daño?, ¿o se trata de simplemente de quemar todo esto, echarlo a la basura, put it in the trash, like the stone temple’s pilots song, e impedir en todo caso de que algún día este pedazo de papel escrito a mano se eche de verdad a volar…?
Hablaré mejor de los recuerdos, de la vida, de los trenes, del otro lado del cauce, de ese pedacito de río color café con leche, de las estatuas, de un juego que tenía final y de unos ojos grises. Hablaré también de las ganas que uno tiene de ser niño y montar sobre una oveja, de jamás tender la cama donde uno duerme y de que alguien le arregle a uno la vida y los libros que son todo un caos y se apilan sobre cajas, trastos y rumas cada vez más enormes e insondables. Yo nunca conocí a Leticia, ni a Holanda, ni a quienes protagonizaron la historia de las estatuas frente a un tren que no precisamente venía de Huallanca, pero las reconocí en algún lado y las quería de siempre e imaginaba – como ya dije antes, creo – cómo sería su mundo.
Yo conocí hace tiempo a Leticia y escribía poesía; y ayer por la tarde, cuando la plaza estaba fría, después de salir a dar una vuelta por el centro de mi ciudad (comisión periodística le dicen), alguien me mostró el objeto más hermoso que pueden producir los hombres. ¡Ha salido un nuevo poemario, cimarrón, a ver qué hacemos para difundirlo…! Y no saben ustedes la alegría que me dio. Me alegré, lo hice, tal vez no hubo nadie más contento en ese instante en toda la ciudad. Era un libro blanco, con óleo colorido en la tapa y comentarios breves en la contra. Era un libro importante surgido de la capital de este nuevo reino, nuestro mundo silvestre y la central de nuestro juego. Era un manojo de poemas y a partir de ahora un ornamento mitad estatua mitad actitud; lo tuve unos momentos entre mis manos crispadas y en él reinaba la libertad absoluta…
“Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren…”. Cortázar quizá jamás lo sepa, pero hay historias que él muy bien habría podido recrear. Los trenes, las pesadillas, el caminar de madrugada por las calles desiertas, midiendo a la distancia las luces de los autos que aceleran desbocados y sin mirar los semáforos ni a los nuevos policías que pueblan nuestra urbe. Se podría escribir sobre los nuevos libros que aparecen, circulan, y la manera de cómo estos se empiezan a apoderar de ciertas vidas. Se podría escribir de los ojos brillosos de quienes entregan un poemario a nuestra historia, de aquellos que sacan los brazos por la ventanilla, de los trenes que alguna vez dejaron de existir en la ciudad gracias a unos cuantos temblores. Se podría escribir también de los terraplenes, de los pintores y sus obras, de las calles vacías – ya lo he dicho, pero vale igual vale, shit –, de los ojos grises, del mar de Chimbote y de aquellos que viajan quietos en su asiento, siempre a la vera de la ventana del segundo coche. Se podría escribir de tantas cosas y de ninguna a la vez, porque cuando aparece un nuevo libro la alegría se dibuja en el rostro más fiero, uno se acuerda de cómo se han forjado las cosas más esperanzadoras, y a uno se le antoja monologar a veces – o como a mí ante este río – y cantar.
(*) Tomado del volumen de narrativa Crónica vida, de reciente aparición.
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