Gerson Ramírez
No sólo de paja vive el hombre a los catorce años. También del trasero de las buenas muchachas.
1
Hasta antes de cumplir quince años, Charito era una bola de sebo con anteojos; algo tímida, algo boba. Siempre acompañada de una huesuda desdentada, aguardaba el microbús en nuestro paradero, casi asfixiada entre la gracia de las otras muchachas que solían coquetear con algún estudiante siempre más grandote que nosotros.
En ese tiempo yo no era un hombre solo. Éramos tres hombres solos: Pico, Borolas y yo. De vez en cuando nos daba la gana no escuchar la clase de inglés, y listo. Aquellas horas dedicadas al fulbito terminaban siempre con la reiterada promesa, desde que llegamos a la secundaria, de conquistar una hembrita, antes de culminar el tercer año.
Y para que esto se cumpliera, las vacaciones de medio año obraron milagros en Charito. Tal vez a causa de chupar limón en exceso o de alguna pócima de curandero, había perdido en pocos días toda la grasa que la afeaba; cambió el modelo de sus anteojos y ya conversaba complaciente con algún enemigo nuestro, porque para los del colegio granate, los del SJ no eran otra cosa en ese tiempo. Nuestro máximo avance de abril a julio había consistido en comprar muchos casetes para prestárselos a esas chicas del colegio de monjas, de quienes ni siquiera sabíamos su nombre.
Yo fui el primero que la vio ese primer lunes de agosto. Me saludo desde lejos, con el brazo en alto, con una sonrisita pícara que decía Mírame y no me toques. Pero a mis amigos no les interesó la noticia, y ni quisieron acercarse a la hora de salida cuando la vimos en el paradero. Nos atosigamos como siempre con un Hamilton y masticamos Halls por sí las moscas y mudos caminanos por primera vez por nuestras calles de siempre. Antes de marcharse, Pico dijo que ya no fuera tan conchudo y le devolviera su casete de Los Hombres G; y Borolas, se acordó repentinamente de una vieja deuda y me asestó un coscorrón a la volada.
2
Charito…Chari…charqui…charquito…charco…
Tanto Pico como Borolas, por una y gracia de mi mano, había adelgazado en exceso. Pico pasó de seco a seco y medio, y Borolas, auque tartamudo, mostraba orgullosos un triste bigote de principiante, y decía que a él no le importaban por el momento las hembritas del paradero porque ya había encontrado con quien entretenerse sin salir de su barrio.
Pero mi delgadez aumentaba cada día porque mi medicina se llamaba Charito y yo no podía tomarla, sólo verla conversar con otros, chupar sus caramelos de limón, mirarnos de reojo en el paradero y sonreír feliz de la vida.
Una tarde decidimos ir tras ella. Ellos, con el ánimo de dar el zarpazo, cada quien por su lado, y yo, para encontrar mejoría. Abordamos el microbús que nos llevó por primera vez más allá de nuestras fronteras. Dejamos atrás las calles del centro y, apretujados y sudorosos, avanzamos por una carretera cada vez menos afirmada. Ascendimos por la falda de un cerro hasta que llegamos a un inmenso arenal. Allí bajó Charito. Se dirigó hacia una fila de casas, muy cerca de un mercado de esteras, donde los perros habían iniciado una riña sin cuartel. Cuando al fin desapareció de nuestra vista, iniciamos el camino de regreso. Pero era una oscuridad distinta; era otro cielo. Y yo pensé, desde cuándo, mis amigos y yo, ya no ocupábamos el mismo lugar en el mundo de siempre.
3
Soy una cuerda de guitarra. Estoy templado.
No creo que a Charito le interese un tarado como Pico, solamente porque es el mejor pelotero del salón y nunca nadie le ha pegado. Y para que dejes de mirarlo, voy a contarte que Pico se orinó de vergüenza el año pasado, cuando el instructor le preguntó cuál era el credo que profesaban sus padres, y él respondió, Ninguna, profesor; mis padres no son profesionales. Sí, Charito, ya no lo mires cuando te habla porque él siempre será un triste meón de mierda…Y tú, qué quieres ahí, mirándole las tetas. A ti tampoco puede quererte. El micro viejo de tu papá no basta; el no es dueño de nada; sólo el chofer…negro mugriento…
4
Traidores de la gran flauta…
Pico y Borolas se las arreglaban para estar cada vez más cerca de ella en el paradero, y a todo lugar a donde fuera. Aprendieron a jugar billar en un local frente al colegio de monjas y la escoltaban todas las tardes hasta el último recodo del mundo donde vivía. Los dos junto a ella; uña y mugre; mugre y mugre mejor dicho. Y yo, siempre dos asientos detrás, fingiedo como que sólo acompañaba a dos buenos amigos.
Todo ese tiempo fui para ellos un convidado de piedra. El primer domingo de diciembre fuimos todos a la playa. Y además de la narigona desdentada, una zambita retaca, sin más flores que su risa escandalosa y sus manotazos en la espalda cuando algo no le parecía. Yo tomé las fotos en el muelle; yo compré los helados para todos; fui el único que se negó a darle una pitada al cigarrillo que compraron. Y también fui el que pagó el pasaje de las muchachas y del par de malos patas esos. Ese día comprendí, que no interesaba ser el mejor alumno de la clase ni tener una casa de dos pisos en una urbanización para que una colegial quisiera entrar contigo en el mar. Me quedó completamente claro que mis diplomas de aprovechamiento eran asquerosos mojones flotando muy ceca de ella, y no las dejaban bañarse.
El último acontecimiento al que asistimos juntos fue a mediados de diciembre, a la fiesta de quince años de Charito, en el arenal de casitas de adobe. Esa noche, con su mejor sonrisa, nos presentó a su enamorado, un cabezudo con manos de albañil y mucho mayor que nosotros. Bailó con ella empalagosamente todos los temas de moda, mientras nosotros aplaudíamos. Más tarde, cuando abandonábamos la fiesta, comprendí que sólo Borolas cumpliría la promesa de conseguir hembrita antes de fin de año. Aunque fuera con Zoilita. La narigona desdentada. Esta bien, me dije, mientras fingía dormir en el colectivo. Par de feos.
* La foto es de criminalradio.
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