Santiago Gamboa
Nunca pensé que escribiría esta columna, pues he sido amante del fútbol desde joven. Recuerdo haber visto el mundial de 1974 y con apenas ocho años vibrar con los largos y certeros pases de Roberto Rivelino. O el del 78, con un Perú que deslumbró y luego nos dejó a todos con vergüenza ajena, o el del 82, con los inesperados goles de Paolo Rossi a un Brasil emparentado con la filosofía clásica por vía de Sócrates. Pero el límite ha llegado en estos días por una serie de hechos que, si bien no están relacionados entre sí, me han abierto los ojos a algo que aún me cuesta creer, y es que el fútbol, en el fondo, no es un deporte. Es sólo un juego. Como la hípica. La historia de mi desencanto empezó hace unas semanas, pensando en un deporte para iniciar a mi hijo, pues quiero que él, a diferencia de su papá, tenga una cultura deportiva. Como es lógico, pensé en el fútbol, que además lo involucraría en una de las grandes pasiones de Italia, país en el que vivo. Pero empezaron a llegar noticias que, de forma lateral, me fueron desencantando. Primero, los puñetazos del Bolillo a su amiga. ¿Cómo es posible que una persona que ha pasado su vida en las canchas tenga ese simiesco comportamiento, cuando se supone que un deporte debe enseñar lo contrario, es decir el respeto, la tolerancia, la valentía y el coraje? La respuesta no tardó en llegar: porque el fútbol no es un deporte. Lo que acaba por imponerse, en la realidad del fútbol, no es un sistema que glorifica el esfuerzo, el arte y el trabajo humano (que forma parte de su esencia), sino un ecosistema depredador, machista y violento en donde la belleza termina sepultada por formas degradadas e inescrupulosas del capitalismo: el insulto, la agresión, la xenofobia, el desprecio por el rival, el coreo fascista. No hay nada más violento, en Italia, que un paseo por las gradas durante un partido. Mientras que 22 millonarios corren por el campo (al menos el árbitro, quien manda, es un tipo de clase media), la tribuna es un rosario de imprecaciones, groserías e insultos. Escribo esto desde Argentina, cuyo famoso coro, cuando juega contra Brasil, es el siguiente: “Ya todos saben que Brasil está de luto / son todos negros, son todos putos”.
Nunca pensé que escribiría esta columna, pues he sido amante del fútbol desde joven. Recuerdo haber visto el mundial de 1974 y con apenas ocho años vibrar con los largos y certeros pases de Roberto Rivelino. O el del 78, con un Perú que deslumbró y luego nos dejó a todos con vergüenza ajena, o el del 82, con los inesperados goles de Paolo Rossi a un Brasil emparentado con la filosofía clásica por vía de Sócrates. Pero el límite ha llegado en estos días por una serie de hechos que, si bien no están relacionados entre sí, me han abierto los ojos a algo que aún me cuesta creer, y es que el fútbol, en el fondo, no es un deporte. Es sólo un juego. Como la hípica. La historia de mi desencanto empezó hace unas semanas, pensando en un deporte para iniciar a mi hijo, pues quiero que él, a diferencia de su papá, tenga una cultura deportiva. Como es lógico, pensé en el fútbol, que además lo involucraría en una de las grandes pasiones de Italia, país en el que vivo. Pero empezaron a llegar noticias que, de forma lateral, me fueron desencantando. Primero, los puñetazos del Bolillo a su amiga. ¿Cómo es posible que una persona que ha pasado su vida en las canchas tenga ese simiesco comportamiento, cuando se supone que un deporte debe enseñar lo contrario, es decir el respeto, la tolerancia, la valentía y el coraje? La respuesta no tardó en llegar: porque el fútbol no es un deporte. Lo que acaba por imponerse, en la realidad del fútbol, no es un sistema que glorifica el esfuerzo, el arte y el trabajo humano (que forma parte de su esencia), sino un ecosistema depredador, machista y violento en donde la belleza termina sepultada por formas degradadas e inescrupulosas del capitalismo: el insulto, la agresión, la xenofobia, el desprecio por el rival, el coreo fascista. No hay nada más violento, en Italia, que un paseo por las gradas durante un partido. Mientras que 22 millonarios corren por el campo (al menos el árbitro, quien manda, es un tipo de clase media), la tribuna es un rosario de imprecaciones, groserías e insultos. Escribo esto desde Argentina, cuyo famoso coro, cuando juega contra Brasil, es el siguiente: “Ya todos saben que Brasil está de luto / son todos negros, son todos putos”.
Luego vino la crisis económica en Europa y en la búsqueda de fondos se pensó en un impuesto extraordinario a grandes fortunas, que por supuesto incluyen a los futbolistas. Pues bien, estos jovencitos malcriados se niegan a pagar este impuesto solidario, y amenazan con hacer huelga. ¿Será posible? Una huelga de niños malcriados, que en promedio tienen tres automóviles deportivos per cápita… ¿Son verdaderos deportistas? No. Pregúntenle a Eto’o, que acaba de irse a Rusia porque le pagan 20 millones de euros al año. Sobra decir que en el Inter ya era millonario, pero deja el lugar donde mejor puede lucir su arte por ser aún más rico; lo peor es que esos millones no sólo le queman las neuronas a él, sino a los jóvenes aficionados, que empiezan a soñar ya no con los certeros pases o fintas, sino con los Porsche y las limusinas de estos príncipes. En el fondo, al fútbol le pasa lo mismo que al socialismo real: si bien está hecho de sueños y hermosas palabras, al salir al campo se convierte en estiércol.
* Publicado en Prodavinci.
* Publicado en Prodavinci.
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