Ernesto Sabato regaló a Elvira González Fraga, su compañera, capítulos de la novela La fuente muda. En su búsqueda de la perfección, el escritor aparcó esta obra, que pretendía ser surrealista, y que redactó en los años cincuenta. Aquí, algunos fragmentos.
¡Cuántas veces he estado a punto de quemar estos papeles! Ahora, aquí, lejos de Buenos Aires, sentado sobre la hierba, a la orilla de un arroyo, todo aquello parece tan lejano e increíble que me hace dudar una vez más sobre la necesidad de relatar nada. Quizá contribuya a crearme este estado de ánimo la guerra: después de esa guerra bárbara y después que miles de seres indefensos se pudrieron o fueron quemados en campos de concentración, parece hasta vergonzoso ocuparse del destino de un solo hombre. Quizá sea también el campo: como a la luz del día, las ideas nocturnas parecen menos terribles, así el campo desagrava el espíritu del hombre que viene de la ciudad, oscura y desesperanzada. Quizá sea eso, en efecto: el estar tan lejos de las ciudades y de sus hombres, el recostarse en la hierba, el oír apenas el murmullo modesto del arroyito, el ver al Jeff que corre vanamente detrás de un martín-pescador, el ver las vacas que miran pensativamente a lo lejos.
Quizá sea todo eso lo que ahora me ha tentado una vez más a quemar los papeles. Pero, también una vez más, he sentido la impresión de que cometería una traición. ¿Una traición a quién?, me pregunto yo mismo. ¿A Carlos? Pero ¿acaso él pensó jamás que yo publicaría su historia después de su muerte?...
Quizá sea todo eso lo que ahora me ha tentado una vez más a quemar los papeles. Pero, también una vez más, he sentido la impresión de que cometería una traición. ¿Una traición a quién?, me pregunto yo mismo. ¿A Carlos? Pero ¿acaso él pensó jamás que yo publicaría su historia después de su muerte?...
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