jueves, 21 de febrero de 2008

Rajes del oficio

Poeta, narrador y periodista habla del reciente libro de Pedro Salinas y se refiere a la “colegiación”, la “mermelada”, la ética y otros cánceres de la comunicación social


Luis Eduardo García
Para quienes no lo conocen, Luis Eduardo García es poeta, narrador y periodista. Enseña Periodismo Literario y Fundamentos de Periodismo en la Universidad Privada del Norte de Trujillo, ciudad en la que reside desde hace 20 años. Ha publicado tres libros de poesía:"Dialogando el extravío" (1986), "El exilio y los comunes" (1987) y "Confesiones de la tribu (1992); uno de cuentos: "Historia del enemigo" (1996), y uno de crónicas, ensayos y entrevistas:"Tan frágil manjar" (2005). En 1985 ganó el VI concurso "El poeta joven del Perú”, y suele enviarnos artículos como el que sigue y compartimos –en toda la extensión de la palabra- con los ávidos lectores de esta página cultural. (Augusto Rubio Acosta)

El periodista no es quien ostenta un título universitario, está inscrito en un colegio profesional o practica una actividad periodística. Es, sobre todo, el que respeta la ética y produce información de calidad.
El periodismo ha sido por años, desde el punto de vista formal, un oficio más que una profesión. La misión de informar a la comunidad se aprendía –y se seguirá aprendiendo todavía por algún tiempo más- mediante la experiencia directa. Ahora, con el aumento de egresados de las facultades de comunicación y escuelas de periodismo, el empirismo empieza a retroceder y el profesionalismo gana cada vez más terreno.
La condición de periodista no se adquiere, ciertamente, por el cumplimiento de las obligaciones jurídicas requeridas para ejercerlo ni por la práctica habitual en alguna área de este campo. Se adquiere –y esto vale tanto para el colaborador, el columnista, el practicante, el director, el editor, el empresario y el trabajador de prensa propiamente dicho- por el respeto a los criterios éticos de la profesión y el compromiso con la calidad de la información que se produce.
Quienes piensan que la sola competencia académica y la “colegiación” constituyen la salida para una actividad devaluada y asociada a la corruptela están, creo, totalmente equivocados. El comportamiento ético en el ejercicio profesional no tiene grados académicos, diplomas que colgar en la pared y tampoco resoluciones que exhibir en una ceremonia oficial. Se es ético por vocación, por práctica, por emoción y hasta por amor.
El periodista empírico o profesional, además de su apego a la verdad y el respeto a sus semejantes, debe enriquecer su mundo interior y dominar la herramienta principal de su trabajo: el lenguaje. Los áulicos de los colegios profesionales de periodistas más que pedir “cartones” deberían solicitar cultura, sensibilidad social, buen gusto, sentido común y lecturas edificantes a sus agremiados. Esta es la mejor manera de adquirir honores y ser fiel a la conciencia individual.
Si hiciéramos estadísticas sobre los grandes y buenos periodistas que proceden de las canteras de la profesionalización y el empirismo, los resultados favorecerían sin duda a los que vienen de la segunda. No digo que para ser un excelente hombre de prensa haya que renunciar a la universidad, únicamente trato de ser realista. Me pregunto cuántos de los diez excelentes periodistas que aparecen en el libro Rajes del oficio de Pedro Salinas tienen título universitario (en periodismo se entiende) o están inscritos en un Colegio. ¿Y cuántos más de los diez que aparecerán en el segundo volumen que anuncia este autor lo tendrán?
Pero no basta con el libro mencionado: la historia del periodismo peruano es pródiga en ejemplos afines. De manera que las baterías deben enfilarse más bien hacia la ética de la profesión y la cultura personal. Por allí va el cambio (responsable). En buena hora que las universidades del país formen periodistas profesionales y que los colegios de periodistas defiendan a sus prosélitos. !Pero no me vengan a decir que la corrupción se frena con un título universitario o con la afiliación automática a un gremio!
Algunas legislaciones se establece detalladamente los requisitos para ejercitar de manera permanente el periodismo. En el Perú, hasta ahora, contamos con un sistema flexible que permite la supervivencia de los empíricos. No faltan, como dije antes, los corifeos que reclaman una excesiva reglamentación legal y una discriminación sistemática a los que son periodistas sin haber seguido estudios universitarios. No hay –no deben haber- barreras infranqueables en la práctica del periodismo. Las únicas que existen, repito, son las que tienen que ver con la ética profesional y la calidad periodística. Y allí no se pueden hacer concesiones.
La pobre realidad ética en que se realiza el periodismo permite, por un lado, que profesionales y empíricos se saquen los ojos, se acusen unos a otros de “mermeleros” y “chantajistas”, se apuñalen con escritos anónimos y vulgares, se arrojen piedras y se den de palos; y, por otro, que la cobertura informativa se base en lo que dice una “cabeza parlante”, que los titulares estén mal escritos, que las notas informativas parezcan escritas por niños que recién van a la escuela, que se proscriba a los grandes géneros, que hacer servicio social sea un acto ridículo y que el analfabetismo digital campee en las salas de redacción. En fin: que un periodista sea cualquier cosa, menos periodista.
Hace casi un siglo que el presidente norteamericano Theodore Roosvelt calificó como muckrakers (algo así como “rastrilladores” de estiércol”) a los periodistas que se dedicaban a investigar el transfondo de la realidad hasta descubrir lo sucio que había debajo. Con el tiempo, este calificativo devino en un elogio que distinguía a los periodistas que honraban la profesión y se enfrentaban al poder político y económico. Como los años son implacables y la profesión está invadida por convidados e intrusos, el término acuñado por Rossvelt está a punto de convertirse en un bumerán y, de paso, devolver a los periodistas a la triste condición de simples muckrakers.

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