César Hildebrant
Como no puede comprometerse con ninguna idea porque hace décadas que no piensa sino que lacta horchata de la ubre caída de Milton Friedman, a la caverna no le queda otra cosa que considerar, en el caso de Evo Morales, que el racismo basta como programa político.
-“Indio maldito”- clamaban las paredes cruceñas grafiteadas por el ustachi Marinkovic, descendiente de fascistas croatas y heredero de un latifundismo a la colombiana que aspira a tener sus propios paras y su Uribe a la medida.
Y ahora resulta que este “indio maldito” se ha atrevido a expulsar de su altiplano al mismísimo embajador de los Estados Unidos de América, Mr. Philip Goldberg.
Goldberg ha estado muy activo repartiendo el dinero que la CIA ha puesto en circulación en Bolivia para precipitar el golpe pinochetista (u obandista, o banzerista, o barrientista, escoja usted) que acabe con Evo Morales y su mayoría insoportable.
El problema para Goldberg es que hay estadounidenses decentes que no entienden la política exterior de su país. Y fue uno de ellos –el estudiante John Van Schaick, becario de la Fundación Fullbright en La Paz- el que denunció haber sido citado a la embajada dirigida por Goldberg para una reunión con el agregado de Seguridad, Vincent Cooper, agente no demasiado encubierto de la CIA.
El señor Cooper le pidió al estudiante Van Schaick que informara a la embajada estadounidense en La Paz de todo lo que viera “sobre la infiltración de cubanos y venezolanos en Bolivia”. Van Schaick simuló asentir y de inmediato hizo averiguaciones que lo llevaron a la conclusión de que Vincent Cooper le estaba haciendo la misma solicitud de espionaje a todos los becarios y voluntarios estadounidenses que pasaban por suelo boliviano.
Cuando el estudiante leal a sus principios hizo la denuncia, al embajador Goldberg no le quedó otra que presentar sus excusas ante el canciller David Choquehuanca y aceptar la expulsión de Vincent Cooper. Un comunicado del embajador hoy declarado persona no grata admitió que Cooper “había dado información incorrecta a ciudadanos de los Estados Unidos”.
No ha sido el único incidente entre Goldberg y el Ejecutivo boliviano. Uno de ellos fue entre grosero y pintoresco y ocurrió cuando Evo Morales dio su primer discurso de rendición de cuentas ante el Congreso. En ese discurso Morales recordó la criminal aventura del estadounidense Lescat Claudius de Orleáns y Montevideo, un terrorista que en el 2006 puso bombas en dos hoteles de La Paz y mató a dos personas. Al escuchar esa mención, el embajador Goldberg hizo ostensible abandono de la sala.
Alguna otra vez Goldberg apuntó con más burla que gracia que esperaba que Morales no pidiera el cambio de la sede de Disneylandia. Fue cuando Morales se quejó del trato vejatorio del que había sido víctima en el aeropuerto de Nueva York, adonde llegó para dar un mensaje ante la asamblea general de la ONU.
Estas escaramuzas son poca cosa, sin embargo, si se las compara con la insolencia sediciosa con la que Goldberg ha estado coordinando el golpe fascista con el que Bush quisiera imitar lo hecho por Nixon y Kissinger en contra de Allende.
En efecto, con absoluto desparpajo el señor Goldberg se ha reunido con el prefecto separatista Rubén Costas –y a los pocos días estalló el movimiento abiertamente sedicioso de Santa Cruz-, con la prefecta de Chuquisaca, Savina Cuéllar –una especie de Pasionaria leída de derecha a izquierda- y con los líderes autonomistas de Beni, Pando y Tarija.
Goldberg no ha escatimado su reconocimiento a Branko Marinkovic, el líder del comité cívico cruceño. Marinkovic ha llegado a decirle al semanario croata “Globus” que “Morales es admirador de Stalin” y que “en Bolivia el comunismo se llama indianismo”.
El problema es lo que está detrás de estas conexiones inaceptablemente invasivas. Morales ha sido informado de que ya hay mandos policiales y militares que despachan directamente con la embajada de los Estados Unidos en La Paz, tal como ocurría en Santiago entre octubre de 1972 (cuando la huelga de camioneros financiada por la CIA estuvo en su apogeo) y septiembre de 1973, cuando en la embajada de los Estados Unidos se bebió champaña tras el éxito del 11 de septiembre.
La decisión de expulsar a Goldberg se da, además, horas después del sabotaje terrorista al gasoducto más importante de Bolivia, lo que ha obligado a reducir en tres millones de metros cúbicos diarios la exportación de gas al Brasil. La réplica del escenario que precedió al bombardeo de La Moneda y a la masacre pinochetista parece estar en su última etapa de construcción.
Pues bien, ayer, en un gesto de dignidad que pocos pueden asumir en Latinoamérica, Morales ha hecho con Goldberg lo que cualquier gobierno decente tiene que hacer con los forajidos: expulsarlos.
De inmediato, por supuesto, el vocero del Departamento de Estado, Sean McCormarck, ha dicho que esa decisión soberana “es un grave error”.
Frase amenazante que se decía casi al mismo tiempo en que una pandilla fascista atacaba a un grupo de campesinos que se dirigía a la ciudad de Cobija. La emboscada fue preparada por el prefecto separatista de Pando, Leopoldo Fernández, y por la lideresa ultraderechista del comité cívico insurreccional, Ana Melena. Hasta el momento de escribirse estas líneas, los muertos contados eran cuatro –tres del bando de los campesinos, uno del grupo paramilitar de la prefectura-, aunque podían aumentar a seis. Sorprende que el titular de las agencias de noticias haya sido, casi unánimemente, “Protestas crecen en Bolivia: cuatro muertos”. Hasta en eso el libreto de Kissinger se está duplicando.
La guerra civil soñada por la derecha continental ha empezado en Bolivia. El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha prometido ayuda militar en el caso de que haya que resistir a un golpe de Estado derechista. Lo que Estados Unidos hace en secreto, Chávez lo grita casi para darle de comer a su ego. Quizá algún día aprenda de sus enemigos y así pueda auxiliar mejor a sus amigos.
Y dudo mucho de que Evo Morales agradezca la histeria con la que el gobernante venezolano –Robespierre de Carabobo- botara ayer de Venezuela al embajador de los Estados Unidos, Patrick Duddy, en respuesta a la previsible medida norteamericana de expulsar, por su parte, al embajador de Bolivia, Mario Guzmán. Eso de “váyanse al carajo, yankis de mierda, acá hay un pueblo digno, yankis de mierda” es propio de una pulpería que expende el vino litrado donde derrapa la inteligencia.
¡Válgame, Dios! ¡La izquierda latinoamericana necesita estadistas, no imitaciones guaraperas de Bolívar!
* Tomado de La Primera.
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