Con Ernesto Carlín nos une una amistad que va más allá de nuestras pasiones comunes: el fútbol (él es barrista del Sport Boys, yo hincha de Alianza Lima), la literatura y el periodismo cultural. Nos une el hecho de ser de puerto y de habitar la blogósfera, terapeútica que nos ayuda sobremanera a entender nuestra idiosincracia, nuestra propia existencia. De Carlín leí hace algún tiempo y tengo en mis estantes "Falso amanecer", novela breve influenciada fuertemente por el cine, la televisión, el rock y la cultura urbana y popular, un libro que quizá mereció mayor difusión y mejor destino. Ahora llega a mis manos "Takashi: Historias robadas", nueva novela donde -al igual que en su anterior publicación- el autor recoge descarnadamente las peculiaridades del sujeto peruano postmoderno.
Hacer literatura en el Perú es casi un suicidio y eso lo sabe bien el personaje central del libro, quien encuentra en el submundo hardcore de las barras bravas del equipo rosado y en la literatura la identidad que la sociedad le ha negado. Todos los hombres son mejores que el disfraz que los va cubriendo y los asfixia (Stevenson), son mejores a pesar que decidan morir al otro lado de las sombras (Zcuela Cerrada), a pesar de que sean piedras: sin alma (Chacalón) y de que la verdad sea aburrida: puta frustración (Eskorbuto). He leído "Takashi" de un tirón y "aquí sigo, viendo el monitor de mi computadora como si en él estuviera la respuesta a algún problema, como si la Virgen María o el mismísimo Niño David se fueran a materializar en los miles de píxeles que torturan mi vista...". He leído la nueva novela de Ernesto Carlín y trato de hallar una salida, un lugar donde detenerme a descansar en medio de la oscuridad, lejos del ruido, de las luces, en medio de la oscuridad de mi puerto, de mi ciudad. Y aún sigo huyendo, buscando...
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