El bar, sin duda el confesionario más democrático de los existentes, le sirve al escritor para realizar apuntes (escritos o mentales), para recolectar aforismos, crónicas, vivencias, miradas, fotografías (mitad realidad y mitad ficción), “mundos” surgidos de la soledad personal y de la observación de la soledad ajena, aunque haya ido acompañado a compartir un pisco, un chilcano, una de esas pócimas frozen “marca Perú” para combatir la apabullante asfixia del verano (cruel), de la vida.
El escritor, en su condición de caminante de bares y aprenhendedor de realidades y mundos, lleva siempre un cuaderno (o una laptop, con los tiempos 2.0 que corren) donde anotar lo que observa. Pero el estar solo y observar la soledad de los otros no siempre alcanza. El ir y venir de los mozos, el vocingleo de los vecinos de mesa, la ondulante naturaleza de los toldos publicitarios que protegen del sol a quienes prefieren un bar con mesas ubicadas sobre la vereda (en la calle, en la plaza), la música que vomitan los parlantes, y hasta las primeras palabras que se intercambien con nuestro interlocutor, cambian muchas veces la perspectiva del “viaje”, de los apuntes, de los tweets y de la tarde-noche, la conversa misma, la existencia.
¿Es posible arreglar el mundo desde una mesa de bar frente a la plaza?, ¿cómo desenredar el día que otros enredan desde una barra o desde sus prostitutos cargos públicos?, ¿cómo shit prolongar el tiempo en ese aposento de sosiego donde se cruzan vivencias de calle, sexo, arte, ciencia, política, literatura, amor, música, vida?
El ser humano es una minúscula réplica del mundo, qué duda cabe, y en un bar (como en cualquier lugar) pueden habitar todos los bares (y todos los mundos). En “Crimen y castigo”, de Dostoiewski (para solo poner un ejemplo), por los bares de San Petersburgo transitan “gentes mal vestidas”, en ellos -en sus ambientes cerrados, oscuros y mal ventilados- se refugian los proletarios así como gente de mal vivir, anidan ahí las víctimas del sistema social de las cuales el autor intenta resaltar el sentido fatalista de su destino. Y así, en general, la función simbólica de los bares y cantinas en la literatura es constituir una especie de ‘locus amenus’ para los marginales dentro de una urbe en crecimiento o decadencia, refugio confortable y de consuelo donde no se haya el común de los ciudadanos, sino en muchos casos gente vulgar, prostitutas y criminales, también escritores. Al interior del discurso literario, entonces, los bares y las cantinas asumen funciones concretas.
Para el suscrito, el bar es la frontera social invisible donde se gesta y realiza la voz poética. En un bar frente a la plaza los maleficios se vuelven sonrisa incipiente o abierta, las lisuras y procacidades adquieren la categoría de “palabras mayores”, los amores (y poetas) muertos resucitan o sucumben, puede curarse uno de las ojeras, se puede leer un libro (fotocopiado) y estar en paz con los hombres (con los editores ídem) y en guerra con nuestras entrañas. En un bar se puede adquirir la sed ausente y la predisposición de hacer añicos los secretos, se puede escuchar -en el tocadisco de la tarde- la naturaleza y el “eco” de la vida. Y sin embargo, si se desconoce aún la forma –y el método eficaz en el jardín de nuestras arterias- se puede también aprender a soñar.
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