César Hildebrant
Hay gente imposibilitada para la catarsis, es decir la purificación. Montesinos pudo ser el héroe de una historia que comenzó mal y terminó peor. Pudo, por ejemplo, dejarnos estupefactos y callados diciendo alguna verdad. Pero no, ha preferido aburrirnos con el Montesinos predecible, el de siempre, el Montesinos que se arrastra ante sus superiores y que es soberbio y mandón delante de quienes cree inferiores de carácter y subordinados en asuntos de inteligencia.
Mejor dicho: nos ha vuelto a aburrir con ese Montesinos que sirve a un amo hasta la abyección y que se sirve de ese amo hasta la orgía en el SIN, el depa de Buenos Aires, los cinco “Rolex” con los que no pudo borrar las humillaciones de la infancia. El mismo de siempre. El valiente cuando era escoltado por cincuenta truhanes pagados por el Estado y la ardillita que hace de sus dientes castañuelas cuando de enfrentar a los deudos de La Cantuta se trata.
El pobre Montesinos se cree elegante pero su casa en Playa Arica, llena de estatuas romanas hechas en Balconcillo, describió su almita de dómine de provincia y huachafo sin cura posible.
El pobre Montesinos se cree culto (y lo es comparado con la familia Fujimori, la señora Luz Salgado, los generalitos de dos por medio y los almirantitos con patadecabra en la maletera) pero es capaz de decir, como lo hizo en su excitado monólogo de imitador de Mantilla, “onceava vez” en vez de undécima o decimoprimera.
Se imagina enciclopédico (y lo es ante Raffo o ante el fiscalito que ya tasó por la tele) pero cree firmemente que eso de “la sociedad civil” es un “invento caviar” que intenta separar a los milicos del paisanaje. Pobre diablo. Ignora que el concepto de sociedad civil, inherente a los marcos de lo público y lo privado, es tan viejo como Tocqueville, fue tocado por Marx en el libro “La ideología alemana” y resultó modernamente reformulado por Antonio Gramsci.
La sociedad civil es el espacio que, más allá del Estado, permite la relativa autonomía de todo aquello que no tiene que ver con la coerción. Es decir, es la cocina donde se hace el caldo de la libertad (y por eso es que, intuyéndolo vagamente, el fascismo ágrafo odia sus fueros y los confunde con la objeción de conciencia para no hacer la mili).
Pobre Montesinos. Habla de “lapsus lingüis” cuando debió de decir lapsus linguae y cuando él mismo estaba incurriendo en un solo interminable de lapsus memoriae. Y asusta a un magistradito con eso de “colombroño”, que es un término en desuso, una antigualla de esas que memorizan los ridiculones para impresionar a las tías que van a hacer su culturita a las charlas de Trapecio. Hace mil años que no se dice colombroño sino tocayo, que suena mejor y es menos retorcido.
Pobre Montesinos. Quiere ser culto y académico pero le sale el olor a pies del alférez trepador en el cuartel de La Joya. Dice “porque tengo una memoria mnemotécnica”, que es como decir “sangre roja” o “inescrupuloso ladrón”. Porque la mnemotecnia es precisamente el ejercicio de las asociaciones mentales que facilitan el recuerdo.
Pobre Montesinos. Quiso ser el salvador de quien podría salvarlo (en el incierto futuro) y lo hizo tan mal que hasta Nakazaki, acostumbrado a hacer clavados en los Everglades, tuvo que tomar distancia.
Montesinos se vistió de sí mismo para acudir a lo que creyó que iba a ser su segundo debut en sociedad. Retocado mil veces ante un espejo que le devolvía a un tipo gordo que no podía ser él –no, de ninguna manera– se presentó para la realización de una proeza imposible: limpiar con mugre, esclarecer con olvidos, exculpar desde la propia culpa negada, despachar costosas indulgencias en una oficina con sede en el infierno.
Lo que sí fue nuevo y perversón fue el asunto del amaneramiento achorado de Montesinos. Montesinos fue con voz de Maruja, ademanes de Lady Bardales defendiendo su presa y agudeza maligna de señora Thatcher mal traducida. La verdad es que pareció una dama muy agitada que volvía a ver a quien la había encumbrado y puesto casa propia y SIN en condominio.
Y sonrió tanto, guiñó tanto el ojito, fue tan categórico en sus desmanes y tan violento en la defensa de su hombre (estoy hablando en términos de Inteligencia, si me permiten sus señorías) que hizo recordar ese término infame que André Coyné ha resucitado para difamar a la suegra de Vallejo: “cocotte”. La “cocotte” era la mantenida. La fiel sin tener que serlo. La incondicional por conveniencia. La que debía de mentir con cada sístole.
El tiempo sirve a veces para que las esencias prevalezcan. Y lo que queda de Montesinos es un Esparza Zañartu más audaz. Vargas Llosa llamó Cayo Mierda a Esparza en “Conversación en la catedral”. Aquí, para que los parecidos hagan click, lo que hace falta es que Fujimori se rompa la pierna en una fiesta de dudosa reputación.
Qué pena, Vladimiro. Te perdiste el jabón de la catarsis. Es mejor que tus colonias de Duty Free panameño.
*Tomado de La Primera.
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