Lo conocimos cuando niños, en la biblioteca de Chimbote que lleva su nombre. Nadie nos presentó. Lo conocimos así, de golpe, y por alguna extraña -ahora incomprensible- razón, después de las primeras lecturas su nombre nos quedaría asociado a la miseria, a la literatura, a la enfermedad. Lo imaginábamos siempre (tras el consumo de los libros iniciales de un autor, éste se convierte en una especie de amigo lejano sumamente entrañable) viviendo a salto de mata en París, aquí y allá en buhardillas y pensiones míseras, despertando ante la luz del alba en algún refugio citadino o almorzando con los escasos fondos que le llegaban del Perú en virtud a sus colaboraciones periódicas. Lo imaginábamos siempre sobreviviendo, gracias a la buena voluntad de sus amigos y a través de pequeños préstamos con los cuales le era posible “comer piedrecitas” con tal de ampliar su vasto y humano mundo.
César Vallejo se acercó más a profundidad a nosotros, cuando la secundaria nos exigió pisar el acelerador académico porque en poco tiempo egresaríamos de ella para labrarnos un futuro. Con las lecturas, nos enteramos de cómo abandonó el Perú para siempre partiendo rumbo a Europa desde la dársena del Callao, cómo dejó atrás la incomprensión de los peruanos de su tiempo, la estimagtización de la cual fue objeto debido a su profundo compromiso humano y social, así como la cárcel y sus primeros libros, entre ellos “Trilce”, vanguardia de la poesía universal editada en los talleres de la Penitenciaría.
Hasta entonces, Vallejo había constituido para nosotros un misterio, una sombra deambulando por los ghettos, un personaje literario que nunca acabó de idealizar -en la ciudad donde vivía- países que iba entendiendo cada vez menos, un hombre que salía de una enfermedad para ingresar a otra, un ser triste, nervioso y fatigado en medio del frío del asfalto, bajo la lluvia incesante de Europa y de los andes, alargando una taza de café para prolongar el tiempo de lectura y la medianoche.
Fue al final del oncenio escolar, cuando Los heraldos negros (1918) y Trilce (1922) sacudirían nuestro mundo. Leídos en principio con curiosidad y ternura, encontramos en ellos –tras una nueva lectura, esta vez más analítica- una alianza íntima de audacia verbal, de sollozos y reclamos de un alma herida que visibilizaba un Perú desdibujado, oprimido e injusto. Nuestra vida nunca más fue la misma luego de leer a Vallejo, poeta que –en nuestra modesta mirada- nunca dejó de ser el niño y el muchacho que creció en Santiago de Chuco, pueblo andino a más de tres mil metros de altura.
Leer a Vallejo representó desde entonces encontrarse detenido frente al campanario de los pueblos olvidados, escuchando las historias del sacerdote ciego y los murmullos del aire que bajan de las montañas. Leer a Vallejo fue percibir el olor del maíz que ingresa a las casas del campo al amanecer, el olor del pan serrano, ver amarillarse los árboles a espera de la caída de sus hojas, escuchar el canto de los pájaros, el vocingleo de los vecinos quechuahablantes, sentir también la espada de Damocles que pende sobre el cuello de quienes han sufrido persecución, cárcel, un proceso judicial equívoco y doloroso.
El poeta vio siempre su prisión en Trujillo como el momento más grave de su vida. La celda era otra cárcel en la cárcel donde todo sumaba el mismo número. “No hay sitio como una celda para criar los nervios y aherrojar el corazón”, llegó a escribir. Su lecho era desvencijado; el guardián: un pobre viejo sin escrúpulos que chantajeaba a los presos para hacer sentir su autoridad irrisoria. En esos días opacos de miseria, frío y desesperanza, las imágenes de infancia, de la madre y de su familia persiguieron a Vallejo dejándole caer todo el peso del infortunio. Sin embargo, fueron esos los días en que el poeta se alzó por encima de la desgracia y forjó lo mejor de su grandeza literaria; en medio de esa soledad absoluta, César Vallejo Mendoza reivindicó su condición de hombre libre en todo el sentido de la palabra y escribió “Trilce”, su obra maestra e inmortal. Enorme e imprescindible ejemplo para los peruanos y sobre todo para quienes a pesar de encontrarse con la navaja amenazando la aorta, abren siempre la ancha puerta en la casa de la esperanza.
No sé cuántos ni quiénes hayan podido acompañar (hasta esta intensidad y altura) la lectura de estas líneas. El hecho es que hoy, a propósito de los 120 años del natalicio de César Vallejo, quisimos remitirnos a los cerros retratados en sus libros, a los mineros tristes y explotados, al sentido puro de la amistad, a la incorruptible inocencia y a la capacidad para sortear las contingencias económicas, el sufrimiento humano, la melancolía y la oscuridad mediante la literatura.
César Vallejo se reconcilia en el alma y en el corazón de su patria cuando abrimos sus libros y les damos lectura. Él representaba emblemáticamente el alma mestiza peruana y latinoamericana que prefiere la marginación dolorosa a la humillación de la servidumbre. Pasaba por aquí para decir algunas cosas sobre el poeta de todos, para hablar de su ejemplo; lamentablemente, casi siempre, me termino extendiendo. Muchas gracias.
César Vallejo se acercó más a profundidad a nosotros, cuando la secundaria nos exigió pisar el acelerador académico porque en poco tiempo egresaríamos de ella para labrarnos un futuro. Con las lecturas, nos enteramos de cómo abandonó el Perú para siempre partiendo rumbo a Europa desde la dársena del Callao, cómo dejó atrás la incomprensión de los peruanos de su tiempo, la estimagtización de la cual fue objeto debido a su profundo compromiso humano y social, así como la cárcel y sus primeros libros, entre ellos “Trilce”, vanguardia de la poesía universal editada en los talleres de la Penitenciaría.
Hasta entonces, Vallejo había constituido para nosotros un misterio, una sombra deambulando por los ghettos, un personaje literario que nunca acabó de idealizar -en la ciudad donde vivía- países que iba entendiendo cada vez menos, un hombre que salía de una enfermedad para ingresar a otra, un ser triste, nervioso y fatigado en medio del frío del asfalto, bajo la lluvia incesante de Europa y de los andes, alargando una taza de café para prolongar el tiempo de lectura y la medianoche.
Fue al final del oncenio escolar, cuando Los heraldos negros (1918) y Trilce (1922) sacudirían nuestro mundo. Leídos en principio con curiosidad y ternura, encontramos en ellos –tras una nueva lectura, esta vez más analítica- una alianza íntima de audacia verbal, de sollozos y reclamos de un alma herida que visibilizaba un Perú desdibujado, oprimido e injusto. Nuestra vida nunca más fue la misma luego de leer a Vallejo, poeta que –en nuestra modesta mirada- nunca dejó de ser el niño y el muchacho que creció en Santiago de Chuco, pueblo andino a más de tres mil metros de altura.
Leer a Vallejo representó desde entonces encontrarse detenido frente al campanario de los pueblos olvidados, escuchando las historias del sacerdote ciego y los murmullos del aire que bajan de las montañas. Leer a Vallejo fue percibir el olor del maíz que ingresa a las casas del campo al amanecer, el olor del pan serrano, ver amarillarse los árboles a espera de la caída de sus hojas, escuchar el canto de los pájaros, el vocingleo de los vecinos quechuahablantes, sentir también la espada de Damocles que pende sobre el cuello de quienes han sufrido persecución, cárcel, un proceso judicial equívoco y doloroso.
El poeta vio siempre su prisión en Trujillo como el momento más grave de su vida. La celda era otra cárcel en la cárcel donde todo sumaba el mismo número. “No hay sitio como una celda para criar los nervios y aherrojar el corazón”, llegó a escribir. Su lecho era desvencijado; el guardián: un pobre viejo sin escrúpulos que chantajeaba a los presos para hacer sentir su autoridad irrisoria. En esos días opacos de miseria, frío y desesperanza, las imágenes de infancia, de la madre y de su familia persiguieron a Vallejo dejándole caer todo el peso del infortunio. Sin embargo, fueron esos los días en que el poeta se alzó por encima de la desgracia y forjó lo mejor de su grandeza literaria; en medio de esa soledad absoluta, César Vallejo Mendoza reivindicó su condición de hombre libre en todo el sentido de la palabra y escribió “Trilce”, su obra maestra e inmortal. Enorme e imprescindible ejemplo para los peruanos y sobre todo para quienes a pesar de encontrarse con la navaja amenazando la aorta, abren siempre la ancha puerta en la casa de la esperanza.
No sé cuántos ni quiénes hayan podido acompañar (hasta esta intensidad y altura) la lectura de estas líneas. El hecho es que hoy, a propósito de los 120 años del natalicio de César Vallejo, quisimos remitirnos a los cerros retratados en sus libros, a los mineros tristes y explotados, al sentido puro de la amistad, a la incorruptible inocencia y a la capacidad para sortear las contingencias económicas, el sufrimiento humano, la melancolía y la oscuridad mediante la literatura.
César Vallejo se reconcilia en el alma y en el corazón de su patria cuando abrimos sus libros y les damos lectura. Él representaba emblemáticamente el alma mestiza peruana y latinoamericana que prefiere la marginación dolorosa a la humillación de la servidumbre. Pasaba por aquí para decir algunas cosas sobre el poeta de todos, para hablar de su ejemplo; lamentablemente, casi siempre, me termino extendiendo. Muchas gracias.
Fue buena la extensión.
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