Nelson Manrique
Para definir la significación de César Hildebrandt en la historia contemporánea del Perú, bastaría lo escrito ayer por Eduardo Adrianzén en Twitter: “Aunque le arda a muchísimos, César Hildebrandt ya llegó a ser historia, referencia y modelo en el periodismo peruano. Y sin coctelitos”. (Confieso que aunque tampoco frecuento los cócteles de las embajadas aprendí a respetarlos cuando me enteré que constituían un componente relevante de la frugal dieta de Alfonso Barrantes).
Elogiar a Hildebrandt es arriesgarse a caer en el lugar común. Por eso aprecio especialmente la opinión de un buen amigo que me confiesa que leerlo le irrita profundamente, pero no puede dejar de hacerlo religiosamente cada semana, porque considera su opinión imprescindible. César es tajante en sus opiniones; no hay medias tintas en sus afirmaciones y por lo tanto se lo toma o se lo deja; se le acepta con todo o se le rechaza con el mismo entusiasmo. No es casual su admiración por Manuel Gonzales Prada, nuestro mejor cultor del verbo exacto y la frase rotunda. Con él lo emparenta la voluntad de hablar donde otros callan y no es, por eso, sorprendente que su otro gran referente sea César Lévano, otro singular ejemplo de buen periodismo y limpieza moral.
En una reflexión personal sobre la significación de César Hildebrandt para el periodismo peruano me viene a la memoria lo que cierta vez dijo Pablo Macera -cuando era Pablo Macera- en los años setenta sobre V.R. Haya de la Torre: que el hecho de que el político más importante del siglo XX no hubiese llegado a ser elegido ni siquiera alcalde de un pueblito perdido de la sierra mostraba hasta qué punto andaba divorciada la política de la sociedad en el Perú. Algo similar sucede con Hildebrandt y los medios de comunicación: el hecho de que el periodista con mayor credibilidad del país no tenga un programa televisivo muestra hasta qué punto los dueños de los canales están decididos a hacer cualquier cosa menos a informar y comunicar y como su enemistad con la verdad es una cuestión de principios. Si algo debemos agradecerles a los patrones de la televisión es haber devuelto a Hildebrandt al texto impreso, el punto de partida de su quehacer como periodista y su amor de toda la vida.
César Hildebrandt nos ha prevenido siempre sobre la farsa que es confundir la libertad de prensa con la libertad de empresa. Tiene toda la autoridad del mundo para hacerlo; por algo ha sido una víctima recurrente de esta sutil diferencia semántica. “A mí me han censurado y me han desaparecido inútilmente –escribe-. A mí el poder me da náuseas porque sé que está en manos de locos y criminales. Y con el poder sólo he podido tener relaciones rotas”.
Posiblemente estas experiencias hayan modelado su intransigencia frente a la escritura para el gusto de las mayorías:
“Releo los párrafos anteriores y compruebo, gustoso, que no son fashion, que son anacrónicos, que vienen de la más amplia minoría. ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegra! Me moriría de la pena si lo que escribo se pareciera, aunque fuese de perfil, a la “prosa” periodística moderna.
“Estoy, también en esto, en mis trece. Nadie me va a convencer de que para estar a la moda tienes que renunciar a pensar, tienes que apagar tu ira, tienes que pertenecer al colectivo del optimismo de las barras bravas.
“No tengo ganas de aplaudir después de oír este concierto. Es música que ya conozco y sé adónde nos conduce”.
Las crónicas que forman “Una piedra en el zapato” fueron publicadas en La Primera y en Hildebrandt en sus Trece. Cubren un arco temporal que se extiende desde julio del 2006 hasta agosto del 2011, para desgracia del doctor Alan García, uno de los caseritos habituales de sus columnas. El periodo ayuda a entender por qué ciertos temas son recurrentes: la denuncia de la corrupción y los corruptos, poner en evidencia el escándalo de la disociación entre lo que se dice y lo que se hace, el desprecio por los derechos humanos y la vasta confabulación por la impunidad, la alianza nada santa entre el poder económico y la política para imponerle al país una agenda que defiende los intereses de los menos y sacrifica el derecho al porvenir de los más.
Los buenos textos se escriben no sólo con el cerebro y las manos. Intervienen en ellos los pulmones, los riñones, el hígado (es de César hacer sobretiempos) y por supuesto el corazón. De ahí que digan mucho sobre sus autores, aún si ellos buscan púdicamente ocultarse. Hildebrandt no es de hablar de sí mismo, pero si exhibe sin inhibiciones una pasión que lo ha marcado de por vida: su amor por las palabras, la literatura. En las palabras, nos dice, encontró un refugio ante un mundo mediocre, donde prima la estupidez. Esta condena sin apelativos está hecha no desde el sentimiento elitista de sentirse por encima de los demás sino como conclusión de un análisis de qué pasó con ese mundo que en la década del 60 – lo cito- “era pura lucidez combatiente” y cómo los errores y las insuficiencias de la izquierda sirvieron al triunfo de las grandes campañas de desinformación que abrieron el camino al capitalismo salvaje, a Tatcher y Reagan. “La gran conspiración escribe ha funcionado. Ahora los medios de comunicación están, casi por decreto ley, condenados a ser estúpidos. Y lo están porque son parte del conservadurismo mundial que gobierna y que hay que mantener en el gobierno. Y ese conservadurismo mundial sólo se puede mantener desde la estupidez. De modo que el método es claro: fabricar estúpidos para el rebaño mundial de consumidores anuentes, que a eso nos han reducido los que cortan el jamón”.
Para componer este libro su autor ha tenido que seleccionar columnas: ni están todas las que son ni son todas las que están. Me llama la atención la forma cómo César escoge algunos temas en los cuales expone sus fobias. No se trata sólo de su ira contra las injusticias y su indignación contra quienes abusan de su poder para agraviar a los débiles. En sus textos trata también temas más triviales, como su aversión al pisco, el poco entusiasmo que le suscita la gastronomía peruana, su desagrado por las Olimpiadas, la escasa consideración que le tiene a La teta asustada y la -esta si irascible- defensa su derecho de fumar, dejando muy en claro que está perfectamente informado de los riesgos de su opción supone. Por supuesto, sus razones me parecen tan legítimas como espero le parezcan a él las mías para defender la opinión contraria, pero no deja de llamarme la atención que escoja asuntos en los cuales su opinión evidentemente va a chocar con la opinión de la mayoría. Creo adivinar ahí cicatrices conquistadas en su experiencia vital; la necesidad de defender su individualidad a todo trance, contra los intentos de someterla.
¿Tiene César Hildebrandt una posición política? Es claro que es un izquierdista que abomina del estalinismo, pero no se instala en la cómoda posición de proclamarse demócrata liberal. Las razones que expone debieran llamar a reflexión a quienes se cobijan bajo esa popular etiqueta, hoy consagrada como políticamente correcta:
“dejémonos de monsergas: ¿Qué es la democracia liberal? ¿La de Estados Unidos, donde si quieres mejorar la salud pública dándosela a los que no están cubiertos tienes que enfrentar un ejército de analfabetos cívicos encabezados por Sarah Palin, ejército que, al final, paraliza o esteriliza tus proyectos? ¿O la de Chile, que nació en el mar de sangre de Pinochet y continúa hoy con un enorme grado de desigualdad y con el desconocimiento de los derechos mapuches? ¿O la del Perú, parida en el golpe de Estado de Fujimori y ahondada hoy por un farsante, con quien Vargas Llosa se ha amistado, que dice que la plata viene sola cuando la verdad es que viene acompañada de una licitación, una ley a domicilio o una gran concesión fraudulenta y que añade que si Humala gana las elecciones, él promoverá un golpe de Estado? ¿Esa es la democracia liberal por la que debemos, como caballeros andantes, luchar hasta morir?”.
Las páginas de Una piedra en el zapato están cargadas por momentos de un pesimismo denso, alimentado por los desencantos en que esta primera década del tercer milenio ha sido pródiga. Sin embargo sus últimas páginas están alimentadas por un renovado optimismo.
Veamos algunas líneas y congratulémonos de que César Hildebrandt siga en la brega:
“Lo que revelan las noticias, por lo general, es que, en ese occidente jactancioso que creía haber llegado al “fin de la historia” y a la fórmula de la inmortalidad capitalista, la gente está harta. Lo que también revelan las noticias es que el sistema de contención del capitalismo neardenthal -redescubierto por la Thatcher y adorado en Wall Street -ha empezado a resquebrajarse.
“La gente está harta de que le hayan robado la democracia y de que una sola partitura -la de los tiburones de las bolsas y los ladrones de la banca -sea la que se imponga en los coros de los niños castrados de la prensa.
“Hartas están las gentes -y con razón- de que los truhanes de las finanzas y el hampa corporativa compren periódicos y televisiones para decirle a la gente que está bien que se joda, muy bien que se resigne, mejor que se calle y maravillosamente bien que obedezca. Lo que estamos viendo es como la película Despertares, pero en la versión de la Comuna de París: millones de aturdidos abandonan el limbo y gritan para comprobar que están vivos”.
* Texto leído, el 21 de octubre último, durante la presentación de "Una piedra en el zapato", en la Feria del Libro de Miraflores.
Para definir la significación de César Hildebrandt en la historia contemporánea del Perú, bastaría lo escrito ayer por Eduardo Adrianzén en Twitter: “Aunque le arda a muchísimos, César Hildebrandt ya llegó a ser historia, referencia y modelo en el periodismo peruano. Y sin coctelitos”. (Confieso que aunque tampoco frecuento los cócteles de las embajadas aprendí a respetarlos cuando me enteré que constituían un componente relevante de la frugal dieta de Alfonso Barrantes).
Elogiar a Hildebrandt es arriesgarse a caer en el lugar común. Por eso aprecio especialmente la opinión de un buen amigo que me confiesa que leerlo le irrita profundamente, pero no puede dejar de hacerlo religiosamente cada semana, porque considera su opinión imprescindible. César es tajante en sus opiniones; no hay medias tintas en sus afirmaciones y por lo tanto se lo toma o se lo deja; se le acepta con todo o se le rechaza con el mismo entusiasmo. No es casual su admiración por Manuel Gonzales Prada, nuestro mejor cultor del verbo exacto y la frase rotunda. Con él lo emparenta la voluntad de hablar donde otros callan y no es, por eso, sorprendente que su otro gran referente sea César Lévano, otro singular ejemplo de buen periodismo y limpieza moral.
En una reflexión personal sobre la significación de César Hildebrandt para el periodismo peruano me viene a la memoria lo que cierta vez dijo Pablo Macera -cuando era Pablo Macera- en los años setenta sobre V.R. Haya de la Torre: que el hecho de que el político más importante del siglo XX no hubiese llegado a ser elegido ni siquiera alcalde de un pueblito perdido de la sierra mostraba hasta qué punto andaba divorciada la política de la sociedad en el Perú. Algo similar sucede con Hildebrandt y los medios de comunicación: el hecho de que el periodista con mayor credibilidad del país no tenga un programa televisivo muestra hasta qué punto los dueños de los canales están decididos a hacer cualquier cosa menos a informar y comunicar y como su enemistad con la verdad es una cuestión de principios. Si algo debemos agradecerles a los patrones de la televisión es haber devuelto a Hildebrandt al texto impreso, el punto de partida de su quehacer como periodista y su amor de toda la vida.
César Hildebrandt nos ha prevenido siempre sobre la farsa que es confundir la libertad de prensa con la libertad de empresa. Tiene toda la autoridad del mundo para hacerlo; por algo ha sido una víctima recurrente de esta sutil diferencia semántica. “A mí me han censurado y me han desaparecido inútilmente –escribe-. A mí el poder me da náuseas porque sé que está en manos de locos y criminales. Y con el poder sólo he podido tener relaciones rotas”.
Posiblemente estas experiencias hayan modelado su intransigencia frente a la escritura para el gusto de las mayorías:
“Releo los párrafos anteriores y compruebo, gustoso, que no son fashion, que son anacrónicos, que vienen de la más amplia minoría. ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegra! Me moriría de la pena si lo que escribo se pareciera, aunque fuese de perfil, a la “prosa” periodística moderna.
“Estoy, también en esto, en mis trece. Nadie me va a convencer de que para estar a la moda tienes que renunciar a pensar, tienes que apagar tu ira, tienes que pertenecer al colectivo del optimismo de las barras bravas.
“No tengo ganas de aplaudir después de oír este concierto. Es música que ya conozco y sé adónde nos conduce”.
Las crónicas que forman “Una piedra en el zapato” fueron publicadas en La Primera y en Hildebrandt en sus Trece. Cubren un arco temporal que se extiende desde julio del 2006 hasta agosto del 2011, para desgracia del doctor Alan García, uno de los caseritos habituales de sus columnas. El periodo ayuda a entender por qué ciertos temas son recurrentes: la denuncia de la corrupción y los corruptos, poner en evidencia el escándalo de la disociación entre lo que se dice y lo que se hace, el desprecio por los derechos humanos y la vasta confabulación por la impunidad, la alianza nada santa entre el poder económico y la política para imponerle al país una agenda que defiende los intereses de los menos y sacrifica el derecho al porvenir de los más.
Los buenos textos se escriben no sólo con el cerebro y las manos. Intervienen en ellos los pulmones, los riñones, el hígado (es de César hacer sobretiempos) y por supuesto el corazón. De ahí que digan mucho sobre sus autores, aún si ellos buscan púdicamente ocultarse. Hildebrandt no es de hablar de sí mismo, pero si exhibe sin inhibiciones una pasión que lo ha marcado de por vida: su amor por las palabras, la literatura. En las palabras, nos dice, encontró un refugio ante un mundo mediocre, donde prima la estupidez. Esta condena sin apelativos está hecha no desde el sentimiento elitista de sentirse por encima de los demás sino como conclusión de un análisis de qué pasó con ese mundo que en la década del 60 – lo cito- “era pura lucidez combatiente” y cómo los errores y las insuficiencias de la izquierda sirvieron al triunfo de las grandes campañas de desinformación que abrieron el camino al capitalismo salvaje, a Tatcher y Reagan. “La gran conspiración escribe ha funcionado. Ahora los medios de comunicación están, casi por decreto ley, condenados a ser estúpidos. Y lo están porque son parte del conservadurismo mundial que gobierna y que hay que mantener en el gobierno. Y ese conservadurismo mundial sólo se puede mantener desde la estupidez. De modo que el método es claro: fabricar estúpidos para el rebaño mundial de consumidores anuentes, que a eso nos han reducido los que cortan el jamón”.
Para componer este libro su autor ha tenido que seleccionar columnas: ni están todas las que son ni son todas las que están. Me llama la atención la forma cómo César escoge algunos temas en los cuales expone sus fobias. No se trata sólo de su ira contra las injusticias y su indignación contra quienes abusan de su poder para agraviar a los débiles. En sus textos trata también temas más triviales, como su aversión al pisco, el poco entusiasmo que le suscita la gastronomía peruana, su desagrado por las Olimpiadas, la escasa consideración que le tiene a La teta asustada y la -esta si irascible- defensa su derecho de fumar, dejando muy en claro que está perfectamente informado de los riesgos de su opción supone. Por supuesto, sus razones me parecen tan legítimas como espero le parezcan a él las mías para defender la opinión contraria, pero no deja de llamarme la atención que escoja asuntos en los cuales su opinión evidentemente va a chocar con la opinión de la mayoría. Creo adivinar ahí cicatrices conquistadas en su experiencia vital; la necesidad de defender su individualidad a todo trance, contra los intentos de someterla.
¿Tiene César Hildebrandt una posición política? Es claro que es un izquierdista que abomina del estalinismo, pero no se instala en la cómoda posición de proclamarse demócrata liberal. Las razones que expone debieran llamar a reflexión a quienes se cobijan bajo esa popular etiqueta, hoy consagrada como políticamente correcta:
“dejémonos de monsergas: ¿Qué es la democracia liberal? ¿La de Estados Unidos, donde si quieres mejorar la salud pública dándosela a los que no están cubiertos tienes que enfrentar un ejército de analfabetos cívicos encabezados por Sarah Palin, ejército que, al final, paraliza o esteriliza tus proyectos? ¿O la de Chile, que nació en el mar de sangre de Pinochet y continúa hoy con un enorme grado de desigualdad y con el desconocimiento de los derechos mapuches? ¿O la del Perú, parida en el golpe de Estado de Fujimori y ahondada hoy por un farsante, con quien Vargas Llosa se ha amistado, que dice que la plata viene sola cuando la verdad es que viene acompañada de una licitación, una ley a domicilio o una gran concesión fraudulenta y que añade que si Humala gana las elecciones, él promoverá un golpe de Estado? ¿Esa es la democracia liberal por la que debemos, como caballeros andantes, luchar hasta morir?”.
Las páginas de Una piedra en el zapato están cargadas por momentos de un pesimismo denso, alimentado por los desencantos en que esta primera década del tercer milenio ha sido pródiga. Sin embargo sus últimas páginas están alimentadas por un renovado optimismo.
Veamos algunas líneas y congratulémonos de que César Hildebrandt siga en la brega:
“Lo que revelan las noticias, por lo general, es que, en ese occidente jactancioso que creía haber llegado al “fin de la historia” y a la fórmula de la inmortalidad capitalista, la gente está harta. Lo que también revelan las noticias es que el sistema de contención del capitalismo neardenthal -redescubierto por la Thatcher y adorado en Wall Street -ha empezado a resquebrajarse.
“La gente está harta de que le hayan robado la democracia y de que una sola partitura -la de los tiburones de las bolsas y los ladrones de la banca -sea la que se imponga en los coros de los niños castrados de la prensa.
“Hartas están las gentes -y con razón- de que los truhanes de las finanzas y el hampa corporativa compren periódicos y televisiones para decirle a la gente que está bien que se joda, muy bien que se resigne, mejor que se calle y maravillosamente bien que obedezca. Lo que estamos viendo es como la película Despertares, pero en la versión de la Comuna de París: millones de aturdidos abandonan el limbo y gritan para comprobar que están vivos”.
* Texto leído, el 21 de octubre último, durante la presentación de "Una piedra en el zapato", en la Feria del Libro de Miraflores.
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