Ítalo Morales
La irradiación nostálgica en el poemario El vuelo de la mosca (Ornitorrinco editores, 2007) de César Quispe Ramírez (Chimbote, 1977) surge desde el primer poema “Puerto” (no es gratuito que esta palabra aparezca 22 veces en el libro). La referencia inmediata con Chimbote aparece marcada por la construcción de imágenes que actualizan el caos, la pérdida irreparable de la esencia de una ciudad fantasmagórica. Las frases recurrentes son similares a los títulos de los poemas “Puerto sin destino”, “Yo nunca pedí venir a este puerto”. El aliento destructivo que emiten los poemas de este corte, como “Qué importan mis cabellos viejos”, “Cómo no entenderte”, “No tengo flores, no tengo rosas”, es similar a los registros de Juan Ojeda. Es decir, imágenes poéticas que recuperan la esencia de una ciudad derruida por el olvido: metáforas que aparecen como vientos del desierto: “Barren el polvo, la esperanza”, “A las calles nadie las transita; a los barcos solitarios, nadie los navega”, “Alguien se llevó los sueños inconclusos”, “Los corazones parecen vacíos y los ojos llenos de furor y de rabia”.
Ante este marco surge la voz del yo lírico que ansía la destrucción del caos y la vuelta al equilibro metafísico del pasado: la historia virgen, el eterno retorno a la infancia: un ansias furibundo por vaciar la memoria. El poeta entonces aviva una ligera connotación política y blande la palabra guerra (que aparece 23 veces) y con el corazón hinchado de humanidad se muestra rebelde. La perplejidad dialéctica se sumerge desde todos los signos posibles que connoten simbolismos. Dice “Hay una guerra/entre la chalina y mi garganta,/entre el vaso y mis labios,/entre el puerto y las fábricas,/entre mi perro y su soga”.
Otra característica en el libro –sin necesariamente aparecer en el orden lógico como se está mostrando– es el claro sentimiento de evasión que se lee entre líneas. Dice “Quiero correr/pegarme a tu lado,/alistarme en la guerra,/levantar mi palabra” (“De cáñamo y brea”).
El poeta, al sentir la maquinaria de la rutina y la podredumbre que representa ese gato viejo que ronda los techos, caminando sobre escombros, sobre esteras, alimenta la fuerza de una realidad devastada. Aquí hay una recurrencia a la creación de imágenes cuya construcción es homogénea: peine desolado, camisa desteñida, zapato agujereado, sandalia olvidad, cuchara de palo, viejo zapato, etc. La marginalidad se mezcla con la evidencia de algo que no anda bien. Entonces el amor, la búsqueda de algún cielo normando o vikingo, precipita la caída de nuevo a la memoria. La flor asume un rol semiótico al ser oposición entre el caos y la barbarie. La flor y la poesía aparecen como anuncios de nuevos soles y nuevas auroras. En esa búsqueda de la esencia el yo lírico es una especie de filósofo que deambula por las calles sucias del puerto. Estas referencias contextuales –nótese el coloquialismo y la mención a figuras históricas como el Loco Moncada, el chileno Lynch, nombres autobiográficos, etc. – participan de esa poeticidad.
El vuelo de la mosca es la síntesis de una vida contemplativa de la cotidianidad: poemario rasgado por el sentimiento de la tierra y el retorno de las fuentes de la memoria. En su lectura uno hallará que las palabras han sido expuestas al viento y la brisa de un puerto quebrado.
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