jueves, 16 de agosto de 2007

TERREMOTO *



César Hildebrant

Cuando tiembla la tierra somos nadie, más ínfimos que nunca, más
anecdóticos que siempre. ¿Valía la pena tanta vaina si en cualquier
momento podemos morir de cornisa? ¿Y esa batalla, que parecía magna,
no es mezquina a la luz de esta reventazón subterránea que nos pone a
tiro del miedo? Como si la tierra nos dijera, pero a gritos: recuerden
lo que son, pobres diablos. Y hasta los que creemos en el agnosticismo
nos preguntamos, con la boca a media caña, si no será que hay alguien
que quiere castigar lo brutos que somos, lo imbéciles que somos, lo
sanguinarios que somos, lo reincidentes y malévolos que nos gusta ser.


Ondulan los asfaltos (no se incendian, como en el poema de Moro), los
vidrios chillan y el retrato de mi abuelo Benjamín Pérez Treviño se
cae de una mesa y la mujer hecha de tuercas que compré en Artco
aparece en el suelo, como si alguien hubiese querido abusar de ella, y
mi perra Molly Bloom vuelve a morir lanzándose en retrato desde una
repisa de la cocina.

Fue un largo minuto y medio de meneo grandioso, de polvo colosal.
Fueron muchísimos segundos de obscenidad entre placas que se frotaban
y olones que lo festejaban, todo bajo el cielo de Chincha y a costa,
como siempre, de los más pobres. Porque los terremotos casi sólo matan
o arruinan a los pobres. La escala de Richter no mide la intensidad de
un movimiento sino el carácter medio aristocrático de las tembladeras.

¿Siete punto cinco en la escala de Richter? –pregunta un jefe de
redacción. Y de inmediato despacha sus equipos al Agustino, a Villa
María del Triunfo, a Vitarte, donde reinan la quincha y los palos
cruzados, el adobe con remiendo o la lata, el techo aligerado cuando
hay plata, la madera de rebusque, la viga de demolición. Allí vibra la
noticia, digamos.

Los extremos se tocan. Donde hay concreto el terremoto es sólo
espanto. Y donde hay estera no hay daño posible: esa pobre gente vive
como después de un terremoto crónico, el terremoto de la miseria sin
chorreo, el maremoto de las leches aguadas. Esas pobres gentes no
tienen nada que se les pueda caer y podrían resistir un sismo de grado
10. Alguna ventaja tiene que dar el hecho de morir cada día en las
fenomenales dunas de Lima.

El terremoto de 1687 destruyó la pequeña Lima de aquel entonces.
Pequeña es un decir: contaba ya con 67 iglesias y sus respectivos
campanarios. Todo se vino abajo.

El libro de Enrique Silgado y Alberto Giesecke cuenta que fue el
virrey Melchor de Navarra y Rocafull, duque de La Palata, quien la
reconstruyó.

Pero en 1746, como si de maldición se tratara, otro enorme sismo, en
combina con un maremoto, la trajo abajo nuevamente. Fue el virrey José
Manso de Velasco quien se encargó de levantarla por segunda vez.
Las crónicas del padre Murúa repiten la historia oral del terremoto
que desapareció Arequipa durante el reinado de Túpac Yupanqui
(1471-1493), cataclismo de origen volcánico causado por la erupción
del Misti.

Somos tierra de terremotos. No teníamos uno desde 1974. Treinta y tres
años después de ese episodio –ocurrido un 3 de octubre, el día que
Velasco celebraba como el día de su revolución– el suelo nos recordó
anoche que estamos en el cinturón de fuego del Pacífico –donde se
produce el 75% de los grandes sismos– y que, al frente de nuestra
costa central, los acomodos de las profundidades, los viajes de las
placas continental y de Nazca, desatan porciones de energía difíciles
de imaginar. Giesecke afirma en su famoso libro sobre la sismicidad en
el Perú que el total de terremotos producidos cada año por las diez
placas del planeta Tierra equivalen a una explosión de 120 millones de
toneladas de dinamita –algo que está por encima de cualquier cálculo
termonuclear–.

Mi teoría –extremista, desde luego; imposible de probarse, por
supuesto– es que la Tierra está harta de tanto idiota hablando de
globalización.

* Tomado del Diario La Primera. Lima, 16 de agosto de 2007

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