viernes, 17 de agosto de 2007
ELVIS, SÍMBOLO IMPERECEDERO
Germán Torres Cobián
Elvis Presley apareció en los años sombríos de la Guerra Fría, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, cuando era imposible imaginar la rebelión juvenil de los sesenta: contestatarios en las universidades de Berkeley y la Autónoma de México, el mayo de París, los hippies, la contracultura y otros movimientos que pusieron en cuestión la estructura social de Occidente.
Para los adultos, Elvis era una incongruencia, un absurdo, un extravagante desatino de la maquinaria del “showbusiness”. Para millones de adolescentes, era la figura que esperaban sin ellos saberlo; la concreción de aquel tímido sentimiento de identificación que les había turbado al contemplar en la pantalla a Marlon Brando y James Dean. Elvis era algo más que un producto frío, distante e introvertido del Actor`s Studio, tal como lo eran aquellos. Él tenía una imagen caliente, descarada, tan provocadora por su irreverencia como por su sexualidad primitiva.
A fin de poder entender lo que representó la irrupción de Elvis Presley, es necesario trasplantarnos a un mundo polarizado entre la Norteamérica de Eisenhower y la Unión Soviética de Stalin, todo reducido a un terror mudo provocado por las consecuencias de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. En aquellos tiempos la música popular estaba dominada por los “crooners” de origen italiano (Frank Sinatra, Tony Bennett, Dean Martin, Perry Como) que daban voz a cancioncillas llenas de sentimientos falsificados, cursis; romanticismo de la peor estofa con violines almibarados.
Pero en esto llegó Elvis Presley, puro WASP (blanco, anglosajón y protestante) usando como ariete los ritmos, las maneras y hasta las mismas canciones de los interpretes negros de blues. Y como un nuevo flautista de Hamelín arrastró a todos los jóvenes educados cuidadosamente en el temor de Dios y el odio a los comunistas. Por la brecha por él abierta, entraron otros monstruos: Jerry Louis Lewis, Chuck Berry, Gene Vincen, Fats Domino…
Los conservadores entendieron erróneamente que Elvis era una amenaza para el sistema. La Enciclopedia Británica describió su música como “salvajismo insistente”. El New York Herald Tribune le definió como “un entertainer joven, vulgar e inimaginablemente falto de talento”. Look dijo que su ascensión a la popularidad era “una pesadilla de mal gusto”. El obispo católico de Boston, pidió que se prohibiera la difusión de su música en las emisoras. Newsweek comparó su apariencia exterior a la de “un traficante de drogas, un presidiario o una culebra mortífera”. Los cazadores de brujas vieron en él una conspiración para “desgastar los fundamentos de nuestro gran país”, asegurando que detrás del rock and roll estaba “la mano negra de los bolcheviques”. Y así, ad infinitum.
Pero ya era imposible detenerle: había fuertes intereses económicos impulsando el rock and roll. No sólo los de la industria fonográfica, sino que también se habían subido al carro las cadenas de televisión, los estudios de Hollywood y la prensa. Elvis era un nuevo tipo de ídolo que generaba una devoción histérica y de la noche a la mañana surgió un nuevo mercado para satisfacer la necesidad de conocer su pasado, sus preferencias, su vida cotidiana y sus amoríos. Detrás de la prensa y las revistas juveniles, saltaron los “souvenirs” con su imagen grabada, los clubes de fans y todos los inventos en los que se podía ganar dinero.
Pero hay mucho más. Con anterioridad a 1955, los jóvenes carecían de una música que reflejara sus necesidades y preocupaciones, esa inquietud cuya única salida estaba en la violencia más o menos gratuita (en esta época surge la figura jurídica y sociológica del “delincuente juvenil”). El horror de las armas nucleares, la sensación de vivir al borde de la tercera guerra mundial, había alterado el sistema de valores de todo el mundo occidental. Una serie de esquemas, de ideales, de formas de vivir quedaban obsoletos, ridículos, inaplicables. Las generaciones de posguerra adoptaban un tímido hedonismo, un inconformismo nebuloso que los diferenciaban de sus padres, cuyas vidas grises rechazaban. Elvis Presley fue el profeta que de forma instintiva logró expresar la naciente rebeldía de sus coetáneos.
No es que articulara una carta de agravios contra el sistema, o un programa de reformas o una llamada a la revolución: su impacto fue a nivel sensorial, con una música irresistible y una apariencia externa –patillas, pelo engomado, trajes chillones- que trastornaron primero a los jóvenes norteamericanos y posteriormente a los del llamado “mundo libre”. Actuando simultáneamente –pero a niveles diferentes- con los escritores “beat”, Elvis fue la personificación del rock and roll, que resultó ser el agente catalizador que inició una reacción que concluyó en los años sesenta con la eclosión de las formas de vida englobadas bajo el apelativo de “contracultura”.Naturalmente, esto no entraba dentro de los cálculos de Elvis, que siempre se mantuvo dentro de las estrictas fronteras del mundo del espectáculo, negándose a hacer declaraciones políticas o a tomar partido por alguna causa progresista. Más bien, fue integrado al sistema con gran rapidez. Antes de que acabaran los cincuenta, ya había editado discos de canciones de Navidad y de himnos religiosos; se había prestado a los manejos de la industria del cine y había ingresado alegremente en la US Army, que le destinó a una división estacionada en Alemania. A la vuelta del servicio militar, reapareció en un especial de televisión, actuando mano a mano con Frank Sinatra.
Luego llegó el eclipse de los años sesenta, cuando declinó las ofertas para actuar y se contentó con pasearse por una larga lista de películas de serieB que le dieron pingues beneficios. Y cuando le creíamos listo para marcharse a un hospital geriátrico, retornó triunfando apoteósicamente en la ciudad sagrada del sueño americano: Las Vegas.
Resulta extraordinario comprobar cómo Elvis mantuvo su atractivo a lo largo de veintidós años, a pesar de renunciar al rock and roll e inclinarse hacia las baladas más trasnochadas. En los años setenta, recuperó su popularidad mediante actuaciones multitudinarias y algunos discos interesantes. Su magnetismo no había disminuido, era un mito propiedad de la mayoría silenciosa. Elvis aguantó unos años más, pero ya era claramente una estrella crepuscular, que paseaba su decadencia física y espiritual por los escenarios y las páginas de las revistas frívolas. Pero su reputación estaba asegurada: era el rey del rock and roll, aquella música estridente que cambió un poco nuestro mundo. A pesar de que han pasado treinta años desde su muerte, así lo recordamos.
Chimbote, agosto de 2007
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