jueves, 30 de mayo de 2013

Carta abierta a Jaime Guzmán Aranda, sembrador en el desierto



 Chimbote, 27 de mayo de 2013

Querido Jaime,

Me dijeron que hoy saliste a caminar temprano, que se podía oír latir el corazón del mar, mientras a tu paso el vals, la polka, los huaynos y las cumbias, se fundían en contubernio inefable con el tarareo de los vagabundos y ladrones, las prostitutas y los desclasados, con el silbido de los pájaros cantores poblando los escasos y negruzcos árboles del puerto, con la indiferencia y el saludo fraterno de quienes se cruzaban a tu paso.
Me dijeron que de Pizarro doblaste por Ruiz, que las imprentas estaban cerradas en Ugarte y decidiste encaminarte hacia alguna cebichería clandestina cuyos dueños a esa hora recién despertaban. Nos enteramos que puerta a puerta (cuerpo a cuerpo) repartiste invitaciones, que aplanaste calles bajo el calcinante sol de la mañana anunciando la presentación de un nuevo libro, y que cuando ya no había adonde ir en el casco urbano, alquilaste un carromato destartalado para ‘mapear’ la urbe hasta sus más recónditos extremos.
¿Sabes?, hubiésemos querido volver a acompañarte. Pero saliste muy temprano hoy, hermano, no esperaste; madrugaste como otras tantas veces en que llamaste a nuestra puerta para ir al Terminal terrestre a recibir a los tejedores de palabras y sueños, a los alucinados, esos afiebrados seres que (sin brazos y sin labios) constataron siempre que Chimbote es más azul y antiterrestre que ninguna otra ciudad del planeta. Hubiésemos buscado un buen cebiche y recorrido la comarca entera, apagado la sed en bares subterráneos y liberado a los pájaros cautivos atrapados entre las ramas de los árboles, hubiésemos hablado de libros y proyectos editoriales, escuchado de nuevo el canto de las olas. 
Pero hay mañanas que se tornan noches oscuras en el corazón de quienes pronuncian tu nombre, Jaime; días en que el silencio circula y se instala con triste insistencia en quienes saben del papel y la tinta, de la lluvia y el mar. Hay amaneceres en que el océano se desasosiega, en que la vida, el entusiasmo, la esperanza y la fe, son expectoradas hacia el exilio, como si el dolor (ese círculo infinito que palpita ahora en nuestros cuerpos) se alzara sobre todos nosotros como el verbo adecuado para nombrarte.
Hay mañanas, Jaime, en que Chimbote amanece convertido en un gigantesco pecho inflamado en cuyo fondo los poetas de Isla Blanca, la muchachada de Río Santa Editores, tu familia entera y los vecinos, más una legión de lectores, escritores, profesores y amigos del puerto, sufren y lloran dondequiera que estén. Hay días en que la muerte es el martillo lacerante que aniquila nuestros sueños, Jaime, avivando el abismo, las correntadas terribles de los ríos que inundan las tierras del Santa arrasándolo todo, exterminando la alegría. Hay horas en que los libros tiemblan y se deshojan, en que las bibliotecas del puerto se estremecen, y la tristeza –cual cascada hacia el despeñadero- deja rodar nuestras lágrimas sobre la tierra desnuda que nos ha visto nacer y nos verá extinguirnos.
Hay momentos, Jaime, en que como ahora, vinimos para abigarrarnos alrededor de tu memoria y de tu gente. Instantes en que es imposible no mostrar este semblante de escritor a quien carcome sonora e inevitablemente el fuego de la madrugada inminente, garganta oscura que nos devora. Momentos en que asistimos al latrocinio de la muerte que nos arranca, que se lleva tu vida de nuestra existencia. 
Al otro lado del río, Jaime, estoy seguro habrás de continuar editando manojos de papeles -escritos y borroneados- recogidos de las calles, construyendo una pared y una biblioteca inexpugnable con los volúmenes que separan la ignorancia de la luz, levantando torres de palabras, extendiendo el brazo hacia el alba en señal de victoria. Al otro lado de la vida, compartiremos pronto una sopa yunca (para matar la resaca), volveremos a salir de gira libresca y cultural por los pueblos olvidados de Áncash, instalaremos estantes de libros en las plazas, toldos nuevos para protegernos de la lluvia, presentaremos libros en más burdeles y le sonreiremos al destino. Al otro lado, Jaime, sí hay lectores: allá están Juan Ojeda, Antonio Salinas y Marco Cueva, viejos camaradas, chalaneros inmortales que simplemente nos llevaron la delantera.
Está amaneciendo, despunta el nuevo día en el puerto y hace frío. Más tarde te llevaremos a San Carlos para que te despidas de San Judas Tadeo. ¿Después?, a Pizarro, como es obvio, al sur, al lugar donde has de descansar para siempre.
Adiós Jaime, ‘chimbotano hasta las lágrimas’, viejo amigo y hermano, nunca te olvidaremos.

Augusto Rubio Acosta

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