martes, 14 de agosto de 2007
VIRGINIA EN SU CELDA
Carlos Rengifo
Días previos a caminar bajo el río Ouse que la llevaría a la muerte, Virginia Woolf dejó constancia en su diario: «la vida es una estrecha franja pavimentada al borde de un abismo». Las mariposas en su cabeza revoloteaban, aun cuando debía concentrarse en la escritura, y la desazón de molestar a su esposo la llevó a tomar una decisión que la venía rumiando desde hacía tiempo, mientras el juego de los adjetivos ya no la satisfacía del todo y una mano invisible le presionaba el cráneo en la soledad de su estudio con vista al jardín. Leer a Joyce había sido una experiencia reconfortante, pero mirarse a sí misma, al cabo de tantas palabras escritas y vueltas a escribir, contradecía su ánimo ambivalente en una hora en que esa franja delgada se tambaleaba cada vez más, turbándola con el vértigo de su propio descenso.
La tranquilidad burguesa no era suficiente, el orden en la cocina la incomodaba sobremanera, más aún por aquella lejanía que su frágil naturaleza le imponía, esa distancia natural de ubicarse a unos metros entre los apios y las cacerolas. La loza tal vez era más amigable, la cucharita en movimiento circular en el fondo de una sustancia, y el olor agradable que del humo surgía alimentaba la menuda entretención que, por un instante, le hacía olvidar esas pequeñas olas que la mareaban en el papel. En algún momento —pero no era frecuente— se preguntaba: ¿y si hubiera tenido hijos? Y pensaba en los críos de sus amigas y vecinas, a quienes por las tardes contemplaba, acercando su mano a los cabellos infantiles, a una mejilla sonrosada, a un codo magullado. Las sonrisas y los juguetes eran parte de un universo familiar que apenas intuía, envuelta en sus cambiantes ideas de mujer meditativa, cauta, sumida en su labor. Procrear no bastaba; crear, a veces, tampoco bastaba, si no se sentía lo suficientemente lista como para tener una jornada de escritura larga y tendida.
Los vacíos de la tinta goteando en alto eran su más terrible pausa, el no poder avanzar en el engarce de los vocablos, en la convivencia feliz de la palabra con el pensamiento, así que se reclinaba en el respaldo de la silla para cerrar los ojos y ver en la oscuridad, pero la oscuridad le traía un sinfín de telarañas que la sobresaltaban de inmediato. Salía entonces a caminar, a pisar las hojas secas sobre el grass que la conducían hacia algún recodo donde pudiera respirar tranquila, aspirando el perfume de un viento cálido que le bañara el rostro de paz, de suave ternura. Evocaba su propia infancia para darse valor, para encontrar en la memoria fugaz algún pasaje multicolor que la aliviara de tanta inquietud; pero las dagas internas que apuñalaban de improviso continuaban su lento trabajo de acabamiento, de minación.
La señora Dalloway era una buena compañía mientras no hubiera distracciones; con sus trazos medidos y desbordantes podía ser tan agradable como Katherine Mansfield burlándose de Joyce. Solo que en ocasiones ni con una ni con otra, ni con ambas juntas, se sentía a gusto. Entonces pensaba en su hermana Vanessa, con quien había vivido un buen tiempo en Bloomsbury; pensaba en ella y se tendía sobre la cama para mirarla frente a frente sin asomar en su faz expectante ningún gesto de vergüenza. Los ojos nítidos y confiables correspondían a los suyos en el suave tacto de las yemas, mientras el rostro engañosamente angélico de Vanessa se iba pareciendo poco a poco al de Vita Sackville-West, compañera ideal, e iba diferenciándose cada vez más al de su hermanastro George, el monstruo. Entre el miedo y la pasión, el deseo se imponía como una necesidad apremiante, aunque sin desesperación, como un llamado al cariño que fue trastocado con violencia y requiere de una cura eficaz, y las sábanas parecían ondear en la sonrisa quieta de dos almas solitarias nacidas de una misma fuente, las piernas traían consigo reacciones fáciles y rubicundas en la majestuosidad de la piel, y los labios inflamados, húmedos, torpes, hambrientos, asomaban a los otros con un sabor amargo a cosa escondida, mamá nos puede ver.
Nada hubiera sido más perfecto que permanecer abrazadas una a la otra mientras el sol las eximía de todo rubor externo; nada, que eternizar ese momento en el que aún no aparecía Leonard (su esposo) ni Clive Bell (el marido de Vanessa), ni aun la propia Vita Sackville-West (amante y escritora). Pero el tiempo era un aguafiestas que lo mezclaba todo hasta enredar la vida misma en luz y oscuridad, un verdugo que mostraba el hacha de la caída (cuando ingirió somníferos para no despertar) y la volvía a esconder, mientras Orlando y Las olas ejemplificaban el fluir de la conciencia, y Flush corría libre en su imaginación tanto como en su prosa, y Una habitación propia la pintaba de cuerpo entero en su cuarto feminista, hasta que un día de marzo de 1941 salió de su casa a caminar, y siguió caminando hacia las aguas de un río que la recibió con un abrazo de explosión, pues se había llenado los bolsillos de piedras para hundirse cada vez más en este abrazo húmedo y liberador.
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