“…Y Ezra Pound decía: La noticia está en el poema, en lo que sucede en el poema. Poetry is news that stays news…”. La frase nos golpeó siempre al interior de la cabeza, cada vez que alguien se atrevió a menoscabar la importancia de un trabajo como el nuestro, cada vez que hasta entre los mismos compañeros de trabajo se gastaron ridículas y absurdas bromas sobre “cierto tipo de periodismo” practicado por “artistas frustrados” o por periodistas a punto de dejar de serlo. Era entonces, cuando la voz del profe volvía a escena para empujarnos a seguir…
“El lector –alumnos- no sólo lee lo que puede. El acto de la lectura transforma al lector y no darle a éste condiciones para la crítica histórica y cultural es una manera sutil de acallar voces disconformes sobre las decisiones que se toman y que afectan a las mayorías empobrecidas e ignorantes del país. A mi no me importa que los periódicos de ahora se hayan vuelto amarillos, mucho menos que los medios serviles, coloridos e idiotizantes -que sobreviven de rodillas a los gobiernos locales, regionales y nacionales de turno- traten de borrar la historia y la memoria. De manera que ahora mismo, en estas dos horas de clase, salen a la calle y me traen notas -ya mismo- para los futuros medios culturales que nacerán a fin de semestre aunque tengan que costeárselos ustedes mismos. Yo no sé. Vayan, expriman y traigan lo único imperecedero que tienen sus cerebros, la voz de los creadores de la patria…”
Corrían los años noventa y los medios de comunicación estaban casi en su totalidad bajo control de la dictadura, orientados a difundir su causa e intereses o “dopados” al igual que sus lectores. El profe había dejado en claro “que le llegaba” la presencia del marketing en los medios, que esas cosas no tenían por qué inmiscuirse en el trabajo cultural y periodístico independiente, y que debíamos defender nuestros contenidos, nuestros créditos, que había que luchar por un espacio de reflexión en los medios.
“Yo sé que “lamentablemente", informar sobre el acontecer cultural requiere un reportero capaz de entender lo que sucede en un poema, en un cuento, una pintura abstracta, un ensayo o en una performance; es lo mismo que informar sobre un acto político, donde se requiere un periodista capaz de entender el juego político: qué está pasando, qué sentido tiene, a qué juegan los sucios candidatos a la alcaldía, por ejemplo, por qué hacen esto y no aquello. Los mejores medios tienen reporteros y analistas capaces de relatar y analizar todo tipo de acontecimientos, situándolos en su contexto político, legal e histórico. Pero los periodistas culturales “lamentablemente” -en la mayoría de casos- no informan como debe ser sobre una colectiva de pintura. Y es que hay que saber escuchar, ver, situar en el contexto, analizar las obras pictóricas. No se trata de informar sobre las medias del pintor. Esto –señores- es lo que tenemos que cambiar…”.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, toda una vida. Estamos en 2012 y la realidad del periodismo cultural peruano no ha cambiado en lo más mínimo. En todos estos años apareció la Internet (a la capital llegó en 1993), nacieron notables suplementos de cultura en los medios convencionales y en los electrónicos, programas de televisión, cada uno con buenos contenidos que fueron haciendo camino al andar, pero un tanto –o bastante- alejados de la dinámica de inclusión social que tanto necesitamos los peruanos.
Desde ese punto de vista, consideramos que no basta estar en un medio masivo y producir un programa cultural, pues hay que saber dirigirlo a la masa y evitar el academicismo o lo que se le parezca, teniendo cuidado de no asumir como débiles mentales a los consumidores. Igualmente hay que hacer del suplemento, programa o espacio cultural, un auténtico “lugar de encuentro”, de reflexión y de diálogo generacional para los artistas y creadores. Un lugar común capaz de mostrar el pensamiento y la producción intelectual de otras realidades.
El mejor periodismo cultural es aquel que refleja las problemáticas globales de una época, satisface demandas sociales concretas e interpreta dinámicamente la creatividad potencial del hombre y la sociedad (en campos tan variados como las artes, las ideas, las letras, las creencias, etcétera), usando para ello a un bagaje de información, un tono, un estilo y un enfoque adecuado a la materia tratada y a las características del público a quienes está dirigido el medio.
Para editar, conducir, producir un medio cultural, se requiere primeramente respetar al lector y a uno mismo. Se trata de incrementar su nivel de vida en base a la información que le facilitemos, en base al supuesto buen gusto y a los juicios que le alcancemos; en suma: no publicar basura. Se requiere –entonces- periodistas que vivan una verdadera “vida cultural”, que sepan leer y escribir en ese nivel, con ese ánimo, que tengan visión, competencia, sentido común y cultura –si bien no una que sea vasta- por lo menos de aceptable nivel. Aunque parezca increíble –dado el paupérrimo nivel educativo vigente en el país- existen lectores que se ríen o se enojan por lo que se publica en las páginas culturales; son gente ajena a la crítica periodística, pero suficientemente buenos lectores como para señalar omisiones, erratas, etcétera, y eso hay que tenerlo en cuenta.
Otro asunto que nadie toma en serio –y hablamos de lectores con afanes de publicar sus escritos- es que el periodista se gana enemigos al rechazar o dejar de lado textos que carecen de la más mínima calidad. Uno se convierte en el malo de la película, a pesar que muchas veces nos tomamos el trabajo de corregir (rehacer) lo mal escrito. Así, se nos tilda de “argolleros”, facilistas, tijereteros, poseros y hasta hemos escuchado por ahí los clásicos: “¿y con qué criterio escoges lo que debe salir publicado?, ¿quién te ha dicho que tienes criterio…?”. Y es que todos, tirios y troyanos, buenos y mediocres, “cultos o antropológicamente incultos” quieren (se mueren por) publicar, por ver su nombre publicado.
Con las cosas así, el periodista cultural se constituye –entonces y por añadidura- un ser extraño, subterráneo y masoquista, a quien no le importa la marginalidad en que vive, el desprecio de los demás por su trabajo, la ausencia apabullante de lectores, y otras taras más propias de su trabajo insular. El periodista cultural de la ciudad se mueve entre la más absoluta indiferencia social –incluso al interior de su propio medio de comunicación- y disfruta enfermizamente de las entrevistas que hace, de la crítica que ejerce, de los poemas o relatos que publica y de los “descubrimientos” que cada cierto tiempo hace en una urbe cruel para el trabajador cultural, que no lo ve como el “antropólogo del día a día” que es, sino como el chismoso, aburrido y sobornablemente detestable ser que la mayoría de personas cree que es.
El periodista cultural vive cansado de que se le considere “relleno” entre las “verdaderas noticias, pepas o primicias” del día: la venta de drogas, el apuñalado, la guerra en Medio Oriente, el último escándalo del alcalde provincial, el alza de los pasajes interurbanos, el triste rol del gobierno regional, y el pésimo desempeño futbolístico del equipo que nos representa. Así, la cultura que dio origen en tiempos inmemoriales al periodismo, “vuelve a casa” por la puerta falsa, como noticia secundaria (gastronomía, viajes, horóscopo, sociales, espectáculos) y todo aquello que es en realidad la negación de lo culto y la apología de lo inesencial, superfluo y vano que todos, absolutamente todos los periodistas culturales responsables –masoquistas y viciosos- combatimos. Eso, estimado lectores (ya no los canso, ya termino), debe, tiene, es necesario, que cambie. Que cambie.
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